Publicado por Gonzalo Gómez en |
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En 2017, con 93 años y tras casi cuatro décadas en el poder, Robert Mugabe pudo pensar que, tras sacar de la partida uno a uno a todos sus probables sucesores, iba a salirse con la suya para que fuera su propia mujer, Grace, la que heredase su trono. Pero el anciano dirigente no ponderó adecuadamente las influencias de sus rivales, como quedó en evidencia con las intervenciones del Ejército y de Emmerson Mnangagwa, que regresó de un breve exilio en Sudáfrica para hacerse con los honores del puesto interino.
Visto en retrospectiva, era un poco inocente pensar que alguien con el sobrenombre de Cocodrilo y un largo historial al lado de Mugabe en múltiples cargos desde 1980 –ministerios de Seguridad del Estado, Justicia y Finanzas, entre otros– cambiaría de arriba a abajo el país como había prometido. Pero lo cierto es que su ascenso generó ciertas expectativas y no pocos pensaron que llevaría a Zimbabue a una mayor estabilidad política y económica. Mnangagwa prometió implementar reformas económicas y políticas, luchar contra la corrupción y mejorar las relaciones con la comunidad internacional.
Ocho meses después, en 2018, Mnangagwa llegó a sus primeras elecciones, que venció con el apoyo de algo más de la mitad de los electores. Su rival, Nelson Chamisa (ver MN 677, pp. 30-35), que debutaba como candidato del Movimiento por el Cambio Democrático (MCD), se quedó en el 44 % y reclamó en los tribunales que las elecciones habían sido un fraude. Buena parte de la población ya veía entonces a Mnangagwa como una continuación de Robert Mugabe, con todos sus déficits democráticos. Cinco años después es más difícil aún llamarse a engaño.
El 23 y 24 de agosto se celebraron las elecciones presidenciales y parlamentarias. El Comité Electoral de Zimbabue, a través de su presidenta, Priscilla Chigumba, anunció la victoria del ZANU-PF de Mnangagwa, otra vez por delante de Chamisa, que esta vez representaba a la Coalición de Ciudadanos por el Cambio (CCC). Además de ellos, concurrían a las elecciones otros nueve candidatos que apenas contaron en un resultado que parecía una copia del precedente: 52,6 % de Mnangagwa frente al 44,03 % de Chamisa. Tanto el Congreso como el Senado fueron dominados por el ZANU-PF, que desde hace décadas ha venido monopolizando los destinos políticos de Zimbabue, en una identificación partido-Estado asumida por el presidente y candidato Mnangagwa, que llegó a afirmar durante la campaña electoral que los zimbabuenses «estarían perdidos» si no votaban al ZANU-PF. Una declaración que recuerda a la portada de la desaparecida revista satírica Hermano Lobo, que a inicios de nuestra Transición sacaba una portada firmada por Chumy Chúmez en la que un político gritaba «Nosotros o el caos», y cuando el pueblo decía «El caos», él respondía: «Es igual, también somos nosotros».
En cuanto al transcurso de las elecciones, lo más bienintencionado sería decir que acusaron ciertos problemas logísticos que obligaron a prorrogar un día más la votación y que esto podría haber desalentado a la participación de algunos electores. Las misiones electorales encargadas de vigilar externamente el proceso fueron más contundentes. La Comunidad de Desarrollo del África Austral (SADC, por sus siglas en inglés), dijo que el proceso no había sido fiel a los requisitos marcados por la Constitución y la ley electoral y mencionó la existencia de una organización «oculta», los Socios Eternos de Zimbabue, que se presentaban como observadores locales mientras actuaban como una banda al servicio del presidente. También el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, denunció a través de una portavoz el arresto de observadores y dijo haber recibido informaciones de intimidación a votantes. La Unión Africana (UA), la Unión Europea (UE) y Estados Unidos expresaron, a su vez, sus dudas. Entre tanto, Mnangagwa hacía una excepción en el tono general conciliador que siempre facilita la victoria y deslizaba que algunas misiones de observación electoral se habían «extralimitado» en sus tareas.
Chamisa denunció la falta de transparencia y pidió repetir el proceso, pero en esta ocasión se centró en elevar la denuncia al nivel externo realizando un llamamiento directo a la SADC y a la propia UA para que se impliquen. «Hemos agotado todas las posibilidades nacionales», dijo.
