Gandos, baribas, peúles y un madrileño

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P. Rafael Quirós Gracián, misionero en Benín


Rafael Quirós Gracián (Madrid, 1968) es el único misionero en la parroquia Mari Besen Gbere, en la diócesis de N’Dalí, al noreste de Benín, una zona rural con tan solo un 2 % de católicos. A su paso por Madrid, MUNDO NEGRO conversa con él sobre su trabajo y los retos que afronta junto a las comunidades campesinas de su zona.



En el despacho de Rafael Quirós, además de un crucifijo hay una bandera del Estudiantes. «Soy un demente. En el 92 fui a la mítica Final Four de Estambul para verles. Soy un pirado del baloncesto. Todos lo somos en casa. Jugaba como aficionado, pero era muy malo». Octavo de 11 hermanos, se describe como un joven «normal» al que le encantaba salir de fiesta por Guadalajara, donde sus padres tienen una casa de vacaciones. Aunque crecieron en el acomodado barrio madrileño de Salamanca, sus padres, «gente de parroquia», les transmitieron una fuerte sensibilidad social. Recuerda cómo compraron un Land Rover para que cupieran todos, y con él se vaciaban trasteros y llevaban enseres al Hogar Jesús Caminante, en Colmenar Viejo, una institución que acoge a personas en situación de calle. «Nos educaron para ser solidarios. Eso nos hizo no ser pijos tontos», afirma. «También nos enseñaron a rezar». 

Estas experiencias familiares y su trabajo como voluntario en otros proyectos sociales le llevaron, con 30 años, a dar un giro radical a su vida. Dejó su trabajo como informático en una gran empresa, cortó una relación de más de seis años con su novia y pensó que el sacerdocio como misionero podría ser la opción que le haría más feliz. 

De sus 20 años como sacerdote –los primeros en la diócesis de Barbastro-Monzón–, los últimos 14 los ha pasado en Benín. «Al principio pensaba más en lugares como la República Centroafricana, Ruanda o la Amazonía brasileña», comenta, pero su obispo de entonces, Mons. Juan José Omella, le habló de una misión diocesana en ese país de África occidental, y allí llegó. Desde hace cuatro años, Quirós está solo en la parroquia Mari Besen Gbere (Nuestra Señora del Pilar, en lengua bariba), situada en la diócesis de N´Dalí, al noreste del país. La región es una sabana arbórea con pequeños pueblos conectados por caminos de tierra. Sus habitantes viven de la agricultura y crían animales que solo venden en caso de una necesidad urgente, como una visita al médico. «Comen poca carne, quizá algún pollo si es día de fiesta. Son gente muy sencilla, muy conectada a la naturaleza, que se alegran y disfrutan fácilmente, pero en ocasiones también se cabrean y se vuelven violentos». 

Quirós vive en Bouanri, donde hay unas 4 000 personas, aunque su labor pastoral abarca más aldeas. La zona está habitada principalmente por dos etnias: los baribas y los peúles. Hay un tercer grupo, los gandos, cuyo origen está ligado a una cruel tradición: «Los baribas tienen una antigua costumbre por la cual, si un bebé nace de nalgas, con alguna malformación o le crecen los dientes de manera inusual, creen que es un niño brujo y lo matan para evitar a los malos espíritus o lo entregan a alguien que lo acoge y lo aleja de la familia». Los peúles, nómadas y pastores, solían acoger a estos niños como esclavos a su servicio. Cuando llegaban a la edad adulta, eran liberados y formaban sus comunidades. «Los gandos proceden de la etnia bariba, hablan peul y son menospreciados por todos. Vivo con gente que sufre abusos constantemente. No han estudiado, no saben las leyes y todo el mundo abusa de ellos», lamenta.

 

El P. Quirós durante la procesión del Corpus Christi con una comunidad de la parroquia Mari Besen Gbere. Fotografía: Archivo personal del P. Quirós



En la región sorprende la abundancia de antenas de telefonía móvil, aunque faltan médicos, carreteras asfaltadas, agua potable, electricidad y, según señala el madrileño, «los directores de colegio no han terminado la secundaria». La situación es precaria, agravada por la escasez de lluvias.  «La gente se pasa el día mirando al cielo, esperando a que llueva. Este año apenas ha llovido y a final de año pasarán hambre. Dependen de la cosecha para comer una vez al día o cada dos días. Si alguien muere en la familia, se gastan los últimos sacos de maíz en las ceremonias del difunto y se quedan sin nada que comer». 

En este contexto, la labor de Quirós se centra en evangelizar y devolver la dignidad a las personas, especialmente a los gandos. «Les digo que no se acomplejen, que Dios los ama tanto como a los baribas o a los españoles», afirma. Para el misionero, la principal necesidad de sus vecinos es la educación y es crítico con las acciones paternalistas centradas en la construcción de infraestructuras. «Cuántas cosas hemos construido, cuántas escuelas y hospitales que ahora están abandonados». Quirós apuesta por formar a la gente para que puedan defenderse ante las injusticias y los abusos, que pueden venir tanto de la policía como de un director de colegio sobre una alumna. «Cuando se produce un abuso sexual o una violación, tanto las chicas como los padres tienen miedo de denunciar porque se sienten analfabetos. Esas injusticias siguen ocurriendo». 

