Esclavos del 79

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La minería ilegal en Ghana, en entredicho



Por Pedro Fernández Quiroga, desde Busua (Ghana)



Ese es el número atómico de uno de los elementos químicos más codiciados por la humanidad a lo largo de la historia: el oro. En los últimos meses, la minería ilegal en Ghana, conocida con el sobrenombre de galamsey, ocupa el centro del debate político en el país. El impacto económico y ambiental de esta práctica no oculta que miles de familias viven gracias a ella. El autor del texto ha visitado las explotaciones ilegales de Asane.



Kapuściński recorrió 27 países de África. Para romper con el estereotipo de considerar a todos los países africanos como la misma masa amorfa, empleaba el concepto del tiempo que, para el reportero polaco, era holgado y elástico en África. Aquí el tiempo no maneja a las personas, como sucede en otros lugares, sino todo lo contrario. Es la persona la que influye sobre la horma del tiempo.

Cuando hablé con la fuente que, a la postre, me introdujo en las minas ilegales de oro en Ghana, me confirmó que saldríamos un domingo por la mañana. Al final, iniciamos el viaje el lunes a las 20:30 horas y llegamos a Busua, al oeste del país, el martes a las 6 de la mañana.

–Calma, calma –rio.

Solja tiene 34 años y una hija de 17. Antiguo instructor de surf y camarero, ahora trabaja en la construcción en Accra, aunque antes, cuando tenía 27, pasó tres años de su vida en la minería ilegal de oro, una práctica conocida en el país como ­galamsey (ver MN 707, p. 17). Solja alardea de su ciudad.

Saluda a los que se encuentra y abraza a una señora. «Es mi madre», explica. Luego me dirá que en realidad no lo es, pero como si lo fuera, porque quedó huérfano hace mucho.

Busua mezcla playas con bosques tropicales y selvas espesas. Es una de las mecas del surf en el oeste de África y también un lugar al que muchos extranjeros –sobre todo europeos– viajan durante un par de semanas para combinar el turismo con el voluntariado: trabajan como máximo seis horas diarias de lunes a viernes, principalmente en centros educativos, y luego disponen de tiempo libre. Esta actividad, que según Oxfam Intermon crece un 20 % cada año, genera opiniones contrapuestas. Mientras que David Pratdesaba, director de la ONG Cooperatour, que ofrece destinos de África, Asia y Latinoamérica para vivir la experiencia, defiende el impacto positivo de estos viajes, Pablo Sánchez, de la organización The Health Impact, lo entiende como una práctica racista y neocolonial que contribuye a hacer de la pobreza un espectáculo y a consolidar el estereotipo del blanco como salvador.

A 20 minutos andando de Busua se encuentra Dixcove, cuyo atractivo principal es el Fort Metal Cross, uno de los principales enclaves para el comercio de oro y esclavos africanos, terminado de construirse en el siglo XVII por la compañía inglesa Royal African Company. Hoy es patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. Allí nos encontramos con ­Andy, de 49 años y vestido con ropa de camuflaje. Supervisa las minas subterráneas y a cielo abierto para extraer oro de manera ilegal en Dixcove, Tacua y Asane. Dentro de ellas se organizan grupos de hasta diez mineros en dos turnos de ocho horas.

Vista general del patio de Fort Metal Cross, en Dixcove. Fotografía: C. Sappa/Getty. En la imagen superior, un minero limpia el barro en busca de oro en una explotación ilegal en Kibi. Fotografía: Cristina Aldehuela/Getty



Un pacto desigual

El oro, además de un activo financiero, alimenta la industria de la joyería. Su precio alcanzó picos históricos en 2024 al llegar a 2 267 euros por onza (28,34 gr). Para separarlo de la roca, los mineros trabajan con elementos tóxicos como el mercurio, tienen muchas ­posibilidades de sufrir tuberculosis o neumonía y no están exentos de fallecer por una explosión o un corrimiento de tierras. Un cóctel que «ingieren» por unos ocho euros diarios.

La esclerótica de su ojo derecho es de color escarlata. El izquierdo parece un vidrio empañado. Con uno ve regular. Con el otro casi nada. Andy lleva 16 años en la industria de la minería. Primero en las minas aprobadas por el Gobierno, pero luego se metió de lleno en el galamsey. «Mis ojos se deterioraron cuando trabajaba dentro de las minas. Ahora, por suerte, soy supervisor».

Hay algo de orgullo en sus palabras. O satisfacción, porque no tiene que volver a someter a su cuerpo a lo mismo que hizo en sus primeros diez años en la extracción de oro. Además de los problemas en la vista, cuando comenzamos a caminar se perciben sus problemas para respirar por el polvo inhalado.

