Publicado por Sebastián Ruiz-Cabrera en |
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A veces, solo falta una rendija por la que se cuele la luz. La esperanza de un mundo mejor. Esto tuvo lugar en la década de los sesenta y setenta en el continente africano donde los nuevos dirigentes derribaron el tabique colonial de una patada para alcanzar el sueño dorado de la libertad. Pero algunos de los que continuaron con la estela iniciada en los ochenta han acabado consumidos en el cargo y aceptando las reglas de un sistema financiero que aprieta los huesos a una gran mayoría de la población. Políticos al borde de una sobredosis de apego al poder.
Durante la lucha por las independencias africanas, la aspiración a la autodeterminación se asoció con un futuro mejor para los antiguos colonizados. Más tarde llegaría el tiempo del puño en alto, de llorar mirando las nuevas banderas, de soñar o reconocerse como camaradas en los días de celebración en las calles y de brindar; festejar hasta el día siguiente con vino de palma bien fermentado. Sin embargo, esta transformación social se limitó principalmente al control político bajo el cual la nueva élite obtuvo acceso a los recursos a través del Estado. Tal transición no eliminó –al menos en términos generales, aunque hubo intentos– las discrepancias estructurales de la era colonial.
Después de la liberación, estos procesos elevaron los movimientos anticoloniales a gobiernos que implementaron un firme control social. El Estado llegó a ser entendido como el producto de los nuevos gobernantes. Una especie de sociedad limitada (S.L.). Se privilegió a unos pocos mientras que la gran mayoría permaneció marginada. Lo que surgió fue una nueva ideología compensatoria que sugería que la nueva injusticia era puramente el resultado del pasado colonial. Mientras tanto, el lema nostálgico «A luta continua» (la lucha continúa) derivó –léase degeneró– en «el saqueo continúa».
Este rapto del estado encarnada todavía en algunos dirigentes del continente ha surgido como un fenómeno que ha arraigado en el imaginario político de muchos países africanos. Palacios que se han colmado de inercias, retóricas que huelen a rancio y que se ahuecan frente a los desafíos actuales por los que atraviesan las sociedades africanas: enormes masas de población juvenil desempleada; efectos del cambio climático; crecimiento de las urbes; o infraestructuras necesarias para el aumento de la población. Ya no solo sirven las narrativas heroicas de los evangelios de liberación que nacieron en procesos históricos de los que se esperaba que lograran la emancipación política y económica. Hacen falta cambios. Acción desde la calle. Nuevas dinámicas como las que se aprecian en algunos países analizados en la segunda parte de este dosier.
Sin embargo, para los Obiang, Biya, Sassou-Nguesso, Museveni o El-Beshir, su autoridad continúa anclada en la narrativa de la lucha. Dieron la cara, rajaron sus camisas abotonadas color verde botella y prestaron sus ideales para la construcción de la nación. Por este motivo, el síndrome de los hombres grandes es parte del populismo durante sus campañas electorales: arengan a la población a que siga confiando en ellos. Afirman que no solo se han sacrificado como luchadores de la patria, sino que ahora trabajan por un futuro mejor para las masas. Rinden homenaje a sus compañeros y homólogos políticos que llevan más de dos y tres décadas al frente de sus países. Se aplauden a sí mismos. Ostentan legitimidad política y pareciera que divina. Y brindan también con vino de palma bien fermentado.
En Uganda, Yoweri Museveni, que lleva desde 1986 al frente de un país que Churchill bautizara como «la perla de África», aplaude a Idris Déby, el presidente de Chad. A sus 65 primaveras, Déby lleva 28 años en el poder y mantiene alzada la bandera de ser el que liberara a la nación de la cruel dictadura de Hissène Habrè. Un aval que con disciplina estratégica y mano dura ha sabido manejar en una nación que hace frontera, entre otros países, con las inestables República Centroafricana o Libia, pero también, con el volátil norte de Camerún y Nigeria. En 2016 fue reelegido para un quinto mandato.
Déby, que representa una pieza fundamental para los intereses franceses en la región, se pierde en elogios hacia el congoleño Denis Sassou-Nguesso, el presidente de República de Congo, quien gobierna desde hace 34. A sus 73 años, -Sassou-Nguesso avanza con proyectos que podrían situar al país como el tercer mayor productor de petróleo en el África al sur del Sahara. Una fuente de ingresos solo para una minoría que vive alejada de la realidad social de los más de 4,5 millones de personas que se enfrentan a altas tasas de desempleo y a un elevado porcentaje de migrantes que se ven forzados al exilio en busca de mejores condiciones de vida.
