Publicado por Sebastián Ruiz-Cabrera en |
Compartir la entrada "La agrietada joya lusófona"
El espíritu del clima en Mozambique es escurridizo y desconcertante, pero también una metáfora de autoridad. Lo mismo naufragas en las inundaciones de 2015 y 2016 en el norte, que mueres de inanición en el sur, donde la tierra brilla blanca, de color sequía. La silueta de la cornisa oriental regatea una costa que abarca 2.470 kilómetros. Tan turística a trozos. Tan paradisíaca. Tan distantes sus hoteles de cinco estrellas para expatriados y turistas –sobre todo sudafricanos– de las zonas remotas y aisladas que sobreviven en las inmediaciones del lago Malaui, en la otra punta.
Mozambique es uno de los países del mundo más propensos y vulnerables a los desastres causados por las condiciones climáticas extremas. La realidad es que el cultivo a pequeña escala es la base de la producción agrícola del país y una importante fuente de ingresos para la mayoría de los hogares rurales, en particular para las mujeres, por lo que fenómenos meteorológicos como El Niño, que desata su rabieta descontrolada cada pocos años, pueden aumentar la inseguridad alimentaria y la desnutrición aquí. De hecho, en febrero, el ciclón Dineo se arremolinaba en la provincia costera de Inhambane afectando a casi 551.000 personas y destruyendo cerca de 27.000 hectáreas de cultivos. Las cifras nos hablan de más de 2 millones de personas que necesitan alimentos para subsistir en el país, y que un 49 por ciento de la población vive sin acceso a agua potable, según informaba la ONU en marzo de 2017.
Es la gran paradoja. O un decorado de mal gusto. Porque esta fotografía de impotencia que parece seguir un patrón a merced de los efectos visibles del cambio climático, contrasta con las avenidas arboladas de Maputo y sus cafeterías remozadas con música ambiente y platos de ensalada mediterránea a 10 euros.
No obstante, otro problema se añade: la deforestación. Y esta es causada en su totalidad por la acción de los seres humanos. En el caso de Mozambique, las áreas boscosas suponen un 70 por ciento del territorio y su rendimiento económico supone un 2 por ciento del PIB a las arcas de la nación. Sí. El matiz avinagrado es que cada año se tala un 0,58 por ciento de la masa forestal. Se pierde. Desaparece. Y sus causas son múltiples: agricultura de subsistencia; producción de carbón vegetal; tala ilegal de madera; expansión demográfica –especialmente en las zonas urbanas con su alta demanda de bienes–; y la extracción de recursos naturales altamente contaminantes de las zonas mineras, como el carbón.
El edén de Quelimane
A unos cinco kilómetros de Quelimane, la ciudad enmudece. Tomás Vitorino Amissande se sacude el polvo de sus zapatos fabricados en Wanzhou (China). Delante, la imagen de la nada. La dura explicación de que las políticas de protección medioambiental no han funcionado bien hasta ahora. Un secarral completamente agrietado y que hace tan solo una década era un manglar que rebosaba vida.
Los manglares crean un ecosistema compensado con el agua del mar pero, al talarlos, la salinidad del Índico los seca de inmediato, impidiendo que el terreno vuelva a ser fértil en un período corto de tiempo. Amissande, responsable de la Asociación de la Naturaleza y de los Amigos del Manglar (ANAMA), explica que “antes todo esto estaba cubierto de agua, de manglares, e incluso había barcas que salían a pescar por la noche”. Es insólito lo que cuenta. “Me cuesta creerlo hasta a mí cuando lo explico en voz alta”, remata este cuarentón cubierto de sudor que anticipa que en un instante mostrará su particular tesoro.
Nada hace pensar que el epicentro histórico de la provincia de Zambézia, donde Vasco de Gama llegaba en 1498, ahora tiene una actividad comercial reducida. Sin embargo, el frenesí se desboca a las afueras de la urbe y a unos 30 minutos en bicicleta por caminos de tierra.
Y es cuando Amissande sonríe, por fin, para desvelar la incógnita. Se desabrocha la corbata grisácea para dejar entrever una camiseta interior con el cuello amarillento. “La reducción del manglar que hemos visto hace un rato tiene que ver con la tala que hace la comunidad para su propia subsistencia. No podemos juzgar a la pobreza. Por eso nos hemos adelantado, porque plantando más árboles participamos indirectamente de la reducción de la emisión de carbono, conservamos la biodiversidad y protegemos nuestro planeta. Esta comunión debe mantenerse”.
Un equipo de trabajadores armados de regaderas y bolsas de semillas miman un edén que espera ser el maná que pueda replantar de manglares los suelos de la región de Quelimane. Un invernadero regado de abono y fe para frenar e invertir los ciclos naturales. Un fogonazo de luz que intenta mantener su propósito de construir un mejor Mozambique que combata la pobreza de la región de Zambézia.
