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Por Rocío Periago, desde Mtendere (Malaui)
Este lugar me transmite paz. Estamos lejos de todo, en mitad de la nada, pero este lugar me da mucha tranquilidad». Quien habla es una voluntaria que conoce muy bien el Mtendere Community Hospital, un centro sanitario situado a unos 70 kilómetros de Lilongüe, la capital malauí. Mtendere significa paz en chichewa, una de las principales lenguas del país. Para llegar hay que ir hasta Chimbiya por la carretera que lleva a Blantyre, y adentrarse por un camino pedregoso y polvoriento durante varios kilómetros. Aquí, cuando cae la noche, la oscuridad se adueña de todo. Rodeado de campos de cultivo, el hospital comparte espacio con una escuela de primaria, otra de secundaria y varias congregaciones religiosas. Es una zona rural de Malaui, en el distrito de Dedza, muy cerca de la frontera con Mozambique.
La ambulancia traquetea, levantando una polvareda que tarda en desaparecer. Conforme se va acercando, la frondosa arboleda en el camino contrasta con la deforestación de la zona. Desde el año 2000, Malaui ha visto reducida en un 11 % su cobertura arbórea. Además de por liberar terreno para la agricultura, la deforestación se produce porque el carbón vegetal es la principal fuente de energía para cocinar y para mantener encendidos los hornos donde se cuecen los ladrillos con los que se construyen las viviendas.
El hospital está formado por varios edificios de una sola planta: atención general, laboratorio, maternidad, pediatría, fisioterapia o la zona para enfermos infecciosos. No muy lejos están las casas de los trabajadores y la residencia de las religiosas teresianas. Ellas se encargan de la gestión y administración de este hospital y de los de -Chipwanya y Bembeke, que también cuentan con el apoyo económico y de voluntarios de varias oenegés españolas para desarrollar proyectos sanitarios y de atención a la comunidad. El espacio lo completan un par de pozos, un generador y las cocinas de los pacientes del hospital. Este lugar hace posible el acceso a la sanidad a unas 67.000 personas de 108 aldeas.
Según el Banco Mundial, Malaui destina casi un 10 % de su PIB a la sanidad. En la década pasada, el sida dejó una de las tasas de huérfanos por VIH más alta del mundo. Hoy día, aunque sigue siendo bastante elevada, la distribución gratuita por parte del Gobierno de los tratamientos de antirretrovirales ha estabilizado esta realidad, poniendo el foco en otras necesidades sanitarias.
En el sistema sanitario malauí coexisten tanto hospitales públicos como privados, estos últimos gestionados mayoritariamente por la Christian Health Association of Malawi. Con una gran necesidad de personal sanitario, los datos hablan de 0,02 médicos por cada 1.000 personas, en un país que se acerca a los 20 millones de habitantes. En función del número de años de estudio puede haber médicos, oficiales clínicos o asistentes médicos, además de enfermeros. Muchas veces, debido a la falta de los primeros, los oficiales clínicos, que están habilitados para practicar pequeñas cirugías, realizan su labor. No obstante, es frecuente que quienes puedan permitírselo vayan a operarse o a recibir tratamiento médico a los hospitales sudafricanos, referentes en el continente.
En Malaui la mayor parte de la población vive en el campo y de la agricultura. La inseguridad -alimentaria es otro de los retos a los que se enfrenta –siete de cada diez personas viven por debajo del umbral de la pobreza–. Según datos del hospital, en su área de influencia hay unas 28.000 viviendas registradas, de las cuales solo un 4 % disponen de agua corriente, y apenas un 2,9 % tienen baño dentro de la casa. La electricidad también sufre cortes habituales, por lo que es frecuente encontrarse en el exterior de las casas pequeñas placas solares que permiten cargar el móvil y conectar un altavoz de música o la radio. En el hospital de Mtendere también hay cortes, aunque dispone de un generador de gasolina que le proporciona cierta estabilidad.
Malaui ha sido uno de los últimos países a nivel mundial en declarar casos de COVID-19 aunque, según la OMS, el 18 de junio reportaba ya 572 personas contagiadas, colocándose por delante de Esuatini, Togo, Liberia o Tanzania. Según Nyasa -Times, uno de los principales periódicos del país, en esa misma fecha solo se habían confirmado 8 fallecidos por coronavirus, y los últimos contagiados se registraban en las localidades de Blantyre, Chitipa, Nsanje, Mzimba y Mwanza. Diferentes entidades de ayuda humanitaria están realizando campañas de concienciación dirigidas a la población para que mantengan la distancia social y el lavado de manos frecuente como principales medidas de protección. La porosidad de la frontera con Mozambique también ha hecho que numerosos mozambiqueños acudan a hospitales en Malaui para ser atendidos.
