Publicado por Sebastián Ruiz-Cabrera en |
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La información oficial dice que el 8 de junio, a los 55 años de edad, el corazón de Pierre Nkurunziza dejaba de latir en el hospital del Cincuentenario de Karusi, situado en el centro del país. El único respirador con el que contaba el Hospital Universitario Kamenge, de Buyumbura, no llegaba a tiempo para insuflar oxígeno al presidente. La tradición en Burundi es muy respetuosa con los muertos. No se habla mal del difunto; al menos no en los primeros días. Pero era inevitable. La rumorología no ha tardado en abrirse paso en las redes sociales y en algunos medios internacionales. La incógnita del repentino fallecimiento podría explicarse si la muerte del mandatario estuviera relacionada con la COVID-19, un virus por el que su esposa, Denise Bucumi, fue trasladada en avión a la capital de Kenia para recibir tratamiento días antes. El luto ha estado rodeado de críticas a la gestión de la pandemia, que Nkurunziza se había negado a aceptar desde que estalló en la región. De hecho, a mediados de mayo, expulsaban de la nación al principal funcionario de la Organización Mundial de la Salud (OMS) junto a otros tres expertos, que coordinaban la respuesta sanitaria.
El fallecimiento del político tuvo lugar pocos días después de las elecciones en las que se eligió a Evariste Ndayishimiye como su sucesor aunque, quizás, la mayor ironía es que, en manifestaciones recientes en apoyo del presidente electo, Pierre Nkurunziza afirmó que «Dios había purificado el aire de Burundi y que no se necesitaban máscarillas en su tierra bendita».
El pasado 20 de mayo se celebraban las elecciones presidenciales en un clima de denuncias anticipadas por el peligro de fraude electoral, restricciones impuestas a los observadores internacionales y violencia contra simpatizantes de los partidos opositores especialmente en las zonas rurales. Una cita que evidenciaba el músculo del Consejo Nacional para la Defensa de la Democracia–Fuerzas para la Defensa de la Democracia (CNDD-FDD), partido que ha estado al frente de Burundi desde hace 15 años. Y, efectivamente, el CNDD-FDD continuará siete años más gestionando un país en bancarrota, empobrecido, dividido y enfrentado. Con un 69 % de los votos, el nuevo presidente será Evariste Ndayishimiye, un general retirado de la máxima confianza de Nkurunziza, que el pasado 17 de junio tomó posesión de un país que encara su futuro próximo con muchas incertidumbres, tanto nacionales, como regionales o internacionales.
Para Arielle, una contable de 35 años formada en Nairobi, el escenario no cambiará un ápice: «Burundi es un precipicio mediático en el que los burundeses caemos sin cuestionarnos el porqué. Nadie nos observa. Y cuando alguien lo hace desde fuera, florece el paternalismo occidental sin que cambien las dinámicas internacionales», explica la joven burundesa a MUNDO NEGRO a través de una videollamada.
Parece haberse convertido en un denominador común en el continente que horas después de cerrar los recuentos lleguen las denuncias de posibles irregularidades en el proceso electoral. En el caso burundés, no se hizo esperar el golpe en la mesa de Agathon Rwasa, el principal candidato opositor, del Congreso Nacional para la Libertad (CNL), quien ha recurrido los resultados ante el Tribunal Constitucional por presunto fraude electoral. «Tengo pruebas de votos emitidos por personas fallecidas en algunos colegios electorales», denunciaba ante los -micrófonos. Sin embargo, el 4 de junio, el Tribunal declaró nulo el recurso de Rwasa.
La reacción del aspirante era previsible. Tanto el CNDD-FDD como el CNL son partidos políticos liderados por exrebeldes hutus que compiten por un grupo demográfico similar de la población con derecho a voto. En 2018, Nkurunziza trató de neutralizar el ascenso del electorado de Rwasa con la ayuda de unas enmiendas constitucionales que le obligaban a formar un nuevo partido. El líder opositor cogió aire, aguantó el veto impuesto y volvió a la casilla de salida. Creó una nueva marca en febrero de 2019 para intentar vencer a -Nkurunziza. Pero la no alternancia política es una -realidad en esta pequeña nación de los Grandes Lagos.
