Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
Compartir la entrada "El mejor sitio del mundo"
Nos encontramos una mañana de julio en Entrevías, ahora su barrio, en la parroquia de San Francisco de Paula. Llego y está hablando por el móvil en una lengua que no reconozco. «Hola, Javier. Hablaba con Benín», me comenta con una sonrisa y me estrecha la mano. La idea es conversar sobre él, su experiencia allí, cómo entiende lo de ser misionero, lo que surja.
Saturnino Pasero Barrajón, Satur, nació en Vicálvaro (Madrid). A los 17 años ingresó en el seminario y en cuarto de Teología decidió que su destino no sería Nicaragua ni Perú, como la mayoría. «¿Qué imagen tenía de África? Idílica. ¡El encuentro con lo desconocido!», recuerda. Un calendario de la Sociedad de Misiones Africanas (SMA) se lo puso en bandeja: «Si quieres ponerte al servicio de África, cuenta con nosotros». No lo dudó. Pasó un año en París perfeccionando el francés y preparándose para ir al sur de Benín en 1980, en plena revolución marxista-leninista. «En España paso desapercibido, pero en Benín, en aquel momento, era el bicho raro. Había muy pocos europeos: monjas, curas, el personal de las embajadas y poco más. Tuve que hacerme mi sitio», explica.
Pasó dos años junto al lago Nokoué, cerca de la ciudad flotante de Ganvié –uno de los reclamos turísticos del país–, usando una pequeña barca para visitar las comunidades que habitaban en el interior del lago. Aprendió a hablar fon, la lengua de la zona. Desde el seminario es un apasionado de los idiomas y no le cuestan. «Aprender una lengua africana requiere dedicarle todo el tiempo, no hacer cuatro cosas a la vez. En la SMA, la norma era dedicar el primer año solo a aprender el idioma e integrarse en la cultura», comenta. La revolución marxista facilitó la alfabetización en las lenguas locales, y gracias a un compañero que llevaba más de 15 años allí tenían un buen material de aprendizaje. Dominar el idioma, dice, es fundamental para comprender la forma de pensar de la gente.
Tras su ordenación, fue enviado al norte, a Pèrèrè, una región sin apenas presencia misionera, y aprendió una segunda lengua: batonú. Años después, fue destinado a Kalalé, más al noroeste, en la frontera con Nigeria. «Allí tuve que aprender bo. Me llevó dos años dominarlo», relata. «Para mí no es un orgullo, pero soy el único cura católico que habla la lengua».
El fon, el batonú y el bo le han brindado una visión diferente del mundo. Me pone algunos ejemplos. En fon, para expresar que están agotados dicen que tienen «el cuello cansado», porque todas las cargas se llevan en la cabeza. En batonú, el centro de las emociones no es el corazón, sino la garganta, que se contrae si uno se enfada. «“Mi garganta está en paz” quiere decir que no tengo ira», explica con fascinación.
Aun con un conocimiento lingüístico profundo, siempre ha tenido presente un proverbio muy extendido en África occidental: «No por mucho que el tronco de árbol permanezca en el agua se convertirá en cocodrilo». Pero después de convivir 17 años con los bo, ocurrió algo inesperado. «En el pueblo de Basso eran muy ariscos con los no musulmanes y con los extranjeros. Cuando pasaba por allí, me trataban como si fuera una piedra, y era raro por lo importante que es el saludo en las culturas africanas. Pero a pesar de no ser bien recibido, decidí quedarme. Si me iba, también se iba Jesucristo, se iba el Evangelio». Se fue quedando, al principio durante dos o tres días en una chocita que le cedieron, y acabó construyéndose una pequeña casa. Se da la particularidad de que en este pueblo hay una proporción inusual de personas con discapacidades y malformaciones –el caso se está estudiando–, y Satur se ocupó de atender a los niños que las padecían, llevándolos a las misiones médicas que llegaban a la zona. También trabajó para que los jóvenes pudieran cursar allí enseñanza secundaria sin tener que marcharse. «Cuando en 2020 les anuncié que regresaba a España, la comunidad me organizó una despedida. En la explanada del colegio estaban todos: la agrupación de mujeres, los jóvenes, los ancianos, los musulmanes y los de la Iglesia evangélica. Me dieron los atributos que otorgan a los ancianos y me dijeron: “Eres uno de los nuestros”». Se emociona al contarlo.
Le pregunto qué aporta un misionero a una cultura que ya tiene sus propias creencias. «La Buena Noticia de Jesucristo. No venimos a anunciar a Dios, porque en las religiones tradicionales africanas ya creen en un ser supremo que ha creado el mundo, pero está aparte. La gran noticia es la encarnación: Dios no está distante, se ha hecho uno de nosotros. Si quiero encontrar a Dios no necesito seres espirituales a los que rendir culto para que medien; lo encuentro en mi hermano que está a mi lado». ¿Y cómo vive un misionero católico en una zona como Kalalé, donde la Iglesia católica representa menos del 3 % de la población? «Aunque era minoría, me sentía un eslabón importante en la cadena. Y me ha ayudado mucho ahora que estoy en Entrevías, donde convivimos con musulmanes, budistas, hinduistas, taoístas y con los gitanos de la Iglesia Evangélica Filadelfia. Me preocupa que nos reconozcamos mutuamente». Desde San Francisco de Paula están tendiendo puentes con el mundo gitano y musulmán del barrio. «Queremos descubrir qué nos une y reconocer los valores del otro. El otro no es un enemigo», dice mostrando la sensibilidad que desarrolló en Benín. También se muestra dolido por el rechazo hacia los migrantes. «El que llega no es un mal que haya que echar. Es un bien. Y la Iglesia tiene que ser la casa común para todos».
No sabe si volverá a África. «Hay que saber dejar paso a otros». Antes de despedirnos, me cuenta lo que le dijo un compañero al poco de llegar a un Benín muy poco desarrollado. «Satur, estás en el mejor país del mundo con la mejor gente del mundo». Esa frase marcó su manera de estar, sea donde sea. «Ahora, en Entrevías, sigo pensando lo mismo: estoy con la mejor gente del mundo, en el mejor sitio del mundo», sentencia con una sonrisa.
Compartir la entrada "El mejor sitio del mundo"