Empujados a la espera eterna

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Por P. Rafael Armada desde Pretoria (Sudáfrica)



«Después de cuatro años volvemos a celebrar la Navidad. Esperemos que el año que viene lo hagamos en otras condiciones», así se expresaba papá Maurice, uno de los líderes de una comunidad de 27 familias que llevan alojadas ocho meses a unos 100 kilómetros de Pretoria.

Aunque hay algunos burundeses y ruandeses, los refugiados, 90 personas, son en su mayoría originarios de diferentes regiones de República Democrática de Congo. Muchos provienen de Kivu, al este del país, una región rica en coltán y minerales muy castigada por la violencia durante años donde operan varias guerrillas, como el M23. Algunos de ellos hablan lingala, otros suajili y otras lenguas. Todos salieron de sus países hace décadas.

Muchos gozaron de un tiempo de prosperidad en Sudáfrica, pero en 2019 un estallido de violencia y xenofobia, justo antes de las elecciones generales, llevó al traste sus vidas. Tras los ataques cometidos por individuos y grupos locales contrarios a la migración, como el denominado Operación Dudula (‘empujar’, en zulú), buscaron protección en la sede de ACNUR en Waterkloof, un barrio de la capital donde se aloja gran parte de la colonia diplomática. Al no ser autorizados a permanecer dentro de las instalaciones, acamparon en el exterior.

El 21 de abril de 2023, una orden judicial los conminó a desalojar el lugar. El plan era enviarlos a un centro de internamiento de inmigrantes en Pretoria llamado Lindela (‘espera’, en zulú), cuyas pésimas condiciones son equivalentes a las de una cárcel. No aceptaron esta posibilidad y las autoridades accedieron a que se refugiaran en una escuela abandonada que les facilitó mamá Sophie, una sudafricana que se dedica a acoger a los sin techo. 

El lugar está apartado de cualquier población y no cuenta con servicios mínimos de salud ni educación. En principio era un refugio temporal hasta que poco a poco se pudieran ir reintegrando en la sociedad sudafricana o emigrar a otro país, pero el proceso hasta ahora ha sido muy lento y apenas un joven estudiante y una familia han logrado dejar el campamento. La mayoría de los refugiados siguen traumatizados por las experiencias vividas en los últimos años, lo que les dificulta una integración inmediata con el resto de la población.

Algunos misioneros estamos intentando apoyarlos y acompañarlos en esta situación de emergencia y favorecer su proceso de inserción en la comunidad local. Necesitan ganar confianza antes de dar el paso y salir de este refugio, pues tienen dudas y miedo tras lo vivido, además de incertidumbre por las dificultades para encontrar alojamiento y trabajo. Las próximas elecciones tendrán lugar este año y es frecuente que algunos grupos de la sociedad conviertan a los inmigrantes y refugiados en chivos expiatorios de los fracasos en la gestión social del Gobierno, como la alta tasa de desempleo o la pobreza en un gran sector de la población. 

El comboniano sudafricano P. Vincent Mkhabela, párroco de San Carlos, en Bronkhorstspruit, la localidad más cercana al campamento, se dedica con alma y corazón al servicio, apoyo y asistencia a estas personas. De él salió la idea de organizar para ellos el pasado 23 de diciembre una fiesta anticipada de Navidad. Allí nos reunió a un grupo de combonianos, combonianas, estudiantes de Teología y religiosas de la comunidad de Misioneras de Cristo de Bronkhorstspruit, así como a laicos de la parroquia. 

La alegría entre los refugiados era desbordante. Fuimos recibidos con júbilo y enseguida comenzó el programa del día con una oración dirigida por el P. Joseph, un alemán de 95 años que vive retirado en esta localidad. A continuación, cada uno de los invitados nos presentamos y la misionera comboniana Hna. Marta Vargas, que trabaja en el acompañamiento pastoral de inmigrantes y refugiados en la archidiócesis de Pretoria, compartió un mensaje de Navidad. Cogiendo en sus brazos a uno de los bebés, hijo de una refugiada, la Hna. Marta reflexionó sobre cómo Dios se acerca a nosotros frágil y vulnerable, como un niño al que no tememos y al que la madre entiende a través del lenguaje del amor. Con ese mismo lenguaje, dijo, nos debemos acercar a Dios para escucharle y comprenderle.

La fiesta continuó con música y bailes protagonizados por las mujeres, hombres, jóvenes y niños del grupo de refugiados. Cada familia recibió un paquete de comida que diferentes donantes, entre ellos la Conferencia Episcopal Sudafricana, ofrecieron para la ocasión. Una de las refugiadas, que ese mismo día abandonaba el campamento con su familia para probar suerte en otra localidad de la provincia, agradeció el apoyo recibido, sobre todo de la Iglesia católica, y pidió no abandonar la asistencia a los refugiados que permanecen en el campamento.

También participó en la fiesta un matrimonio alemán que se ha comprometido a acoger a una refugiada que no goza de buena salud. Otro de ellos, Isaac, con una discapacidad que le dificulta el movimiento espera encontrar algún lugar donde ser acogido.

Es una realidad muy compleja, y la decisión de abandonar el campamento es algo muy personal, pero las condiciones en las que viven no permiten desarrollar una vida estable. Confiamos que Dios abra caminos de esperanza y toque corazones que acojan a estos hijos suyos que buscan un futuro más digno.



En la imagen superior, de izquierda a derecha de la imagen, el ciudadano alemán que acogerá a una refugiada, la Hna. Marta, el P. Vincent, la religiosa de las Misioneras de Cristo y el P. Joseph, junto a varias personas refugiadas en la fiesta del 23 de diciembre. Fotografía: P. Rafael Armada/MN



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