Publicado por Gonzalo Gómez en |
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La llamaban «la bruja del norte». Alice Auma era una curandera acholi que vivía en Gulu cuando una llamada del más allá la llevó a cambiar su apellido por el de Lakwena (mensajero) y fundar el Movimiento del Espíritu Santo con el que debía alcanzar el poder y detener la guerra. La empresa no llegó muy lejos, sus seguidores avanzaron hacia Kampala armados con palos, piedras y supersticiones, y la artillería de Museveni los aplastó antes de que tocaran la capital. El padre de Alice trató de controlar el movimiento imprimiéndole mayores dosis de violencia pero fue su primo, uno de los supervivientes llamado Joseph Kony, el que logró reunir a los que quedaban, llevarlos al norte y crear el Ejército de Resistencia del Señor (LRA, por sus siglas en inglés). Era 1987. Había nacido uno de los peores grupos criminales de la historia reciente.
De Kony poco se sabía. Le acompañaba una aureola de líder mesiánico y se decía que su fin último era derrocar al Gobierno de Kampala y gobernar Uganda bajo los Diez Mandamientos. En realidad, su supuesta religiosidad era un mejunje de tradiciones cristianas, del mundo de los espíritus de su cultura acholi e incluso de tradiciones musulmanas, según testigos. Al principio, parte de la población del norte, sobre todo acholi, simpatizó con el LRA al verlo como un grupo rebelde contra el Gobierno de Museveni, que había derrocado al acholi Tito Okello. «La gente se solivianta, se va al bosque y comienzan las guerras. Si su participación es a favor, en contra del Gobierno o por otros motivos, lo sabemos después cuando nos lo explican», dice Odwar Denis, de la ONG local AYINET con sede en Lira, resumiendo así el desconcierto que acompaña a la violencia cuando se vive en primera persona.
Lo cierto es que Kony comenzó una guerra de guerrillas dispersando el LRA en grupos que imponían el terror donde actuaban. Hubo un momento en el que la mayoría de sus soldados eran menores secuestrados. A fuerza de asesinar y mutilar, los de Kony destruían los hogares de los que arrancaban a los niños, dejándoles sin un lugar al que volver. Se perpetuaba así un complejo ciclo de violencia en el que la separación entre culpables y víctimas era a menudo borrosa. La gente evitaba dormir en sus cabañas. Intentaban seguir con su vida durante el día, pero pernoctaban al raso. Nadie estaba a salvo. El LRA los buscaba y encontraba en el bosque. El Gobierno creó unos campos de desplazados protegidos por militares que también sufrieron ataques –hay testimonios de que por las noches el ejército se llegó a colocar en el centro de los campamentos en una actitud más de autoprotección que de defensa de la población–. Además de ataques con robos y secuestros en las aldeas, los grupos de Kony eran una amenaza para cualquiera que se cruzara en su camino. Mataban y mutilaban con cualquier excusa: montar en bicicleta o cultivar sus campos en viernes. El horror en el norte de Uganda duró hasta 2006. Pero no se detuvo ahí. Desde el principio, Kony había contado con el apoyo del Gobierno de Sudán y durante años establecieron allí muchas de sus bases. Sus robos y sangrientas apariciones continuarían en Sudán del Sur, pero sobre todo en República Democrática de Congo y República Centroafricana. Desde 2015 han asesinado a más de 50 personas y secuestrado a casi 2.000 en estos dos países. Aunque las cifras previas son difíciles de precisar, en los 20 años que duró la guerra en el norte de Uganda, más de 40.000 menores fueron secuestrados y 1,5 millones de personas tuvieron que desplazarse.
Doce años después, la huella que de este último conflicto de Uganda pervive en las regiones norteñas más afectadas (acholi, lango y teso). El hecho de que las propias víctimas de secuestros fueran reconocidas como verdugos en otros ataques, enfrentó a comunidades y familias espoleando venganzas y trabando el camino hacia la reconciliación. La cuestión de la etnia pesaba entonces, y pesa hoy en día. A pesar de que muchas de las víctimas fueron acholis y de que entre las filas del LRA había una mezcla de etnias y procedencias, muchos siguen vinculando la actividad de Kony y sus seguidores con este pueblo. En realidad, aunque los acholis sufrieron represión en la guerra civil, el Gobierno logró que surgieran entre ellos grupos de resistencia a Kony. Esto le encolerizó. Muchas de las peores atrocidades se cometieron contra gente de su propio pueblo.
Junto a las heridas físicas y psicológicas de la violencia quedan otras de índole social y económico provocadas por los confinamientos en los campos de desplazados. La pérdida de tierras y cultivos afectó profundamente a una población esencialmente agrícola. La asfixiante situación que se sostuvo durante dos décadas empobreció a la gente, que quedó a expensas de las ayudas externas. El deterioro de los modos de vida familiares y comunitarios hizo a la población más vulnerable al alcoholismo y a otros problemas que lastran la convivencia.
«Nací y crecí en la guerra. Viví en un campo de desplazados. La guerra era lo único que conocía. Las armas no me sorprendían ni me daba miedo escucharlas» dice Stephen Okello, de AYINET, una organización que ayuda a reparar las heridas de la guerra. La iniciativa en la que Okello participa fue fu ndada por Victor Ochen en pleno apogeo de la guerra con la gente confinada en los campos. Había heridos que no podían acceder a hospitales y la organización empezó por ocuparse de ellos. «Los que vieron matar a sus parientes y escaparon ya no eran los mismos. Sus mentes fueron afectadas de manera tremenda. AYINET trata el lado físico y el socio-psicológico», explica Odwar Denis, un abogado que mientras estudiaba su carrera tuvo que dormir a menudo en el bosque para evitar los ataques. Otra de las trabajadoras de este equipo es Diane Grace Akello, encargada del proyecto de género: «Las mujeres son nuestros oídos y ojos en la comunidad. Llegan hasta donde ni imaginamos como organización. Son nuestra prioridad porque están en desventaja».
«Bienaventurados los pacificadores», es el lema de Radio Wa, una radio comunitaria católica de Lira que consiguió que al menos 1.500 niños escaparan del LRA con sus mensajes de comprensión y perdón. La emisora, que avisaba durante la guerra a las comunidades de los ataques, fue destruida por el LRA en 2002. La comunidad se volcó entonces exigiendo la reapertura de la radio hasta provocar la intervención del propio presidente, según cuenta su actual directora, la keniana Magdaline Kasuku. «Hoy somos una radio relevante. La emisora da voz a la comunidad y a sus asuntos para sentirse fuerte y poder lidiar tanto con el drama que proviene de la guerra como con los problemas que nos afectan», explica Kasuku.
Mientras el drama se aleja –poco a poco–, personas como Magdaline, Diane, Odwar, o Stephen, junto a otros muchos, viven empeñados en fortalecer las redes comunitarias para que sean capaces de detener las amenazas de los conflictos futuros.
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