Su trabajo como supervisor tiene una rutina muy clara. En primer lugar, hace de intermediario entre un empresario que necesita alquilar un terreno para excavar y el dueño de esas tierras. También colabora para establecer el precio de la renta que suele oscilar en torno a los 3 000 dólares. Cuando comienza la explotación, debe supervisar que se apliquen las técnicas más eficientes para extraer el metal. Dependiendo de la inversión del empresario, esta se hará con maquinaria o a mano. Otra de sus tareas es más delicada, ya que debe tratar de encontrar soluciones e intentar rescatar a los mineros que se quedan atrapados. Andy confiesa –y Solja asiente– que hay una norma no escrita que dice que ingresar a una mina es un riesgo del que se hace cargo el minero y nadie más. El supervisor es el único en toda la cadena de explotación que se preocupa por el minero, aunque –admite Andy– eso depende de cada responsable.

Otra labor delicada tiene que ver con el establecimiento de los límites entre las diferentes minas. Muchas veces, las divisiones son difusas y, si no hay acuerdo, cada equipo minero cuenta con un grupo armado para no perder su espacio.

–En general, los jefes de las minas son hombres de negocios que vienen de China, EE. UU. e India, y hay jefes locales que después negocian con los extranjeros. En el circuito también están involucrados los políticos, que reciben una parte de las ganancias o tienen su pequeña explotación. La mayoría del oro se va del país –dice Andy.

–¿Qué piensas de este circuito que describes y que refleja que la mayoría del oro sale del país?

–Podría decir que son ladrones, pero no lo hago porque ellos tienen el poder.

Andy y Solja tienen una vieja amistad. Cuando el primero llegó a supervisor, ofreció al segundo entrar en el negocio.

–Era el dinero que necesitaba cuando mi hija era una niña, pero tres años en minas a cielo abierto y subterráneas fueron suficientes. Ahora quiero tener trabajos menos arriesgados, aunque gane menos.

Solja remata sus palabras con algo de nostalgia.

–Era buen dinero.

En la actualidad gana un 60 % menos.

Desde enero de 2024 el salario mínimo en Ghana es de 18,15 cedis diarios (1,2 euros). Un minero ilegal gana unos 150 (9,9 euros).

–Si no trabajamos en las minas tenemos que hacerlo, por ejemplo, en la construcción, como ahora. Pero con los otros oficios es imposible ahorrar.

Solja se niega a que sus familiares se involucren en el galamsey. Confirma que hay mujeres que trabajan en las minas y que él no quiere eso para su hija. Andy tampoco lo desea para su familia, pero ha fracasado. Hace cuatro meses que su hermano se accidentó en la mina y no puede caminar desde entonces.

Ni Andy ni Solja conocen con exactitud el diagnóstico de sus problemas respiratorios. Son concretos cuando hablan de las enfermedades ajenas: Enrick sufrió neumonía, Stephan tiene asma, Thomas padeció tuberculosis. Pero cuando les toca hablar de sí mismos se vuelven más difusos: tos constante.

–Cuando alguien que trabaja en la mina tiene un accidente o padece una enfermedad no va al hospital, porque los médicos se dan cuenta que trabaja en las minas ilegales y llaman a la policía, que solo detiene a los mineros y prende fuego las minas. Nadie quiere asumir ese riesgo –reconoce Andy.

Un galamseyer busca oro con un detector de metales. Fotografía: Cristina Aldehuela/Getty



Las cifras

Hay una parte del mundo donde todo se calcula. En ese universo, Ghana es el máximo productor de oro de África y uno de los 15 primeros del mundo, con 90 toneladas en uno de los últimos ejercicios. En 2022, el 39 % de sus ingresos por exportaciones provinieron de este metal.

Pero hay otra vertiente: la desregulada e informal.

Apega tiene más de 50 años y una máquina detectora de metales. Está sentado y alrededor de él hay palas tiradas en todas direcciones, baldes con agua estancada y un pedazo de tierra rocosa recién extraída: «Hay un 70 % de oro ahí adentro». Es imposible computar cuánto oro hay en Ghana.

Esta industria, tanto legal como ilegal, tiene múltiples canales. El más caudaloso es el que comienza en la mina, continúa en las refinerías y concluye en los puertos de exportación. Pero existen los micronegocios:

Apega cuenta con una refinería en su hogar: dos sierras para triturar rocas, embudos para dividir lo inservible de lo valioso, barriles y palanganas para mezclar con mercurio y batir, y una especie de soplete para quemar y darle el color final. Es llamativo ver cómo puede florecer algo tan valioso de máquinas tan rudimentarias.

Pero no todas las refinerías son caseras, también están las que cuentan con maquinaría más innovadora. Además hay comercios que pesan y tasan el oro y otros que lo venden.

