Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
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Cuando llegué vi que la realidad no era como pensaba. Comenzó para mí otro viaje, uno que no sabía cómo hacer ni dónde acabaría, con la dificultad de adaptarte al idioma, a las costumbres, al racismo… Muy complicado. Me di cuenta de que aquí nadie sabe por qué hemos salido de nuestros países y por lo que hemos pasado. Solo escuchaba hablar de la patera o la valla de Melilla. ¡Para nosotros la patera es la última parte! Hay cosas peores. ¿Por qué no se habla de eso? Por otra parte, tenía mucho daño dentro y sabía que si quería avanzar tenía que sanar y soltarlo. Pensé en ayudarme y también ayudar a la gente que nunca ha hablado de su sufrimiento y se lo guarda dentro. Somos miles los que salimos, pero llegamos pocos. Para mí conseguirlo fue un privilegio y tenía que contarlo para hacerle ver a la gente lo que hemos sufrido para llegar hasta aquí. Es mi vida, pero no solo. Es la de miles de migrantes.
Revivirlo fue muy duro. Con cada capítulo tuve pesadillas y pensé en dejarlo muchas veces. Me llevó un año escribirlo. El día que acabé el capítulo 12 se me quitó un gran peso. Me liberé. Logré ver la luz.
En la historia no he metido toda la rabia que tenía. Debía tener mucho cuidado. Escribí como parte del proceso de sanación y no podía hacerlo con esa rabia. Quería que el lector viajara conmigo, por eso se lo cuento como se lo contaría charlando en un café. El libro trata de dar esperanza a cualquier persona con problemas.
Cuando lo escribí me dije que no podía caer en manos de cualquiera. Hay grandes editoriales que te ven como un producto y yo no quería eso. Quería decidirlo yo todo. Un amigo me habló de una pequeña editorial que acababa de nacer. El editor, Miguel Ángel, había sido activista y conocía el mundo de la migración. Hablé con él, un hombre humilde que me entendía. Cuando se lo mandé, me dijo: «Es una joya, nunca había visto nada igual». Así fue y estoy muy contento . Estoy consiguiendo con el libro lo que quería. He dado charlas en los institutos de Algeciras, y cada vez que salgo de una clase, los profesores me dicen: «Has tocado mucho la mente de los jóvenes».
Que es muy duro y que es una preciosidad. Que no pensaban que las cosas fueran así. Que les ha llegado al alma y que intentarán ayudar en todo lo posible.
Cuando se publicó me reencontré con un compañero con el que estuve en Nador, en el bosque y en la patera. Nuestra patera se hundió y los dos pensábamos que el otro había fallecido. Dos años después, se enteró de que yo había sacado el libro, contactó conmigo y le vi en Madrid. Nos encontramos en la Puerta del Sol y nos pasamos media hora llorando. Aunque habíamos hecho el mismo viaje le di el libro y le dije que lo leyera. «Gracias al libro he encontrado la paz», me dijo cuando lo terminó. Me contó que había sufrido mucho al llegar, que le encerraron tres meses en la cárcel porque creían que era el capitán de la patera, tan solo porque hablaba inglés y francés y estaba ayudando a la gente cuando la Policía le detuvo. Estuvo encerrado hasta que los abogados de una ONG le ayudaron. El libro le permitió sanar y contar lo que había sufrido. En una presentación me encontré a otro compañero de Guinea que lleva seis años aquí. Tuvo que huir después de que mataran a su padre en una manifestación, pero no se lo había contado a nadie. El libro le ayudó a abrirse.
No, porque solo está en español. Quiero traducirlo al francés y llevarlo, pero todavía es complicado.
El viaje me ha cambiado a todos los niveles. Psicológicamente no soy el de antes. Por ejemplo, no empatizo fácilmente. Para que yo empatice contigo tengo que ver un grado de sufrimiento que esté al nivel del sufrimiento por el que yo he pasado. En el viaje sufrí tanto que dejé de sentir. Ahora, cuando me siento en peligro, cierro mi mente y mi corazón. Me pasa hasta con mi mujer. Pongo una barrera. Me encierro en mí mismo, porque siento que se reabren mis cicatrices y me niego a abrir esa caja de sufrimiento. Estoy tratándome, voy al psicólogo, pero creo que eso formará parte ya de mi vida. Sigo siendo una persona alegre, pero esa parte está ahí y no la niego. Físicamente también he cambiado. Desde que hice el viaje ya no desayuno. Como dos veces al día como mucho. Antes tenía un cuerpo muy grande y pesaba mucho, pero no sé si lo recuperaré.