En el Mtendere Community Hospital no hay ningún caso registrado de COVID-19, aunque no disponen de test para confirmar los diagnósticos. El Gobierno ha repartido jabón y mascarillas, pero no hay un plan de actuación previsto en el caso de que el virus hiciera acto de presencia. La única persona que ha recibido formación ha sido el encargado del laboratorio para saber identificarlo en los análisis, porque se espera en los próximos meses poder contar en Dedza, la región donde se encuentra Mtendere, con una máquina para detectar los casos positivos. De momento, con ayuda de la ONG Solidaridad Candelaria han comprado dispensadores de agua y jabón, guantes, mascarillas y material de protección. Pasada la incertidumbre de las primeras semanas, parece que la población está más interesada en la crisis política, con una previsible repetición de las elecciones, que en el coronavirus.
Todos los días amanece a las seis, aunque el trabajo matinal empieza una hora y media más tarde con el –morning meeting. Poco a poco, los trabajadores del hospital van reuniéndose en una sala donde entonan el Kupempha Mtendere, un canto de agradecimiento y bendición en chichewa. Hombres y mujeres se sientan separados, como hacen tradicionalmente, y junto con alguna de las religiosas responsables se hace repaso de la situación y las previsiones del día. A pesar de ser temprano, sus voces llegan polifónicas y armoniosas a los pacientes que comienzan a esperar frente a la puerta principal. La reunión suele ser breve; después está el cambio de guardia, donde el personal sanitario comenta cómo ha ido la noche y hace balance de los pacientes ingresados y su situación.
No es obligatorio, pero muchos de los sanitarios visten con uniforme, y las mujeres siempre con falda. En los peinados las enfermeras vuelcan su creatividad: trenzas, pelucas o diferentes recogidos. Dos de ellas llevan siempre una pequeña cofia blanca enganchada con alfileres a la cabeza, lo que les da un aspecto de otra época. En este hospital todos los oficiales clínicos, los clinicals officers, son hombres. Suelen vestir con una bata blanca y el fonendoscopio al cuello, como una manera de diferenciarse del resto del personal. Las batas proceden normalmente de donaciones de hospitales extranjeros, y a veces se intuye un logo descolorido de algún servicio público de salud a miles de kilómetros de aquí.
«Hemos tenido casos de meningitis, neumonía, malaria, anemia, infecciones…», el clinical de turno va detallando los casos que han atendido la última noche en el hospital. La realidad a veces supera a la ficción. El trabajo diario es muy variado, y Vukani Frakson Chinkonde lo sabe bien. Él es uno de los oficiales clínicos que hay en el hospital, y aunque lleva poco tiempo se ha adaptado rápidamente al ritmo de trabajo. Tiene 29 años, viste con elegancia y a pesar del polvo que lo llena todo, se esfuerza por llevar los zapatos impecables. Cuando visita a los pacientes lleva un pequeño y gastado manual de Oxford sobre medicina tropical que consulta con frecuencia.
La realidad sanitaria en Malaui, sobre todo en las zonas rurales, tiene muchas aristas. Uno de los problemas más recurrentes son los conflictos con la medicina tradicional, practicada por los curanderos en las aldeas. Esta mañana, Chinkonde se ha encontrado a una niña de ocho años a la que su madre ha traído al hospital porque tiene fiebre alta desde hace varios días. Cuando la examina, descubre unas pequeñas marcas realizadas con una cuchilla que le recorren la cara, de oreja a oreja, por encima de las cejas. «Esto es de la medicina tradicional. Es muy frecuente, primero recurren al curandero, y como última solución vienen al hospital», comenta con resignación. «Lo peor es que lo hacen con cuchillas sucias, muchas veces usadas por otras personas, y es muy fácil que contraigan el tétanos». La niña mira al médico con los ojos muy abiertos y un poco asustada. Después de pasar la noche en el hospital con medicación, la fiebre le ha bajado y la mandan a casa.
«La mayoría de las veces depende del nivel cultural de las personas. Hay mucha gente que cree en esas tradiciones, vienen de las aldeas de alrededor, donde la alfabetización es muy baja. Necesitan una intervención médica, pero es difícil de entender para ellos porque lo achacan a algo espiritual», explica -Chinkonde. Para -enfrentarse a este problema, realizan charlas y talleres de concienciación en las aldeas, aunque es una iniciativa que necesita la participación de toda la comunidad para obtener resultados. «Influye mucho el número de años que dedicaste a la educación. La gente de las aldeas normalmente no ha ido a la escuela, por eso su conocimiento de un hospital es muy bajo. Necesitamos personas formadas que les enseñen y les aconsejen. Eso es lo que hacemos».