En mitad de la caminata, y más cerca de las minas, Solja me explica:

–Hay dos tipos de oro, el que está diluido en la tierra y en la arena, y el que está incrustado en las rocas. El tratamiento es parecido. La primera parte es igual: usar excavadoras o picar y cavar. El oro diluido se mezcla con agua. Luego se deposita en una palangana y se bate. Después desparraman el líquido en una especie de alfombra con orificios, que sirve para filtrar las partículas diminutas que, a la postre, es lo valioso. Este proceso se repite otra vez. Después colocan la alfombra en una especie de canaleta con agua que desemboca en un bebedero y todo lo que hay en ella cae dentro. En el fondo queda una especie de pasta arenosa que se vuelve a filtrar. La arenilla que queda se mezcla a mano con mercurio. Al final quedan unos elementos sólidos: eso es oro, aunque le falta el toque final: al ser quemado adquiere el color dorado.

El ciclo dura más de cinco horas.

Trabajos artesanales para la extracción de oro junto a un río en Kibi. Fotografía: Cristina Aldehuela/Getty


Las excavaciones

Para acercarse a las minas ilegales de Asane hay que ir por un camino de tierra y piedras que con la lluvia se transforma en un barrizal intransitable. A través de él uno se introduce en la selva húmeda guineana.

Tres hombres pican roca en la parte superior. Dentro, en lo más profundo, otros dos separan la arenilla con sus propias manos. Se encorvan, examinan y continúan. Desde la superficie, otro utiliza una manguera de bomberos para diluir la tierra. Ninguno tiene más de 30 años y en una semana han abierto un orificio de tres metros de profundidad y un diámetro indescifrable.

¿Dónde está el dueño?

–El jefe no aparece, en esta mina son solo los seis y yo, que los superviso. Es zona de minas ilegales y los únicos expuestos somos nosotros.

Andy niega con la cabeza. Su labio inferior cubre al superior:

–Es imposible hablar con él. Esta es de un ghanés que negocia con un extranjero, es lo único que te puedo decir.

En esta explotación no hay maquinaria, salvo la manguera. Antes vimos dos en las que trabajaban con excavadoras.

–Son chinas y estadounidenses –nos dijo Solja.

Michael, 22 años.

Emmanuel, 27.

David, 24.

Kofi, 29.

Francis, 20.

James, 21.

Sus caras están cubiertas de lodo y, probablemente, de agentes químicos. Sus guantes están gastados y sus cuerpos empapados por la lluvia que no claudica. A pesar de eso, se multiplican para continuar con las perforaciones.

Saludan a Andy y a Solja. A mí. Un respiro y siguen.

–En un día pueden sacar una onza –desvela Solja.

–¿Puedo hablar con ellos?

–No, tienen que seguir trabajando –interrumpe Andy.

Cambio de tema

–¿Y las minas subterráneas?

–Con la lluvia están cerradas porque es la muerte casi segura.

Andy detalla que con el agua los riesgos de derrumbe son mayores y que, además, entra agua a las minas.
–Algunos túneles son diminutos y pueden ahogarse.

El riesgo de morir es evidente, tanto en las minas abiertas como en las subterráneas. Muertes por derrumbes o explosiones. Muertes a largo plazo por el polvo, el humo o el mercurio.

Están, también, las víctimas colaterales.

Ghana es el segundo productor de cacao del mundo. En 2021, produjo un millón de toneladas, pero en 2024 pueden haber caído a cerca de la mitad. Una de las razones es el cambio climático. Otra, el galamsey. El 90 % de los agricultores que cultivan cacao –casi el 10 % de la población– no cuentan con un salario para satisfacer sus necesidades básicas. Por eso alquilan sus tierras a empresarios extranjeros que buscan oro. Después de las perforaciones, la superficie se vuelve inservible.

Otra de las actividades económicas afectada por la minería ilegal es la pesca. Este colectivo, otro 10 % de la población, tienen que lidiar con la sobreexplotación china y con los ríos contaminados por los sedimentos que escupen las minas.
Cuando emprendemos la vuelta, hablo con Solja de fútbol, pero él para la charla y me pide que acerque el oído.

–Andy me ofreció volver a las minas.

–¿Y qué le dijiste?

–Que no. Quiero juntar dinero, pero no morir en el intento.

Y tose.

Las palabras se agotan y se escucha el ruido del viejo motor del autobús. Hago memoria para enumerar los resultados de mi última búsqueda en Internet: «Problemas de salud que genera la minería».

Recuerdo algunos. Por la exposición al mercurio: daño cerebral permanente, debilitamiento del sistema inmune, insuficiencias renales y enfermedades cardiovasculares. Por el humo o el polvo: asma, neumonía, tuberculosis y silicosis.

–¿Vas a ir al médico?

–No, ahora solo quiero ver a mi hija.

Imagen de la manifestación que convocó la Iglesia católica ghanesa el pasado 11 de octubre contra el impacto ambiental del galamsey. Fotografía: Ernest Nkomah/Getty





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