Publicado por Mbuyi Kabunda en |
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La ceremonia de entrega del poder de Kabila a Tshisekedi fue demasiado inverosímil por el insólito clima de concordia en el que se produjo. Pero los hechos no tardaron en demostrar lo contrario. Al despedirse de sus homólogos africanos, Kabila manifestó que era un hasta luego y no un adiós. Por su parte, en su discurso de investidura, Tshisekedi, en un sorprendente tono conciliador, le consideró como su socio y no como un adversario. Las plataformas en las que se integran sus partidos, el Frente Común para el Congo –con el PPRD de Kabila– y el Cap pour le Changement –con el UDPS de Tshisekedi y la UNC de Vital Kamerhe–, formaron la coalición, pero 338 de los 500 diputados del Parlamento son kabilistas.
Para entender la confrontación actual hay que tener en cuenta, entre otros factores, la «aparente» unión entre ambos líderes, el cierre en falso de los mandatos de Kabila (2001-2019), las estrategias de este para su vuelta en 2023, así como la voluntad de Tshisekedi para librarse de la influencia de su predecesor.
Kabila, que no pudo concurrir a las últimas elecciones, ya que la Carta Magna impide un tercer mandato presidencial, intentó una estrategia «a lo Putin», es decir, favorecer la elección del exministro de Interior, Emmanuel Ramazani, para recuperar el poder cinco años después. Ante las presiones de la UE, Kabila apostó finalmente por Tshisekedi, hijo del histórico opositor a la dictadura de Mobutu y más manejable que la oposición representada por el Colectivo Lamuka, decidida a llevarle ante los tribunales por los crímenes políticos y económicos cometidos durante su mandato. Kabila se había asegurado, no obstante, la «supervisión» de todos los centros del poder: el Parlamento, el Poder Judicial o el Ejército, junto a los gobiernos de las 26 provincias del país.
Además, las elecciones de 2018 no habían expresado la verdad de las urnas. La Iglesia católica, la UE y Francia anunciaron la victoria de Martin Fayulu, que habló de un «golpe de Estado electoral de Kabila».
En este contexto, poco se podría esperar de Tshisekedi, condenado a un difícil equilibrio entre el entorno de Kabila –para poder completar la legislatura– y la de su propio partido –para expresar su independencia–. Ha renovado cargos militares y ha cesado a la presidenta del Parlamento, pero también ha mantenido una dura pugna con el primer ministro, Sylvestre Ilunga Ilunkamba, salido del Frente Común para el Congo. En este contexto, el principal objetivo de Tshisekedi es acabar con la actual mayoría parlamentaria, algo que solo podría hacer a través de las urnas.
Tshisekedi está presionado por la comunidad internacional para juzgar a los autores de graves violaciones de derechos humanos cometidos en RDC y denunciados en el Mapping 2003. En estos hechos, según la UE, están implicadas algunas personalidades vinculadas a Kabila. Por ello, se antoja complicada la conciliación de los intereses del presidente con la agenda del anterior jefe del Ejecutivo, decidido a continuar con sus planes futuros.
Todo conduce a la ruptura de la coalición en un país que mantiene abierto el conflicto en el este, junto a la difícil situación económica y a una corrupción endémica. La verdad la expresó un alto cargo del UDPS: «Sin nuestra colaboración, los kabilistas hubieran conocido el mismo destino, e incluso peor, que los mobutistas en mayo de 1997 –en alusión a la desbandada y huida del país que -protagonizaron– para no responder de sus crímenes, y les hemos salvado de esta humillación». En RDC ha habido una falsa transición que es preciso zanjar en 2023.
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