Combatir la inequidad

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Editorial del número de julio-agosto



Este ejemplar de la revista, bimensual y veraniego, ofrece a sus lectores un reportaje sobre los gorilas de montaña del parque congoleño de Kahuzi Biega. Nuestra intención era darle portada a Bonne Année, uno de los gorilas, fotografiado mientras comía tallos de bambú. Pero nos pareció más oportuno destacar en primera página la ambigua situación que viven en Líbano decenas de miles de trabajadoras domésticas migrantes, muchas de ellas africanas, sometidas en el sistema de la kafala.

El funcionamiento es sencillo. Una mujer sin recursos y sin perspectivas de futuro en su país empobrecido recibe una oferta de trabajo en otra nación. No necesita permiso laboral ni alojamiento, y decide viajar con todos los gastos pagados. Pero al llegar al Líbano, Jordania o a algunos países del Golfo Pérsico se encuentra de inmediato vinculada a un patrocinador del que depende por completo, «lo que allana el terreno a todo tipo de abusos que, en la mayoría de casos, se mantienen ocultos en el hogar».

Ni por el número de mujeres afectadas ni por la cobertura legal que sí contempla la kafala, es muy difícil establecer una analogía precisa entre esta práctica y otras realidades que tenemos mucho más cerca. En un artículo publicado hace un año en El Salto, Sara Plaza Casares recordaba que en nuestro territorio hay al menos 70.000 trabajadoras domésticas en situación irregular, de las cuales 40.000 lo hacen como internas. Casares añadía que nueve de cada diez son extranjeras. Muchas de estas mujeres han denunciado abusos y vulneración de sus derechos.

Se podría pensar que nada las obliga a dejar sus países y sus familias, sus hijos incluso, para ir a trabajar al extranjero; que se trata de una decisión voluntaria y libre, pero no es verdad. Conscientes o no, el motor que empuja a estas mujeres a salir es la inequidad que separa sus países empobrecidos de los países ricos que las reciben para beneficiarse de su trabajo, casi siempre mal remunerado, pero suficiente para quienes estaban acostumbradas a mucho menos.

El papa Francisco lo ha escrito con claridad en Evangelii gaudium: «Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres […] atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales». Sin embargo, quienes creen beneficiarse de ella se resisten a combatirla. Eso explica, por ejemplo, las enormes dificultades que tiene Europa para legislar la debida diligencia. Es indudable que supondría un avance significativo en la lucha contra las causas estructurales de la desigualdad porque las empresas que actúan fuera de Europa, en África por ejemplo, velarían por los derechos humanos y el medioambiente de aquellos lugares y de sus gentes. Sin embargo, con tal de que sigan aportando riqueza, los Gobiernos europeos prefieren cerrar hipócritamente los ojos ante los abusos de sus empresas lejos de sus fronteras y no ponerles unos límites que las harían menos competitivas. Da igual que sea una riqueza envenenada, obtenida a costa de empobrecer a otros.

Tampoco en este número nos olvidamos de Sudán, la tierra de Comboni. Conforme pasan las semanas, cada vez son más los millones de sudaneses que necesitan ayuda humanitaria urgente. Ojalá un mínimo de cordura ilumine a quienes deben parar este conflicto, tan absurdo como el resto.

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