«Los jóvenes deben pasar tiempo en compañía de Jesús»

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Isaac Martín, mccj

Acabamos de celebrar la alegre fiesta de la Navidad que nos anima a afrontar este nuevo año 2022 con la certeza de saber que Él camina con nosotros. Cristo es la gran luz que disipa todas las tinieblas (Is 9,1). Todos estamos llamados a ser misioneros para iluminar este mundo herido y fragilizado por tanto egoísmo, como hizo el P. Isaac Martín Arnanz, un veterano misionero comboniano, un baobab, una biblioteca misionera viviente.
El P. Isaac nació en Valladolid en 1936, y aunque ahora su edad le obliga a quedarse en España, durante más de 40 años ha recorrido los caminos de Sudán con el Evangelio en su corazón y en sus labios. Tras una larga guerra, en 2011 este territorio africano se dividió entre Sudán y Sudán del Sur, países que siguen atravesando situaciones de violencia e inestabilidad política. ¿Alguien se anima a ir a ellos para sustituir al P. Isaac?




¿Cómo surgió tu vocación misionera?

Nací en el seno de una familia cristiana de clase media e íbamos a misa todos los domingos. Yo seguí los pasos de mi hermano mayor y estudié Comercio en una escuela profesional de Valladolid. En 1960, después de haber terminado mis estudios, me operé de un pie y tuve que estar hospitalizado varios días. Mi primo y su novia vinieron a verme, y para que me entretuviera me trajeron unas cuantas revistas, entre las cuales estaban los dos primeros números de la revista MUNDO NEGRO, que acababa de aparecer. Al principio solo me interesé por las de deportes y cine, que tenían fotos en color y me gustaban mucho. Pero de tanto estar sentado, al final comencé a ver también MUNDO NEGRO. Al leerlas sentí una alegría especial y comencé a pensar que cuando me casara y tuviera un sueldo ayudaría a las misiones. Seguí leyéndolas y releyéndolas y me vino un sentimiento fuerte de ser misionero, así que comencé a discernir para ver si aquello venía de Dios o era otra cosa.

¿Quién te ayudó en ese proceso?

Al principio no dije nada a nadie y empecé a rezar con más asiduidad e intensidad. Luego compartí mis sentimientos con un amigo de estudios que me envió al padre espiritual del seminario de Valladolid. No me hizo mucho caso, y tampoco me lo hicieron en el colegio religioso donde había estudiado Bachillerato. Cuando comuniqué a mi familia mis deseos de ser sacerdote misionero, mis hermanos y mi madre me apoyaron aunque me decían que fuera sacerdote en España. Sin embargo, mi padre insistió en que si mi vocación era misionera tenía que ser misionero. Entonces hablé con un carmelita de mi ciudad, que quiso saber quiénes eran los Misioneros Combonianos. Cuando le dije que su fundador, ­Daniel Comboni, no era todavía santo, me aconsejó que buscara otra congregación. No le hice caso y escribí al P. Olindo Spagnolo, que se ocupaba de la animación vocacional de la congregación en España. Me invitó a ir al seminario comboniano de Corella (Navarra) para realizar unos ejercicios espirituales con otros jóvenes candidatos. Me gustó mucho aquella experiencia y decidí comenzar mi formación misionera comboniana.






¿Dónde se desarrolló esta formación?

Primero en Corella y después en Moncada (Valencia), el mismo lugar donde vivo ahora mi vejez y donde, en el lejano 1964, emití mis primeros votos religiosos. Fui enviado a Italia para estudiar Teología y allí se amplió mi horizonte misionero. Entendí que la Misión no era solo el trabajo pastoral de evangelizar África, sino que comprendía otros aspectos como el diálogo interreligioso con el islam. Comencé a sentirme atraído por el mundo islámico y cuando siendo diácono me pidieron que eligiera tres países donde me gustaría vivir la Misión, yo solo escribí Sudán. Regresé a Moncada en 1969 para ser ordenado sacerdote, y poco después recibí mi primer destino misionero. Me escucharon.

¿Fuiste inmediatamente a Sudán?

No, primero tuve que aprender árabe en Siria. Viajamos varios sacerdotes jóvenes en barco desde Nápoles a Beirut, y desde allí fuimos a Damasco, donde me quedé dos años estudiando el idioma. En 1971 recibimos el visado para entrar en Sudán. Mi primer destino fue Omdurman para un trabajo pastoral de diálogo ­interreligioso. Recuerdo que un día, un joven musulmán me pidió en la calle una biblia porque uno de sus líderes espirituales le había dicho que debía leerla para entender el cristianismo. Con el tiempo pude conocer a ese líder, Mahmud Muhammad Taha, y nos hicimos muy amigos, hasta el punto de trabajar juntos para dar testimonio del amor de Dios. Algunos me criticaban porque no creían en el diálogo interreligioso, pero yo sí creía en ello, y además cambió mi vida porque entendí que Dios está presente en la vida de todos y nos quiere unidos.

