Estereotipos

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El cielo es de un azul brillante. A pesar de la hora temprana el sol despliega toda su intensidad y se inmoviliza el paisaje. El polvo rojizo cubre los bordes del camino. El aire acondicionado del vehículo permite que las ventanillas estén cerradas, así aquel y el calor se mantienen fuera. La vegetación, seca y amarillenta, es cada vez más escasa. Motos, cargadas hasta el infinito de pasajeros o mercancías, se cruzan o adelantan al coche. Algunos niños que cuidan de rebaños de vacas siguen con sus miradas el avance de los intrusos.

Por fin los visitantes llegan a su destino, una aldea con casas de adobe y tejados de paja abrasados por el sol. Descienden. Unas cuantas mujeres acuden a saludar. Otras observan desde la distancia mientras prosiguen con sus quehaceres cotidianos. Un grupo de niños cesa en sus carreras tras lo que se supone es un balón hecho de trapos viejos y cuerdas y se avecina con curiosidad para observar más de cerca la escena.

Los visitantes son conducidos hasta el jefe de la aldea. Intercambian saludos y explican su misión. Con su bendición la recorren. Junto a una de las casas, donde las mujeres han detenido su ajetreo para charlar con los extraños, un niño abre un saco. De él extrae lo que parece unos palos en cuyos extremos cuelga una especie de pequeño melón recubierto de una pelusa verdosa tirando a marrón. Le ofrece uno a cada huésped.

«¿Qué es esto?», pregunta uno de ellos. «El fruto del baobab», le contesta otro con un poco de condescendencia. «¿Es que nunca antes lo habías visto?», insiste. «No, es la primera vez que veo esta fruta. Ni siquiera sé cómo es un baobab, solo los he visto en fotos». «¿Pero cómo es posible, si eres africano?»

El interpelado se queda en silencio mirando a su interlocutor. Se crea un silencio tenso. «¿Crees que por ser africano tengo que conocer todo lo que hay en África?» le insta. «Yo nací y vivo en una gran ciudad cerca del mar en la que no hay elefantes ni cocodrilos, salvo en el zoo, por ejemplo. Donde la gente no vive en chozas de barro. Donde hay calles abarrotadas de coches y peatones. Donde no hay baobabs. Para mí ese árbol me recuerda a El Principito, nada más. No olvides que África es inmensa y diversa».

El primero se queda con la sonrisa congelada, cae en la cuenta de que su inocente pregunta estaba preñada de infinidad de estereotipos sobre África.

El otro quiere rebajar la tensión creada y le pide al niño que le lleve a ver un baobab. El chaval obedece. A pocos metros de su casa hay uno grande del que todavía penden algunos frutos. El urbanita contempla el fabuloso árbol por primera vez. Admira su majestuosidad. Se hace fotos ante él. Las comparte en sus redes sociales. Está contento.

Finalmente, los visitantes se suben al vehículo y dejan atrás la aldea envueltos en una nube de polvo rojo.




Fotografía: Rod Waddington




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