En la toma de posesión, ante las miradas de la viuda de Mugabe y mandatarios como el sudafricano Cyril Ramaphosa, el mozambiqueño Filipe Nyusi o el congoleño Félix Tshisekedi, el reelegido presidente pidió a los zimbabuenses que dejaran atrás todo tipo de rencillas y se centraran en lo que los une y no en lo que los separa. «No hay ganadores ni perdedores. Solo un pueblo unido», dijo.
Comienza así otro período de cinco años, «necesarios», en opinión de Mnangagwa, para sacar a muchas personas de la pobreza. En el anterior, el Cocodrilo solicitó volver a ingresar en la Commonwealth mientras se acercaba a China y a Rusia. Pero también ha dedicado mucho tiempo a cultivar su imagen pública en inauguraciones de ferias, minas o infraestructuras, enfocándose en una economía maniatada por la falta de financiación extranjera. El aislamiento viene de lejos, cuando Mugabe realizó una reforma agraria a inicios de los 80 y hundió la producción. Desde entonces, con idas y venidas, los problemas de liquidez, la baja competitividad y la dificultad para acceder a los mercados han sido una constante en un país con una población que sufre un bajo nivel de vida. Lo evidente es que su primer mandato no consiguió mejorar ostensiblemente las cosas. Un dato: en un momento en el que la inflación mundial se ha disparado, Zimbabue ha sido en 2022 el segundo país, tras Venezuela, con un mayor incremento del índice de precios al consumo con un 193,4 % según el Fondo Monetario Internacional. La falta de oportunidades ha convertido a Zimbabue en un país de emigrantes. Se calcula que hay entre cuatro y siete millones de zimbabuenses en el exterior, principalmente en Sudáfrica y Reino Unido, y las remesas, según recoge la Oficina de Información Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores, supone una de las principales fuentes de subsistencia de la población local.
La economía no despega, pero la situación de los derechos humanos tampoco ha mejorado sustancialmente. En los últimos años han proliferado las denuncias de violaciones de derechos humanos por parte de opositores y grupos de la sociedad civil. En 2020, dos años después de las elecciones, se produjeron varias manifestaciones que acabaron en enfrentamientos violentos con las Fuerzas de Seguridad. Les bastó usar el argumentario de las restricciones impuestas por la pandemia para detener a activistas y periodistas.
Que en la política actual la sucesión hereditaria es cosa de las casas reales, es una lección que quizá Mugabe comprendió durante los dos años siguientes a su salida del poder –murió en 2019–. Sin embargo, es difícil escarmentar en cabeza ajena y en la formación del nuevo Ejecutivo, dado a conocer en septiembre, Mnangagwa incluyó como viceministro de Finanzas a su hijo David Kudakwashe Mnangagwa, de 34 años y recientemente titulado. Forma parte de una cuota de jóvenes en un Parlamento en el que encontrará otras caras familiares, ya que entre los escogidos también está Tongai Mnangagwa, viceministro de Turismo y sobrino del presidente. En redes sociales, algunos comentaristas locales se mostraron disgustados con la lista de Gobierno: «Necesito una bebida muy fuerte después de ver el Ejecutivo de Mnangagwa. Robert Mugabe debe estar carcajeándose de nosotros. Pero la broma nos sale cara a los ciudadanos. Nunca antes había recibido tantas llamadas de gente incrédula. Incluso los partidarios del presidente están conmocionados», escribía en la red X, antes Twitter, el periodista zimbabuense Hopewell Chin’ono, uno de los que fue detenido en 2020. Otra decisión que se ha criticado al presidente es la designación de un matrimonio, Christopher y Monica Mutsvangwa, como ministros.
Mnangagwa acostumbra a usar en sus apariciones una bufanda con los colores de la bandera de Zimbabue como símbolo de su compromiso con el país. Pero a menudo hemos visto que las exhibiciones patrióticas –en algunos casos mezcladas con legítimas retóricas anticoloniales– se usan para ocultar otros tipos de vergüenzas y problemas estructurales, y que incluso pueden entorpecer los propios procesos de liberación que aseguran querer protagonizar.
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