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Por Javier Fariñas Martín
Los minutos de la basura los llaman en algunas competiciones deportivas, el tiempo en el que la teoría marca que no ha de pasar nada. Tiempo vacío, hasta que llega, de cuando en vez, un minuto 93. Andábamos en ese espacio imaginario –que en realidad tuvo lugar en el turno de preguntas tras una mesa redonda en Comunicambio’16– cuando Pablo Zareceansky comenzó a mezclar conceptos en apariencia antagónicos. Intentó hacer una mixtura a base de agua y aceite de oliva. “El hambre es lo menos sexi que hay para vender una historia”. Nunca lo hubiera dicho así. No creo que hubiera sido capaz de un maridaje a priori tan estrafalario. Hambre y sexi. Divorcio seguro, según mi imaginario. El hambre no es sexi. Y además, es imposible que lo sea. El imaginario colectivo ilustra el hambre con un niño, probablemente africano, de vientre hinchado junto a una madre que intenta alimentarle con un pecho repleto de cariño y exhausto de leche. La foto del hambre nunca incluye al FMI, ni a cualquier corredor de la Bolsa de Chicago, donde se especula con el pan nuestro de cada día. Por eso creo que no me atrevería a anteponer o posponer lo sexi al hambre. Pero sí entiendo –y comparto con Pablo– que debemos trabajar para saber “cómo desarticular y cambiar el imaginario colectivo y hacer eso –o sea, el hambre– sexi”. O lo que es lo mismo, lograr que nos sintamos atraídos e interpelados por, probablemente, la mayor de las injusticias de nuestro mundo.
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