La Iglesia del silencio

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Por P. Ángel Rubén Ramos Ceballos, desde Tetuán (Marruecos)

Los frailes franciscanos estamos presentes desde hace siglos en el norte de Marruecos, y yo me siento feliz de poder continuar esta misión secular franciscana desde mi servicio como párroco de Nuestra Señora de las Victorias en Tetuán. En otro tiempo hubo en la ciudad una floreciente comunidad cristiana, formada exclusivamente por europeos. Muestra de ello es el fabuloso y gran templo parroquial, consagrado en 1925 y recientemente restaurado. Sin embargo, poco a poco los europeos han ido disminuyendo y ahora son solo una minoría de los cristianos residentes en la ciudad.

Hace unos 12 años, Marruecos abrió las puertas de sus universidades a estudiantes africanos subsaharianos, que comenzaron a llegar y a los que siguieron, poco después, inmigrantes del mismo continente que no venían a estudiar. En la actualidad, más del 80 % de los parroquianos son africanos y algo menos del 20 % europeos, en su mayoría españoles que decidieron afincarse en Marruecos, pero también algunos funcionarios y otras personas que pasan algunos años en Tetuán.

En este nuevo contexto, mi servicio misionero está más centrado en lo social que en lo cultual. Soy capellán de un grupo de una treintena de jóvenes subsaharianos con los que llevamos una pastoral muy intensa. Tenemos retiros, nos encontramos todos los jueves para orar juntos la lectio divina e intentamos mantener vivo el contacto con ellos. En su mayoría son estudiantes becados por sus países y su asignación económica es bastante limitada, por lo que a veces les procuramos alguna ayuda.

Desde Tetuán se atiende la pastoral penitenciaria. En la ciudad hay una prisión donde cumplen su pena unos 30 europeos a los que acompaño de diferentes maneras. Sus familias están en contacto conmigo y me envían cartas o dinero para que les compre ropa u otras cosas y se las lleve a la cárcel. Tenemos algunos encuentros de formación y una vez al mes celebramos la eucaristía. Se encuentran distanciados de sus familias que, por las circunstancias actuales, encuentran muchas dificultades para poder visitarlas, así que sufren un poco el aislamiento. En este sentido, yo trato de ser una presencia cercana. Cuando el papa Francisco visitó Marruecos en 2019 intentamos conseguir el indulto para ellos, porque cuando vino Juan Pablo II en 1985, el Gobierno marroquí liberó a todos los prisioneros cristianos que había en las cárceles. Al final, a pesar de que recopilamos información e hicimos un gran trabajo burocrático, no fue posible. Aun así, continuamos trabajando juntos.
Desde Cáritas ayudamos con alimentos o medicamentos a marroquíes que nos piden ayudan, una labor social que se prolonga en el centro parroquial, donde gestionamos una escuela de costura para mujeres marroquíes, un centro cultural juvenil y un lugar para el descanso y el apoyo a los inmigrantes.

Estamos abiertos al diálogo ecuménico e interreligioso con el islam y organizamos de vez en cuando algún encuentro. El pueblo marroquí pronuncia con mucha frecuencia el nombre de Dios y se somete a su voluntad con una fe admirable y muy real. Son fieles a la oración y es fácil encontrarlos orando incluso por las calles. Todo esto me cuestiona porque a mí, a veces, hasta me da vergüenza santiguarme en el autobús.

Vivir en Marruecos me ha ayudado a descubrir una Iglesia muy generosa, entregada al bien de los demás, una Iglesia que da sin esperar nada a cambio, ni conversiones, ni agradecimientos de ningún tipo. Mi amor por la Iglesia ha crecido y este es un gran regalo que la Misión me ha hecho.



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