Cebollas

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Amadou tuvo una buena cosecha de cebollas. En Níger se dan bien y se exportan a las naciones vecinas. Él decidió prescindir de intermediarios y venderlas directamente en el mercado de Fada N’Gourma, en Burkina Faso. Subió los sacos en su motocarro. Sobresalían por todos lados. Atados con cuerdas, formaban una especie de puzle en equilibrio. Daban la impresión de que se iban a desparramar en cualquier momento. Pero no fue así. El camino era largo y la velocidad a la que podía circular lenta debido a la carga que transportaba. Comía de la harina de mandioca y fruta que llevaba en su zurrón. Hervía té en cada parada que hacía. Cuando la noche llegaba, se tumbaba sobre una esterilla de rafia junto a su vehículo. Así, gastando lo mínimo, con mucha paciencia y pidiendo continuamente a Alá que todo saliera como planeado, Amadou llegó a su destino al cuarto día de haber dejado su casa.

En el mercado las cosas le fueron bien. Las cebollas de Níger son muy apreciadas. Pudo sacar un buen dinero por ellas. Tras pensarlo un poco, decidió invertir sus ganancias para poder multiplicarlas. Allí mismo adquirió objetos de plástico fabricados en Ghana. Cubos, barreños, platos, vasos y, sobre todo, teteras (muy usadas en las mezquitas para las abluciones o en los hogares para ir al servicio). Era un buen negocio. De vuelta a su casa, recorrería los pueblos y los mercados de la zona para venderlos y sacar un buen beneficio. Con él podría ampliar la plantación de cebollas el próximo año y así conseguir mayores ganancias. 

Amadou cargó los nuevos sacos en el motocarro. Otra vez organizó una fantasía que retaba a las leyes de la gravedad. Se puso en marcha con el mismo plan que le había llevado hasta allí. Esperaba estar de regreso en casa en cuatro días. Tenía ganas de ver a su mujer. Llevaban un año casados y ella esperaba el primer hijo. Por eso, él se afanaba en hacer dinero para poder cuidar de su familia. «Somos un matrimonio joven que queremos dar a nuestros hijos una vida mucho mejor que la nuestra», comentó.

A unos 50 kilómetros de su pueblo se pinchó una rueda del motocarro. Amadou no podía continuar. Si abandonaba el vehículo para ir a buscar a un mecánico, le robarían la carga. Si se quedaba allí quieto, nunca llegaría a casa. Por eso paró al primer vehículo que pasó por allí después de más de seis horas de espera. Gracias a la traducción del chófer, el viajero que va en él puede conocer la historia de Amadou. 

Hay un taller a una media hora de camino. El conductor lleva a Amadou hasta allí. El viajero queda sentado a la sombra del motocarro leyendo y vigilando. Dos horas después, regresan con el mecánico y una rueda de recambio. El viajero sigue ruta con la tetera de plástico que el comerciante le ha regalado en ­agradecimiento.



En la imagen superior, el carromato de Amadou cargado y con la rueda pinchada. Fotografía: Chema Caballero

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