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Por P. Fernando Cortés Barbosa
Desde Mongoumba (RCA)
Los Misioneros Combonianos trabajamos en la parroquia de San Jorge de Mongoumba desde 1974, aunque hasta 2009 no abrimos una comunidad permanente. En colaboración con una comunidad de laicos misioneros combonianos (LMC), que vive junto a nosotros, llevamos adelante varias actividades apostólicas con las numerosas comunidades cristianas de la parroquia y con el pueblo pigmeo al que acompañamos. Sin embargo, me gustaría hablaros de un aspecto muy sencillo que también forma parte de la vida cotidiana del misionero: comprar la comida.
Aquí no hay supermercados, pero tenemos al lado el río Ubangi. Los pescadores obtienen el pescado casi siempre por la noche, las mujeres se lo compran por la mañana temprano y después salen a revenderlo. Es habitual que las vendedoras se acerquen a primera hora a la misión. El pescado tempranero es mejor, está más fresco, incluso algunos especímenes llegan aún coleando dentro de la bandeja. Si lo compras por la tarde ya ha perdido su frescura, aunque algunas mujeres, muy espabiladas, lo quieren hacer pasar como fresco.
Yo siempre compraba el pescado sin pesarlo. Me dejaba guiar por las opiniones de los trabajadores de la misión. Como solían favorecer a las vendedoras, terminaba pagando más de la cuenta. Aunque una de las laicas misioneras, María Augusta, me aconsejaba que hiciera uso de la balanza y que pagara por cada kilo solo 1.500 francos –algo menos de 3 euros–, yo me resistía a hacerle caso.
Una mañana vino una vendedora a ofrecerme un pescado con una pinta impresionante. Era enorme, negro brillante aunque a contraluz adquiría un tono violeta. Lo cogí y calculé que pesaba unos diez kilos. No nos hizo falta usar la balanza para llegar a un trato y le pagué 35.000 francos. Después de limpiar y trocear el enorme pescado sacamos solo siete kilos de carne, por lo que empecé a hacer cálculos. Si hubiera pagado lo que me dijo María Augusta hubieran sido suficientes 10.500 francos, por lo que había abonado más de tres veces su precio.
Cuando se lo conté a María Augusta no se lo podía creer y no dudó en reprenderme, algo que sin duda merecía. Me volvió a insistir para que usara la balanza y pagara por cada kilo el precio fijado. Desde ese momento, le hago caso, pero, aún así, siempre termino pagando un poco más. Las vendedoras me dicen con voz lastimera que les dé 1.000 o 2.000 francos más del precio acordado para comprar medicinas o porque tienen que pagar la escuela de sus hijos. Otras madres me dicen que viven solas y tienen niños que mantener o que deben llevar al hospital a su bebé enfermo, al que cargan en la espalda. Sé muy bien que dicen la verdad, y cuando miro al pequeño y veo su carita triste no puedo evitar aumentar el dinero por la pieza que compro.
Una mañana me hice el fuerte y no cedí ante los lloriqueos de una vendedora. Le dije en tono imperativo que le iba a pagar el pescado kilo por kilo al precio acordado y que si no estaba de acuerdo se fuera a buscar a otro cliente. En silencio tomó en su mano el dinero que le ofrecí y se lo guardó en el bolso. Luego se inclinó para llevarse a la cabeza la bandeja vacía. Se incorporó lentamente, dio media vuelta y se marchó con pasos lentos. Seguí con la mirada cada uno de sus movimientos y cuando desapareció de mi vista se apoderó de mí un sentimiento de culpa. Me prometí no ser tan duro la próxima vez. A veces hay que dejarse engañar un poquito.-
Las mujeres son las que venden el pescado, mientras que los hombres, que tienen una forma diferente de comerciar con los productos, hacen lo propio con la carne. Cuando vienen a ofrecerme carne de cabrito, que se suele pagar a entre 3.500 y 4.000 francos el kilo, me presentan el animal troceado en cinco partes, las cuatro extremidades y el tronco. Tras un breve regateo, se fija el precio sin más ceremonia ni balanza de por medio. En cierta ocasión, habiendo ya conseguido un precio que me parecía bueno, quise, por pura curiosidad, utilizar la balanza. Al pesar la pieza, la balanza favoreció al vendedor, por lo que tendría que haber pagado más si hubiéramos respetado el precio mínimo de 3.500 francos por kilo. El hombre, muy amable, no me exigió nada y me dijo que estaba bien el precio acordado. Le estreché la mano en señal de gratitud y le dije que la próxima vez le volvería a comprar con mucho gusto.
Ahora, cada vez que vienen los hombres a ofrecerme un cabrito, cierro un trato y fijo el precio por la pieza que quiero. A veces, por medio de este código no escrito entre cliente y proveedor, esto me favorece a mí y otras le viene bien al vendedor. Y cuando son las mujeres las que vienen a casa a ofrecerme pescado, saco la balanza solo para verificar que no pago demasiado, aunque con corazón misionero siempre les doy algo más de lo que correspondería. Las mujeres centroafricanas son unas luchadoras y los pilares de sus hogares. Cada día salen a conseguir un dinero que después estiran para que cubra las necesidades básicas de la familia. Trato de entender su situación y ponerme en su lugar. Estoy seguro de que eso forma parte de la actitud misionera correcta.
En la imagen superior, el autor del diario con una vendedora de pescado en la misión comboniana de Mongoumba. Fotografía: Archivo personal del autor
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