Cristina Antolín: La acogida es lo primero

Cristina Antolín, misionera dominica

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«Hay que pasar ratos con ellos sin reloj. Dejándoles que se expresen, que te cuenten sus experiencias de vida».
Coincidiendo con la celebración del DOMUND, publicamos una serie de perfiles de misioneras y misioneros que hablan sobre su vida, sus motivaciones y los lugares donde desarrollan su trabajo.

Con cinco años, a Cristina la operaron de anginas. Una intervención sencilla y rutinaria. Pero esa noche, una fuerte hemorragia derivó en una larga estancia en un hospital de Alicante. «A lo mejor a otro niño eso le hubiera hecho tener miedo a los hospitales. Yo me hice amiga de todas las enfermeras. Las recuerdo entrando en la habitación, con sus sonrisas. Creo que me identifiqué con esas personas que me salvaron la vida». Un muñeco de anatomía y un maletín de enfermera eran sus juguetes. En casa pasaba horas jugando con el esqueleto, «metiéndole el hígado y los intestinos». En lugar de cuentos en la cama, devoraba con los ojos las láminas de su abuelo el médico, superponiendo papeles celofán rojos o azules para ver las arterias o las venas. Cuando hizo la selectividad pensó: «Si no puedo entrar en Medicina, me da algo».

Lo de ser misionera le vino en el salón de actos del colegio Santo Domingo, en Granada. Tenía 15 años cuando una religiosa llegada de Isiro, en República Democrática de Congo, les enseñó fotos de un humilde hospital con muchos enfermos y pocos médicos. «Yo me entusiasmaba con cada diapositiva». Cristina, que había crecido con unos padres muy ligados a la Iglesia y siempre se apuntaba a actividades de tipo espiritual, lo vio muy claro. Y ya van 32 años de misionera en África, con la congregación de Santo Domingo, entre República Democrática de Congo y Camerún.
Recuerda el tumulto en el aeropuerto de Kinshasa al llegar por primera vez, era como un hormiguero. Desorden, barullo, gritos, hileras de personas caminando y una lengua diferente. No entendía nada pero se sintió acogida. Y al llegar a Isiro, el olor a verde, a tierra mojada, a naturaleza. En Congo trabajó durante 15 años en un hospital, haciendo de todo: pasando consulta, operando cataratas, apendicitis, hernias o atendiendo problemas ginecológicos. «Un médico congoleño terminó de enseñarme». Y después, Camerún. «Más de la mitad de mi vida en África».

Preocupadas por la corrupción que afectaba al sector sanitario camerunés, donde el dinero se anteponía al paciente, entre cuatro congregaciones crearon en Yaundé el Centro Hospitalario Dominicano San Martín de Porres (ver MUNDO NEGRO octubre 2013, pp. 42-45). Cristina fue la primera directora. «Para nosotros lo primero siempre ha sido la acogida al enfermo. Que el tiempo que pase en el hospital sea una experiencia positiva, de encuentro con las personas y con Dios, cada uno con el dios en el que crea». Empezó con un equipo de 30 personas. Diez años después son 158 profesionales, con un estilo de trabajo diferente. Otro logro fue crear la primera unidad de cuidados paliativos del país. «En los últimos años el cáncer ha ido aumentando. No sé si porque la esperanza de vida es más alta, porque el tipo de vida ha cambiado o porque la alimentación no es tan natural. Camerún no estaba preparado para una enfermedad que necesita mucha infraestructura y unos tratamientos muy caros». Los enfermos empezaron a llegar al hospital, con el cáncer muy avanzado, y la oncología era una especialidad que en aquel momento les sobrepasaba. Pero sí podían aliviar su sufrimiento. «Llegó una mujer con un cáncer de pecho muy avanzado. Le quité un seno que pesaba 14 kilos, todo podrido. No fue por curarla, porque probablemente duraría poco tiempo. Fue por darle una mejor calidad de vida. La mujer me contó que sus nietos ni se acercaban a darle un beso. ‘No entraban en mi habitación porque yo era una persona que se estaba pudriendo. Esto me ha dado una dignidad que no tenía’, me dijo».

¿Cómo se acompaña a una persona en la última etapa de su vida? «Con mucha presencia. Pasando ratos con ellos sin reloj. Dejándoles que se expresen, que te cuenten sus experiencias de vida». A veces el sufrimiento no es tanto por la enfermedad incurable sino por tener asuntos afectivos pendientes. «Una chica, de 33 años, me contó que se había marchado de casa cuando la madre no aceptó la relación con su novio. No volvieron a tener contacto. La joven estaba preparada para morir, pero necesitaba el perdón. En este caso nuestra mayor ayuda fue buscar a su familia, que vivía lejos, explicarles y lograr que volvieran a juntarse. Se reconciliaron, y dos horas después la chica murió en paz».

El año pasado Cristina fue elegida superiora general de la congregación y dejó Yaundé. Hoy el personal del hospital y el equipo de dirección son africanos. «Empezamos europeas y yo fui la última. Es su momento. A veces hemos creído que éramos necesarios, pero somos uno más. Si vuelvo, seguiré caminando con ellos y echaré una mano donde pueda. Allí he dejado un trozo de mi corazón».

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