La Conferencia de Obispos Católicos de Burundi también se mostró crítica con el proceso electoral, en especial Joachim Ntahondereye, su presidente: «Lamentamos muchas irregularidades con respecto a la libertad y la transparencia del proceso electoral, así como la imparcialidad en el tratamiento de ciertos candidatos y votantes». La del prelado es una voz autorizada si se tiene en cuenta que no han podido estar presentes observadores internacionales, y que solo han cumplido su misión los 2.716 que la Iglesia católica desplegó en 119 municipios del país para analizar los colegios electorales. Y no ha servido.
Ya en 2019, de cara a los entonces futuros comicios del pasado mayo, los obispos alegaron que los partidos minoritarios estaban siendo «ahogados». Como respuesta, el portavoz presidencial, Willy Nyamitwe les dijo en su cuenta personal de Twitter: «Algunos obispos deben ser expulsados porque se está convirtiendo en un hábito que, en vísperas de las elecciones, escupan su odio venenoso a través de mensajes incendiarios».
A sus 52 años, Ndayishimiye se convertirá en el presidente de Burundi con un horizonte sombrío y con la obligación de adoptar medidas humanitarias y económicas urgentes. Hasta su elección, este general retirado había sido secretario general del CNDD-FDD desde 2016, además de ostentar cargos de peso en el gabinete presidencial. Hasta su fallecimiento, el análisis del nuevo escenario en Burundi revelaba que Nkurunziza, que en 2018 se autoproclamó «eterno líder supremo» y guía del partido en un cuestionado referéndum, se hubiera convertido en la piedra en el zapato del nuevo presidente. Sin embargo, ahora, liberado de ataduras políticas y con un margen de actuación más amplio, tocará esperar a los primeros movimientos de la era -Ndayishimiye; es decir, una legislatura donde se facilite el proceso de justicia y paz a través del diálogo o en la que se mantenga la política de la represión.
Para Josep María Royo, investigador del Grupo de Estudios Africanos y de la Escola de Cultura de Pau de Barcelona, «en las manos de -Ndayishimiye está iniciar una aproximación hacia la oposición, o continuar enfrascado en la represión y el silenciamiento de las pocas voces críticas con la gestión de -Nkurunziza. A corto plazo es improbable que se produzca un viraje en la acción gubernamental, ya que supondría cuestionar la gestión realizada por el presidente saliente en los últimos años. Pero no se descarta que, a medio plazo, el que fuera el artífice de los acuerdos de Arusha de 2003 pueda contribuir a sacar a Burundi del callejón sin salida en el que se encuentra en la actualidad».
Han pasado 15 años desde que Burundi salió de una guerra civil que enfrentó, principalmente, a hutus y tutsis. El acuerdo de paz alcanzado entre los dos grupos fue recibido como un éxito, pero el país ha experimentado un deterioro tanto en los derechos humanos como en su situación económica, especialmente desde 2015, cuando Nkurunziza modificó la Constitución para poder presentarse a un tercer mandato, lo que desencadenó una oleada de protestas que fueron reprimidas por la fuerza. Además, hay que anotar un intento de golpe de Estado que hundió al país en un nuevo ciclo de violencia y provocó un éxodo de refugiados.
Cinco años después, unos 367.000 burundeses permanecen en los países vecinos a la espera de poder regresar a sus hogares. Según ACNUR, entre 500 y 1.000 solicitantes de asilo continúan llegando cada mes a países de la región. Y la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU indica que más de un millón y medio de personas, principalmente niños, se encuentran en situación de inseguridad alimentaria.
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