Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
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Soy vallecano y ciudadano del mundo. No me gustan las fronteras, no me gustan las etiquetas, no me gusta el fútbol, no me gusta la política… Quiero un mundo mejor, porque no me gusta nada este.
Termino antes si te digo lo que me gusta.
Esto está muy mal repartido. Algunos tienen mucho y otros no tienen nada. Debería estar más compensado todo. Lo que me gusta es que hay gente que todavía piensa en los demás. Tengo dos hijas y creo que les hemos enseñado bien que lo realmente importante es ser buena gente.
Yo iba por lo que llaman «un mal camino». Imagínate, en los años 80 en Vallecas había mucha droga y yo hacía mis trapicheos y mis cositas. Pero mi maestro, al que estaré eternamente agradecido, don Iñaki Zaguirre, premio nacional de Gastronomía con dos estrellas Michelin, me echó una mano y al final no me fue tan mal. Me enseñó mogollón de valores, me enseñó a amar este oficio y me cambió la vida. Cuando yo ya tenía un restaurante, un día pillé a dos yonquis que estaban por el barrio, los metí en un curso de cocina y les encantó. Si funcionó conmigo, ¿por qué no iba a funcionar con otras personas? Dejé el restaurante, monté una escuela y empecé a trabajar con chavales del barrio de Cuatro Caminos, de una banda latina que pululaba por allí. Vimos que la cocina funciona como herramienta de inserción social y laboral.
Primero porque todos los cocineros estamos medio chalados. Y esto, para gente rara, funciona. Ahora los cocineros parecemos estrellas del rock and roll, pero lo normal es que te metas en la cocina y no te vea nadie. No te tienes que exponer mucho. Puedes llevar miles de tatuajes y la cara hinchada y no te va a ver nadie. También se te olvidan los problemas, porque hay mil cosas que hacer y tienes que poner toda tu mente en ello. Y luego las metas son inmediatas. Te pones a elaborar algo y, ¡pam!, tienes un plato que está bonito, que huele bien y que está muy rico.
Sí, claro. Yo se lo digo a los chavales, que van a tener más amigos, que van a ligar más. Una vez nos fuimos a Galicia con los chicos, llevaban solo una semana de cocina. Era como un showcooking en el que yo les iba diciendo lo que tenían que hacer y al final ellos daban de comer al público. Hicimos un arroz marinero de la leche, y cuando todo el mundo se puso a aplaudir, uno de mis chavales empezó a llorar. «¿Pero qué te pasa, tronco?». «Joder, Chema, es que a mí no me habían aplaudido nunca». Son chavales que están muy marcados, todo les ha salido mal, así que trabajamos mucho para que se pongan fuertes de alma y que crean en ellos mismos. Fíjate, ahora todos nuestros chicos quieren tatuarse la raspa [el logo de Gastronomía Solidaria] porque creo que es la primera vez en la vida que se sienten orgullosos de pertenecer a algo.
Después de todo el tiempo que llevamos, casi siempre por el boca a boca. Este año trabajamos con centros de menores. Nos presentamos allí y contamos lo que hacemos. Ahora todos los chavalillos que tenemos están cumpliendo condena por varios motivos, en régimen abierto o a punto de salir, y el objetivo es evitar que vuelvan a lo que eran. Para eso los formamos como cocineros y les buscamos curro. La inserción en este país funciona así: te meto una condena de tanto tiempo y luego te echo a la calle para que te busques la vida. Nosotros intentamos que no vuelvan a cometer delitos y les damos una herramienta para que puedan salir adelante.