Y en el cono sur, y con poca cancha mediática desde los medios, continua activo en su territorio Mswati III, el rey de Suazilandia, que durante este mes cumplirá medio siglo de vida. Lleva en el trono desde los 18 años y ostenta el título de ser el último monarca absoluto de África. Un país con menos de un millón y medio de habitantes y una tasa de infectados con el VIH del 27,4 por ciento.
Cada país representa una realidad histórica, política y económica diferente de manera que las explicaciones de la querencia al poder pueden ser múltiples. A continuación se ofrecen algunas de las posibles claves para entender las dinámicas de estos longevos mandatarios.
La variable del golpe constitucional
Algunos dirigentes están tratando de asegurar su permanencia en la presidencia vía «golpes de Estado constitucionales» proponiendo enmiendas para su aprobación a través del poder legislativo o del poder judicial, o en referendos nacionales que les permitan prórrogas adicionales en el cargo.
El presidente de Namibia, Sam Nujoma, lo hizo en 1998, seguido por Eyadema Gnassingbe, presidente de Togo, en 2002. Un año después, el Parlamento gabonés votó para eliminar los límites de mandato de su Constitución, permitiendo que el presidente Omar Bongo se postulara para un sexto mandato. En 2009 y tras la muerte de Omar, es su hijo Alí Ben Bongo el que mantiene intactos los intereses de esta saga familiar. Esta práctica adquirió intensidad después de 2000, cuando muchos líderes poscoloniales se acercaban a los límites de su mandato constitucional. Desde entonces, al menos diecisiete jefes de Estado han tratado de mantenerse en el poder modificando las constituciones de sus países.
La variable de una débil oposición política
Aunque varios países se promocionan como estados multipartidistas, algunos como Camerún o Ruanda, siguen siendo, de facto, países con un sistema de partido único. El mandatario ruandés Paul Kagamé, que preside el país de las mil colinas desde 2000, volvió a obtener la aprobación de la población para continuar al frente de la nación durante un plazo de otros siete años el pasado agosto (ver MUNDO NEGRO nº630, pp. 8-9); la comisión electoral informó que Kagamé había obtenido el 98,6 por ciento de los votos. Un fenómeno que Adrienne LeBas, profesora de la American University, explica de la siguiente forma: «Los ejecutivos pueden actuar con impunidad porque no existe una oposición fuerte y organizada para desafiar a los titulares afianzados y empujarlos hacia una verdadera apertura política». Sin embargo, es también cierto que la apatía electoral por la que atraviesa Occidente en cada proceso electoral no se puede equiparar al continente africano donde en ocasiones las personas aguardan colas de varias horas para depositar su papeleta.
Los dirigentes más longevos africanos como Obiang, Biya, Museveni o El-Beshir continúan anclados en la narrativa de la lucha
La variable del seguro de vida
Existiría una creencia por parte de estos longevos líderes de que después de su paso por la presidencia no tendrían resuelto su futuro. «Muy pocos países africanos –de hecho, casi ninguno– tienen algún tipo de plan de pensiones o seguridad para los expresidentes o jefes de Estado. Así que, salir del poder, significa quedarse sin dinero», explicó a la revista Newsweek Anneke Van Woudenberg, entonces directora adjunta de la ONG Human Rights Watch para África. Y algo importante para entender su apego al poder: perderían la inmunidad política después de tantos años de prebendas.
La variable regional
La Unión Africana (UA) ha evitado algunos golpes militares al amenazar a los países con suspender su membresía, con sanciones o con la propia intervención militar. Sin embargo, ha sido criticada por no tomar medidas similares contra los intentos de extender los términos presidenciales. El bloque de África Occidental (ECOWAS), también se ha activado en algunos casos. Una ofensiva militar de las tropas de ECOWAS obligó en enero de 2017 a Yayah Jammeh a renunciar y abandonar Gambia, el país que había dirigido de forma autoritaria durante 22 años. De hecho, el pasado mes de marzo se conocía la noticia de que una comisión judicial investigará los crímenes cometidos bajo el régimen de Jammeh, actualmente refugiado en Guinea Ecuatorial.