La tasa de alfabetización en Malaui está en torno al 62 %, pero la gran mayoría de personas solo realiza estudios primarios y secundarios. Si hablamos de mujeres de más de 65 años, el porcentaje baja a un 15 %. En las zonas rurales es más frecuente que abandonen antes la escolarización para dedicarse a las tareas del campo o para criar a los hijos. Este es uno de los muchos conflictos culturales que surgen, aunque en otras ocasiones es más por razones económicas. Es una de las consecuencias de la pobreza: si los pacientes no tienen dinero, los responsables de la administración del hospital no dan la autorización para tratamientos, porque no pueden asumir ese gasto. A veces, los sanitarios insisten en esa atención, pero si luego el paciente no paga o si no sigue el tratamiento adecuadamente, el hospital los hace a ellos responsables.
Es un tema que se está empezando a trabajar con las comunidades y los jefes de las aldeas, porque estas situaciones provocan un conflicto ético y administrativo en el hospital. Los servicios de maternidad, pediatría y la medicación para enfermos de VIH son gratuitos y están cubiertos por el Gobierno, pero el resto de servicios tienen un coste para el paciente. Sin embargo, los pagos de la Administración se retrasan, lo que los pacientes abonan es poco, y siempre surgen gastos imprevistos que hay que solucionar, como la reparación de las ambulancias o la compra de medicinas. La hermana Florence es la religiosa responsable de la gestión en Mtendere Community Hospital. Su trabajo implica el cometido global de encajar todas las piezas, y aunque se muestra orgullosa de las mejoras que ha habido en los últimos años, como la creación del ala pediátrica y la ampliación de la plantilla sanitaria, es un tanto negativa cuando se le plantean los retos que tiene por delante: «Mabutos, lots of mabutos!», se queja a medio camino entre el chichewa y el inglés, refiriéndose a todos los problemas que hay.
Algunos de los perfiles con más dificultades a la hora de acceder al hospital son las personas mayores, los discapacitados y los enfermos crónicos. En un país donde la esperanza de vida es de 62 años y donde una persona en silla de ruedas tiene muy complicado desplazarse, el programa Home Based Care que desarrolla el hospital ha conseguido llegar a personas que tenían difícil el acceso a la sanidad por razones de movilidad. Danwell Nyakwawa es un joven clinical officer del hospital que coordina este proyecto gestionado por Solidaridad Candelaria. Con la moto se encarga de ir visitando a los pacientes que no pueden desplazarse, haciendo un seguimiento de su estado y ofreciendo cuidados paliativos. Esta tarde ha visitado a Gladys, una mujer de 79 años que vive en -Kalomo. Tiene cáncer de cérvix avanzado y ya no se levanta de la cama.
Afuera se oye el llanto de un bebé y el ruido de las gallinas en el patio. Dentro, en la penumbra de la habitación, sobre un colchón en el suelo y bajo varias mantas, Gladys respira con dificultad. Un brazo oscuro y huesudo asoma entre las sábanas, y apenas se estremece cuando su hija entra a avisarle de que el médico ha llegado. Gladys está muy delgada y cada palabra que pronuncia le supone un esfuerzo. Junto al jergón hay una botella con un líquido rojo y varios frascos de medicamentos. Después de un control rutinario, lo único que puede hacer Danwell es aumentar la dosis de morfina, que promete traer al día siguiente.
«Debemos tener paciencia y entender la situación completa del paciente, es una aproximación holística», comenta sobre la manera en que desarrolla los cuidados paliativos. «Tienes que acercarte al paciente de cuatro maneras diferentes: de una forma física, espiritual, social y psicológica. Estos son los aspectos más importantes de la vida, y tienes que mirar por todos ellos». Cuando acaba de examinarla, médico, enferma y familia rezan una breve oración. La familia sabe que a Gladys le queda poco tiempo de vida, pero agradece que Danwell se acerque a visitarla.
Con esta realidad, los médicos tienen que trabajar a diario en una comunidad donde la línea entre lo físico y lo espiritual es muy difusa. Ya casi no llegan niños con problemas de malnutrición, como hace unos años, y en 2019 la OMS ha comenzado a probar en el país una vacuna pionera contra la malaria. La vida y la muerte comparten espacio en este pequeño hospital rural en Malaui. Sin embargo, el futuro parece esperanzador, porque tanto Chinkonde como Danwell lo tienen claro: quieren seguir estudiando para llegar a ser médicos.
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