Gabriel y tres más

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Un escritor y periodista, Trevor Noah; el ganador del Goncourt, Gaël Faye, y dos reputados escritores en francés y portugués, Alain Mabanckou e Isabela Figueiredo, han convertido a la infancia en protagonista de sus novelas. Aunque lo parezca, no es una cuestión de niños. 


Isabela Figueiredo se cuenta a sí misma, hija de una familia de colonos portugueses en Mozambique, en Cuaderno de memorias coloniales. «No era adulta. No tenía ganas de serlo. Observaba el mundo en el que vivía, escuchaba las palabras, con hambre de comprender y entender. Lo observaba para aprender la mecánica de las personas». 

Hijos de la ficción o de la realidad, los niños que aparecen en la literatura africana explican también cómo viven y sueñan, se duelen y disfrutan, los pueblos que habitan el continente. La mirada de los más pequeños se detiene en lo cotidiano del día a día, pero también en acontecimientos que marcan el devenir de la historia, como el final del apartheid. Trevor Noah tenía casi seis años cuando Mandela salió de la cárcel. En Prohibido nacer, aquel niño se dejó llevar por la corriente de la euforia colectiva: «Recuerdo que lo vi por televisión y que todo el mundo estaba feliz. Yo no sabía por qué estábamos tan contentos; solo sabía que lo estábamos. Era consciente de que había una cosa llamada apartheid que se había terminado y que eso era muy importante, pero no entendía los entresijos del asunto». Para el sudafricano, aquello de lo que tanto hablaban los mayores era tan solo una cuestión de opciones: «Durante el apartheid, si eras un hombre negro trabajabas en una granja, una fábrica o una mina. Si eras una mujer negra, trabajabas en una fábrica o en el servicio doméstico».

Hijo de padre blanco y madre negra, Noah era un fruto prohibido en base a la ley de inmoralidad, firmada en 1927, que prohibía las relaciones entre europeos y nativos en Sudáfrica. También hijo de un matrimonio mixto es un niño burundés de 10 años, Gabriel. El protagonista de Pequeño país, la novela iniciática de Gaël Faye, no entiende demasiado bien la inquina entre hutus y tutsis en su país y en la vecina Ruanda. Por eso decide preguntar a su padre: 

«–¿La guerra entre los tutsis y los hutus es porque no tienen el mismo territorio?

»–No, no es eso, están en el mismo país.

»–Entonces… ¿no hablan la misma lengua?

»–No, la lengua que hablan es la misma.

»–Entonces, ¿es porque no tienen el mismo dios?

»–Sí, sí tienen el mismo dios.

»–Entonces… ¿por qué están en guerra?

«–Porque no tienen la misma -nariz.

»La conversación se detuvo ahí. De veras que aquel asunto era muy extraño. Creo que papá tampoco lo entendía muy bien».

Las cigüeñas son inmortales, del congoleño Alain Mabanckou, está ambientada casi 20 años antes, en marzo de 1977, cuando todo en la República del Congo giraba en torno al magnicidio de Marien -Ngouabi. A través de Michel, un niño despistado, olvidadizo e inocente de 13 años, nos cuenta qué pasa en -Pointe-Noire, donde vive, pero también en otros rincones del continente gracias a una radio Grundig que su padre escucha debajo de un baobab que tienen en el patio de casa. Ahí, a través de la emisora La Voz de la Revolución Congoleña, también se entera de lo que ocurre en Biafra o de la influencia de las antiguas metrópolis. Y Michel habla, cómo no, de Francia y del Mago Blanco, un personaje sin nombre que, sin embargo, señala a Jacques Foccard, uno de los hombres fuertes y oscuros de la política africana del general De Gaulle: «La mayoría de presidentes negros debe hablar con “el mago blanco” para que Francia esté contenta. Este señor decide quién será el presidente de la República de tal o cual país que Francia colonizó».

En la otra punta del continente, los portugueses comenzaban a abandonar Mozambique. Figueiredo era solo una niña que, como el Gabriel de Faye, no entendía demasiado el porqué de aquello. Sin embargo, a través de su vida se entiende el supremacismo blanco en Mozambique. Para ello, la autora y protagonista del Cuaderno nos lleva al patio del colegio y a una ofensa de origen desconocido: «Fue premeditado. Lo tenía pensado de antes, si ella volvía a irritarme, le pegaba. Podía golpearla perfecta e impunemente. Era mulata. […] Le dije, te lo has ganado, y después me alejé hacia el fondo del patio, completamente consciente de la infamia que había cometido, ese ejercicio de poder que no comprendía, y con el que no estaba de acuerdo. No por la bofetada en sí, sino porque se la había dado a Marília. Marília era una presa fácil».

Isabel, Trevor, Michel y Gabriel. Cosas de niños. O no tanto.



Fotografía: Getty

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