Desde el año 2000, al menos 17 jefes de Estado han tratado de mantenerse en el poder modificando las Cartas Magnas de sus países
La variable internacional
Las Naciones Unidas y la Unión Europea han impuesto sanciones a varios países africanos, incluidos Burundi, República Democrática de Congo y Zimbabue, en respuesta a la obstaculización de las transiciones políticas o elecciones justas.
Con 38 años en el poder de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang Nguema detenta el récord absoluto de longevidad política de jefes de Estado en el cargo, sin contar las monarquías. Obiang, de 75 años, se enfrenta a una batalla silenciosa en su familia y en el seno del propio Partido Democrático de Guinea Ecuatorial (PDGE) que lidera desde el golpe de Estado que perpetrara contra su tío en 1979 se debate entre ceder el trono a alguien de su cuerda en el PDGE o transitar hacia una lógica hereditaria y peligrosa que situaría a su hijo Teodoring Obiang
—acusado de corrupción por un tribunal francés— al frente de este país tropical. Parecen las dos únicas alternativas políticas. Y mientras, en la escena internacional, Guinea Ecuatorial hace de funambulista entre los negocios relacionados con el petróleo, la opacidad de información en uno de los países con una renta per cápita más elevada de África —pero con unos índices de desigualdad que abren precipicios sociales—, o la denuncia sobre violaciones de derechos humanos que se han visto acentuadas tras la reciente excarcelación del dibujante Ramón Esono, acusado con pruebas falsas de blanqueo de dinero y que le mantuvo cinco meses en prisión.
Paul Biya y sus aliados controlan la escena política de Camerún con un agarre de hierro. Observan a su alrededor con inquietud a medida que aumentan las presiones sobre otros presidentes regionales fosilizados en los tronos. A menos que haya un movimiento sísmico, es probable que Biya, de 85 años, gane otro mandato en las elecciones programadas para octubre. Sin embargo, el aumento de la agitación en las regiones anglófonas y la amenaza de Boko Haram en el norte del país, agregan un nuevo nivel de incertidumbre a la campaña electoral. Camerún es un país geoestratégicamente clave con el puerto de Duala como dinamizador económico de una región de por sí volátil. Un Estado bisagra entre la región de África Occidental y Central.
Yoweri Museveni a sus 73 años se ha convertido en una figura cada vez más controvertida políticamente: combinó la eliminación de los límites de mandato con la introducción de políticas multipartidistas para aprobar una enmienda constitucional en 2005; y su partido, el National Resistance Movement (NRM), eliminó el límite de edad presidencial en 2017. Caracterizado en los últimos tiempos por sus salidas de tono en torno a la homosexualidad, a la injerencia extranjera o al papel de la mujer, subrayaba a mediados de marzo que «el problema de la pobreza de África y especialmente de Uganda, es causada por la pereza y las ganas de dormir».
Joseph Kabila, en el poder tras sustituir a su padre asesinado en 2001, parece reproducir los viejos patrones que hicieran famoso al dictador Mobutu Sese Seko durante las tres décadas que estuvo al frente del país. Pobreza y malestar social sumados a la guerra que se mantiene en la región de Kivu, en el este del país, considerada el conflicto más mortífero del mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Y mientras llegan las aplazadas elecciones desde diciembre de 2016, Kabila se encuentra cada vez más acorralado por los organismos internacionales que velan por los derechos humanos. En la oposición, resuena el nombre de Moïse Katumbi, un empresario popular con una imagen impoluta y propietario de minas en la región de Katanga. Katumbi podría ser el cambio de imagen deseado por las multinacionales que pujan en el país por uno de los minerales estrella desde 2016 y que han multiplicado por cuatro su producción: el cobalto. ¿El motivo? La demanda de las baterías eléctricas para los vehículos.
Omar El-Beshir llegó al poder en 1989 después de que un golpe militar derrocara a Sadiq al-Mahdi, el primer ministro del país democráticamente elegido. Desde entonces, ha permanecido en el cargo a pesar de las denuncias de observadores internacionales y nacionales de irregularidades y fraude electoral generalizados. Presidió una guerra civil durante décadas que terminaría con la independencia del sur en 2011 convertido en el nuevo estado de Sudán del Sur. El-Beshir fue acusado por el Tribunal Penal Internacional (TPI) en 2009 por cargos de crímenes de guerra y de lesa humanidad por participar en ataques contra grupos civiles en la región de Darfur. En 2015 fue reelegido presidente por cuarta vez.
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