Después llegó El Obeid.

Sí, estuve en esta ciudad del Kordofán entre 1975 y 1982. Seguí trabajando en la pastoral y en el diálogo interreligioso. Tuve muy buenos amigos musulmanes, entre los que se encontraba un militar que vino a nuestra comunidad y nos dijo: «Quiero rezar con vosotros, y os invito a venir a las barracas militares para instruir a los militares cristianos». Son palabras que todavía hoy me conmueven, porque me descubren las maravillas y los milagros que hace el Señor. En 1982 regresé a España para trabajar en la ­animación misionera, pero en 1988 pude regresar a Sudán. Desde entonces, y hasta mi vuelta definitiva a España en 2020, siempre he trabajado en la misión sudanesa.

¿Cómo viviste tu regreso?

Con alegría pero también con sorpresa. Al llegar me destinaron a Jartum, la capital del país, y me nombraron responsable de los medios de comunicación de la Conferencia Episcopal. Nunca estudié periodismo y no sabía ni cómo empezar, pero me quedé 11 años en ese servicio, porque cuando aceptamos un encargo como misioneros, el Señor nos enseña los caminos y pone a nuestra disposición a personas que son como nuestros ángeles de la guardia. Fue un trabajo bonito hecho en colaboración con las misioneras combonianas, con cristianos protestantes, periodistas sudaneses, traductores y muchas otras personas. Pusimos en funcionamiento el primer estudio audiovisual de la Iglesia en Sudán e hicimos un trabajo de Justicia y Paz, comunicando a las conferencias episcopales africanas y a algunas asociaciones europeas las violaciones contra los derechos humanos cometidas por el Gobierno de Sudán, la destrucción de iglesias en Jartum o los arrestos de sacerdotes.

¿Dónde fuiste al concluir este trabajo?

Me destinaron a la diócesis de Wau, en el sur del país, como párroco de una nueva parroquia. Eran años difíciles de guerra con el norte y la ciudad de Wau parecía una cárcel. Hasta para salir a celebrar la misa en las capillas necesitábamos el permiso por escrito de los militares. Finalmente, en 2005 hubo un acuerdo de paz que nos llevaría hasta el referéndum de 2011 y la independencia de Sudán del Sur. En ese momento, nuestro servicio pastoral cambió porque había que construir una nación, así que comenzamos a dedicar esfuerzos en la educación a la no violencia y la formación de grupos de Justicia y Paz. Una prioridad era la unión entre las diferentes etnias del país, para ello se eligió el árabe como lengua común, pero no fue nada fácil y las hostilidades continuaron.

Has terminado tu vida misionera en Uganda, ¿por qué?

Después de 17 años en Wau, los superiores me enviaron a la parroquia de Lomin, pero a los tres meses de mi llegada los militares entraron en la misión y mataron a 11 personas, entre ellas a un catequista. La gente tuvo miedo y huyó a la vecina Uganda, así que decidimos seguir a nuestros feligreses. De 2017 a 2020 estuve acompañando a los refugiados sursudaneses en este país, sobre todo a aquellos que procedían de Lomin. Visitábamos a la gente para celebrar con ellos la eucaristía y dar catequesis debajo de un árbol. Poco a poco fuimos organizando la pastoral y creando pequeñas comunidades en los campos de refugiados. En julio de 2020 volví a España y aunque mi deseo era regresar con los refugiados a Sudán del Sur o Uganda, los médicos me encontraron una extraña bacteria que lo paró todo y he tenido que aceptar con fe y humildad que no podré regresar.



¿Qué te ha enseñado tu vida misionera?

Los sudaneses tienen hambre de la Palabra de Dios. Ese hecho me ha dado siempre ánimo para seguir adelante. En la Misión no todo es alegría, hay también fracasos. Construyes y después la guerra u otra situación lo destruye todo. Pero nunca hay que desanimarse, porque Dios es nuestra esperanza y dirige la historia a pesar de todos los obstáculos. Lo que me llevo de la Misión, y que siempre estará conmigo, es la buena acogida, la alegría y la solidaridad de la gente de Sudán.

¿Cuál es tu mensaje para los jóvenes que te están leyendo?

Cuando eres joven, la vida te hace muchas propuestas, pero siempre hay una que es la mejor, y esa solo se descubre mirando dentro del corazón. Los jóvenes deben hacer experiencia de la interioridad y pasar tiempo en compañía de Jesús, igual que hicieron sus discípulos. Hay muchas preguntas: ¿Qué sentido tiene mi vida?, ¿qué debo hacer?, ¿qué camino seguir?, ¿quién es el otro para mí?… Y las respuestas no llegan en la superficialidad de una búsqueda de gozos y diversiones, hay que entrar dentro de uno mismo. Tenemos un gran tesoro que es Cristo, debemos buscarle y construir con Él una nueva humanidad fundada en la fraternidad.

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