La mayoría de los gandos son musulmanes, al igual que los peúles, lo que convierte la zona en un área de primera evangelización. «Son los propios cristianos quienes van a evangelizar a los demás pueblos, y la gente les pregunta: “Pero vosotros, ¿por qué seguís a ese Dios?”. Y ellos les cuentan. A la gente le sorprende que los cristianos ayudemos a todo el mundo. Si construimos un pozo, pueden beber todos. Si un vecino musulmán necesita ayuda para pagarse el médico, el grupo de Cáritas de la comunidad se organiza y le ayuda». 

Un grupo de mujeres lavan ropa en un río de Wararu, en la zona en la que trabaja el misionero madrileño. Fotografía: archivo personal del P. Quirós


Para él, la clave del trabajo misionero hoy en día es «anunciar que Dios nos quiere a todos», subraya. «Sin imponer nada, pero si creo que el mensaje de Jesucristo es universal y puede hacerte feliz, ¿por qué no voy a ofrecértelo?». Aun así, reconoce que a veces se han cometido errores, transmitiendo un mensaje demasiado influido por la cultura europea. «El gran esfuerzo es ofrecer el Evangelio sin querer transformar su cultura», explica. «Es verdad que en su cultura hay cosas que son una salvajada, como matar a los niños brujos o los matrimonios forzosos. Les digo que desde el Evangelio, no desde mi cultura europea, eso no está bien. Pero también tienen valores que ya nos gustaría tener: la importancia del saludo, de cuidar las relaciones y la familia, o de ayudarse unos a otros». 

Quirós es el único europeo de la zona y no vive en comunidad. «A veces me siento como pez fuera del agua, pero nos parecemos en lo intrínseco del ser humano: todos queremos vivir felices, cómodos, huir del sufrimiento». A pesar del choque cultural, hace tiempo que decidió «no querer comprenderlos, sino amarlos», y no lleva mal la soledad. «Tengo un perro, tan loco como yo. Y hay personas, profesores que vienen del sur o directores de escuela, con quienes puedo compartir más y con los que he hecho amistad». También visita una vez al mes a unas monjas españolas que viven cerca de la frontera con Nigeria y, gracias a WhatsApp, habla con su madre por videollamada cada semana. Sin embargo, admite que lo más difícil es afrontar solo las situaciones duras en la misión, como la enfermedad grave de un vecino, la muerte de un niño por falta de recursos o la violación de una alumna por su profesor. «Se te revuelve el estómago, lo denuncias y lo soportas con fe y oración, confiando en que el mal no tendrá la última palabra». 

A pesar de estos momentos, Quirós está encantado con su día a día. Su jornada comienza a las 5:30 de la mañana, con misa y visitas a las aldeas en moto. Celebra, pasa tiempo con la gente y vuelve al mediodía para comer, echarse la siesta y atender a la gente. También trabaja en traducciones para libros de oraciones en peul o en bariba, celebra misa por la tarde o se reúne con los jóvenes, las familias o los catequistas. Cuando puede, hace ejercicio, que para él es una segunda religión. «Tuve una angina de pecho y me pusieron un stent en el año del covid. Me pidieron que me mantuviera en forma, y he bajado 30 kilos», comenta. Protege su salud con una dieta sana que prepara él mismo.  «Me cuido. Mucha ensalada, mucha legumbre», asegura. «¿Mi especialidad? No me quedan mal las paellas de pescado y de marisco, ni la fideuá». Aunque lleva una vida austera, considera importante mantener ciertas comodidades para desempeñar su trabajo. «Con el calor, el polvo, el choque cultural, el esfuerzo lingüístico, coger la moto y estar a punto de caerte tres veces… uno acaba reventado y piensa que no ha hecho nada. Pero sí que haces», dice. «Uno va cumpliendo años y nota los achaques. No es lo mismo cuando llegué con 42 que ahora con 56». 

Si piensa en algún momento significativo de sus años en Benín, se remonta al primer gesto que le conmovió. «Lo primero que hicieron cuando llegué fue preguntarme por mi familia y pedirme que les diera las gracias porque habían renunciado a estar conmigo para que yo pudiera estar con ellos». Y en cuanto al futuro: «¿Dónde me veo dentro de diez años? En Barbastro-Monzón. Aunque amo mi vida en Benín, África desgasta, y hay que saber retirarse cuando no puedes ayudar. Estaré en España, con una iglesia mucho más pequeña, con parroquias más familiares que las de ahora». 

A pocos días de volver a Bouanri, el madrileño confiesa a MN uno de los rituales que más disfruta. «Cuando regreso a Benín, mis maletas no van con biblias y rosarios, sino con chorizos y quesos. Y allí, los domingos, cuando regreso cansado a la misión, me abro un blíster de jamón o de lomo y una latita de mejillones y me pego el banquete. Y luego, una siesta gloriosa, hasta que a las tres de la tarde me despiertan los niños cantando y bailando porque llegan a su reunión».   


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