Publicado por Chema Caballero en |
Vive en una pequeña aldea enclavada entre montañas en una zona muy remota. La vida no es fácil. Hay que trabajar duro para arrancar a la tierra una cosecha suficiente para que la familia pueda sobrevivir todo el año. «Apenas podemos alimentar de forma adecuada a los tres hijos que tenemos y pagar el colegio. Si uno de ellos se pone enfermo y hay que ir al hospital, tenemos que empeñarnos. Y mi marido quiere tener más niños. Es un insensato», afirma ella.
Él, por su parte, insiste en que tendrán todos los hijos que Dios quiera. Porque así es como siempre ha sido. Como sucedió con su padre, y antes con su abuelo y antes con… Y él no va a ser menos. Así son las cosas desde que el mundo es mundo. Cuando se argumenta que quizás su mujer tenga razón en lo mucho que cuesta educar a los hijos hoy, él la contradice. Afirma que los niños se crían solos, que su padre tuvo cuatro mujeres y no está seguro de si 25 o 30 hijos y que nunca les faltó nada. Todos trabajaban en los campos y ayudaban con el ganado. Los suyos pronto serán lo suficientemente grandes para cooperar en las tareas agrícolas y así la familia podrá cultivar más tierra. Además, él es el hombre, es él quien decide y a ella no le queda otra opción que obedecer, como Dios y los antepasados han ordenado.
Ella quiere a su marido y sabe que la tradición le impone la sumisión, pero el futuro que puedan darle a sus hijos es más importante. Por eso, hace un año fue al hospital y habló con la médica. Ahora toma anticonceptivos a espaldas de su marido. Es su secreto.
Él insiste en que quiere más hijos, ella le dice que lo están intentando, pero que a lo mejor Dios no desea que sea así. Añade que ella ya ha probado ser una mujer fértil dando a luz a tres hijos. Que hay que tener paciencia.
Pero él no la tiene, está obsesionado con que le han podido hacer algún hechizo para volverle estéril. En los últimos meses ha visitado a los curanderos más famosos de la zona en busca de un remedio para su mal. No ha conseguido nada. Ahora ha decidido ir al país vecino, quizás allí los herboristas tengan medios más potentes para curar el mal de ojo y, de paso, la esterilidad.
Ella aprovecha su ausencia para compartir en secreto la decisión tomada. Sus hijos, los presentes, los que están vivos y quiere que sigan vivos, son la prioridad de su vida en estos momentos. «El mundo cambia y la forma de criar un hijo también», dice. Quiere ofrecerles las oportunidades que ella no tuvo cuando la obligaron a dejar la escuela para casarla. Por ellos está dispuesta a todo. Termina su discurso y sonríe con la confianza que da la convicción de hacer lo que se espera de una madre.
Fotografía: Una mujer con dos de sus hijos en la puerta de su casa en Oualata (Mauritania). Thomas Samson/Getty