Leonardo Chauque, miembro del equipo de REDD+Mozambique, un programa del Banco Mundial para mitigar los efectos del cambio climático en diversos países africanos, menciona que “la importancia de darse cuenta del impacto negativo de la deforestación es vital. Lo mejor es que hay posibilidades de cambiar esta realidad y esta situación con acciones desde las comunidades”. El discurso de Chauque engatusa porque, después, la realidad de las grandes inversiones es otra. En septiembre de 2015, el presidente mozambiqueño, Filipe Nyussi, inauguraba una nueva fábrica de la empresa portuguesa Portucel: un vivero de plantas de eucalipto para la producción de papel, considerado el mayor de este calibre en África.
Las cifras bailaban al son de la fiesta anunciada por la creación de 7.000 puestos de empleo en las provincias de Manica y Zambézia –tan necesarios y urgentes, por otra parte–. El detalle es que un 20 por ciento del accionariado de esta multinacional pertenece a la Corporación Financiera Internacional (IFC), es decir, al Banco Mundial, el mismo que trata de combatir los efectos del cambio climático. Un modelo económico, el de la plantación de eucaliptos, con un impacto medioambiental elevado en los ecosistemas locales, como ha denunciado en repetidas ocasiones la ONG Greenpeace.
Mulheres organizadas
Humo. Es Gloria quien aviva el fuego arrodillada. El resto de camaradas –como se hacen llamar entre ellas– la observan mientras entonan en un portugués criollo “As mulheres organizadas, sempre vencerán”. La carta de presentación apuntala el contexto de la tertulia con María Julia Gande, coordinadora de la Asociación de Mujeres Mudze Muhone y Josina Machel. El humo que sale del horno artesano construido en barro perfuma ya la casa de adobe. “Necesitamos la leña para cocinar, pero claro, cada día es más difícil encontrarla porque hay que ir más y más lejos, y además no llueve como antes”.
Esta mozambiqueña de 61 años, convertida en líder de un grupo de 30 mujeres, recuerda bien que la falta de precipitaciones puede causar el desastre. “Entre 1981 y 1985 hubo una gran sequía en Mozambique que afectó a más de 16 millones de personas y causó más de 100.000 muertes debido a la falta de agua. Ahora es parecido. Es un ciclo terrible”. Entre las duras palabras de Julia se percibe una pauta actual: el alto estrés hídrico en las fuentes de agua potable y en la agricultura de subsistencia forman parte de un ecosistema muy frágil y propenso a las sequías.
Para luchar contra estas adversidades, esta treintena de mujeres se ha organizado al margen de las políticas de Maputo para construir hornos y venderlos. “No soluciona el problema del cambio climático, pero si las mujeres nos organizamos nadie puede pararnos. Estamos en el camino correcto”, subraya Gloria, quien acoplada a la vera de fuego guiña un ojo a sus camaradas.
En el mismo distrito de Nicoadala, el Estado, en uno de los numerosos controles de carretera que tiene a lo largo del país, trata de fiscalizar el transporte abusivo de carbón. Jorge Rodrígues, uniformado de verde oliva, botas lustradas y manos en la espalda explica que “tenemos orden de requisar aquellos vehículos que lleven más de tres sacos por persona”, una ley sin miramientos sociales.
Pero quizás una de las claves la tenga Manito Coutinho, de la Asociación Comunitaria de Muzo: “Sensibilizar a las comunidades es nuestro trabajo y la naturaleza nos pertenece. Debemos hacerla servir de una manera sostenible para el futuro de nuestros hijos”.
La lluvia digital que puede salvar cultivos
La ingeniera mozambiqueña Aline Okello ha diseñado un programa informático que podría solucionar la recogida de agua de lluvia. Mozambique experimenta dos estaciones climáticas con veranos muy húmedos e inviernos muy secos. Así que el trabajo de Okello ha consistido en identificar los patrones del clima y predecir dónde y cuándo lloverá.
Gracias a la información en tiempo real facilitada por las estaciones meteorológicas, los datos se transmiten a los agricultores a través de una aplicación móvil, dándoles pautas sobre el mejor momento y lugar para recoger el agua en los embalses o en pequeños tanques de recolección. Los teléfonos con acceso a Internet son cada vez más populares en África, por lo que la tecnología aquí se presenta como una forma de difundir el conocimiento y crear conciencia sobre la gestión del agua en el país.
[Este reportaje forma parte del Cuaderno Mundo Negro Nº1 sobre Mozambique. Si desea obtener la edición en papel escriba a edimune@combonianos.com]
Compartir la entrada "La agrietada joya lusófona"