Los tres días cruzando el desierto del Sahara fueron los más duros de todo el viaje. Lo viví todo y lo vi todo. Había que luchar por el día, con tanto calor, y por la noche con el frío, sin agua y sin comida. Tuve que beber mi propio pis para sobrevivir. Allí vi cadáveres sin tumba. Éramos 50 y llegamos 20. Vi a una madre dar a su hijo porque no podía con su vida de tanto sufrimiento. Sufrí tanto que al segundo día dejé de sentir emocional y físicamente. Era como un robot. Elegí ese título porque quería que la gente se enfocara en lo que pasa antes del mar, que lo cuento en el capítulo 12, pero antes hay 11 capítulos de sufrimiento. Que supieran toda la realidad.
Los demonios son aquellos que ven en nosotros a personas desesperadas dispuestas a hacer cualquier cosa por su vida y nos hacen sufrir engañándonos, maltratándonos, esclavizándonos. En Argelia, un país que yo admiraba mucho, todavía existe la esclavitud, es un negocio. Ven a un negro y ven dinero, como ocurría antiguamente. Pero de esto no se habla en ningún sitio. Esos demonios están ahí para hacer sufrir a personas inocentes que salimos y no sabemos a dónde vamos. Estamos en África, en el mismo continente, ¿por qué un país vecino nos hace pasar por ese sufrimiento? ¿Por qué se sienten superiores? Es muy injusto. Los ángeles somos nosotros. Allí formé una familia. No compartíamos la sangre pero nos entendíamos y nos ayudábamos. Y cada vez que perdíamos a uno, sufríamos mucho.
Les ayudo en todo lo que puedo y colaboro con oenegés haciendo talleres de baile. Es una herramienta que nos puede sacar del agujero en el que estamos atrapados. No puedo estar un solo día sin bailar, así me expreso, saco la angustia y la ansiedad que tengo. Con el baile nos sentimos seguros, libres y nos ayuda a ver las cosas con más claridad. También doy clases de español, porque tuve la suerte de aprender en poco tiempo. Imparto talleres sobre enfermedades sexuales, un tema tabú en África. No les gusta hablar de ello con gente de aquí, pero conmigo se abren, conectamos, sé lo que han vivido y lo que piensan. Como hablo cinco dialectos, encuentro la manera de que me entiendan.
Apoyo emocional. Y una guía para adaptarse. Hay que ayudar a esa persona a entender este mundo. Cuando llegamos aquí estamos perdidos. Hay que escuchar a esa persona sin prejuicios para saber lo que necesita, qué quiere, qué puede hacer. Mi sueño es ser abogado, pero ahora lo que puedo hacer es escribir, bailar, hacer teatro… Es un principio y, poco a poco, se me irá abriendo el camino. He sufrido mucho para llegar adonde he llegado. He tenido que trabajar en el restaurante más grande y caro de Algeciras por 50 céntimos la hora, todos los días más de 12 horas. Y mi jefe me decía que tenía suerte. Pero tenía que empezar por algo. Sabía lo que quería y lo que podía hacer, y pude adaptarme.
Creo que es muy afortunado de tener una madre y un padre como nosotros. Creo que puede aprender mucho. Le dimos un nombre guineano, Isaga, para que no olvide de dónde viene, y trataré de inculcarle mis valores y mostrarle también esa parte oscura de la vida que mucha gente no quiere ver y tapa, pero que está aquí, para que pueda crecer mentalmente. Espero que lo entienda y que siga un poco los pasos de su padre.
«Hay casos mucho peores que el mío. Mucha gente ni siquiera ha llegado. Pero los que han llegado tampoco lo han contado. Tres días en la arena les está ayudando a contarlo y a sanar. Y ese era mi objetivo. No solo contar una historia de migración, sino que las cosas puedan cambiar»
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