Nuestros programas de formación están abiertos a todo el mundo: africanos, colombianos, menores, mayores… No recibimos dinero de nadie, así que no tenemos vetos. Por eso nuestro logotipo es una raspa, porque son como los residuos, la gente que nadie quiere, los desechados. Pero ¿sabes qué? Nosotros hacemos muy buenos caldos con estas «raspitas». Algunos de ellos han sido desechados hasta de proyectos de reinserción porque tienen más problemas o porque no tienen papeles. Trabajamos con muchos africanos, de Camerún, Senegal, Gambia, Etiopía…, un perfil que a mí me encanta porque son muy currantes y súper valientes. En febrero estuvimos en Senegal conviviendo con ellos, y estaría toda la vida aplaudiéndolos porque los que migran en los cayucos son héroes, saliendo como salen con tan pocos medios para buscarse la vida. Ni siquiera lo hacen por ellos, sino por sus familias. Y tantos que se quedan en el mar…
Que la gente no tiene ni puta idea. Cuando hay situaciones duras, la gente lo que hace es mirar para otro lado por varios motivos: por autoprotección, para no sufrir, o para no decir «menudos hijos de puta somos». Todos somos cómplices del mundo injusto que tenemos, y cuando hay gente que lo está pasando mal prefieres no verlo, ni que lo vea tu familia. A mí me han dicho: «¿Y llevas a tus hijas?». Mis hijas, desde que son muy chiquititas, han convivido con los chavales y han visto de todo. Yo creo que el humano, en esencia, es bueno, pero muy cobarde. Por eso admiro tanto lo valientes que son los africanos. A todos estos chavales hay que darles la oportunidad de que tengan otra vida. Te puedo hablar de los casos más extremos que hemos tenido, como el de chicos que han sido sicarios porque crecieron en familias donde había sicarios. ¿Qué les vas a pedir? Hay que darles la oportunidad de desarrollarse. El mundo se debe cambiar formando a la gente. La gente no viene a invadirnos ni a quitarnos el trabajo, viene a buscarse la vida. Si pudieran hacerlo en sus países, no vendrían.
Estuvimos en Niaga, un pueblecito que está a unos 40 kilómetros de Dakar, impartiendo formación en hostelería a chicos y chicas que casi no sabían ni coger el cuchillo. Fuimos mi pareja, Paula, que es pastelera, mi hija, que también es cocinera, y yo. Nos encontramos con gente con un talento inmenso, pero sin posibilidad de desarrollarlo. Se nos ocurrió traerlos, formarlos aquí y que luego ellos vuelvan a su país para formar a otra gente. Y creamos un proyecto para becar a estos chicos de Niaga que aprenden en una escuela muy prestigiosa de Madrid y vuelven convertidos en formadores. Y repetir esto cada año.
Muchas. El 80% de nuestros chicos consiguen trabajar. Calculo que tendremos cerca de 100 que son jefes de cocina. Siempre cuento el caso de Eric, un chaval dominicano que cuando empezó con nosotros estaba preso. Venía con el grillete y todo. Ahora lleva tres restaurantes y le van a dar la estrella. Muchos de los chicos y chicas que han pasado por aquí han conseguido lo que soñaban. Y me encanta que algunos son los que están formando a los chicos de ahora. Somos una pequeña gran familia.
Creo que lo que necesitan son sueños. Y necesitan ayudar a la gente. Pero tienen que estar fuertes. No hay nada mejor como que ellos ayuden a otras personas. Durante la pandemia ayudamos a mucha gente, dando de comer a casi 3 000 personas cada día. ¿Tú sabes lo que supone que un niño que está desechado, al que le dicen constantemente que es malo o que le niegan los papeles, dé de comer a mogollón de gente, que incluso puede que le mire mal? Eso es valiosísimo. Necesitan sueños y metas. Y para que la sociedad les empiece a ver de otra forma hay que contar sus historias. Si la gente supiera por qué vienen, seguramente les echaría una mano. Son supervivientes, seres humanos como tú y como yo. Insisto: nadie sale de su país si puede quedarse.
Hay que mirar más adentro. Son héroes todos. Detrás de cada chaval hay una historia, hay un porqué. Me gustaría dejar a mis hijas un mundo mejor y creo que con este proyecto lo estamos logrando. Eran personas que estaban muy mal y ahora están bien y orgullosas de la vida que han logrado tener. Te voy a decir algo: si vas por la calle y te cruzas con alguien que lleve una raspa tatuada, es buena gente, seguro.
«La raspa es el logotipo de nuestra oenegé. A esta le tengo un cariño muy especial porque me la hizo un artista con el plástico de redes de mar recicladas. Para mí simboliza no solo una apología del reciclaje de materiales, sino también del de personas, que es lo que nosotros hacemos con estos chavales por medio de la educación».
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