Publicado por José Naranjo en |
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Decir que las cosas no iban bien es quedarse corto. No son solo los atentados, los muertos, la violencia que se extiende desde el norte. Es todo. Malí es un país desfondado, intervenido hasta el tuétano, manejado por fuerzas exógenas tan incapaces de frenar la hemorragia que ya son parte del problema.
El expresidente Ibrahim Boubacar Keita (IBK), derrocado por el putsch de los coroneles de agosto, se había convertido en el símbolo del fracaso de toda la clase política. Vale la pena volver sobre su legitimidad. Fue reelegido en 2018, sí, pero entre la bajísima participación y los enormes problemas para votar con cientos de colegios electorales cerrados por la amenaza yihadista, lo cierto es que le avalaron apenas dos de cada diez malienses inscritos en un raquítico censo. De hecho, en las legislativas de 2020 su partido fue incapaz de obtener una victoria suficiente, y solo las triquiñuelas del Constitucional, las que a la postre acabaron condenando a IBK, le garantizaban el control del Parlamento.
El sistema es así. Con medio país en guerra y un 35 % de participación en unos comicios, era el presidente legítimo. Pero hablemos de lo que pasaba en la calle. Cuatro grandes protestas organizadas en Bamako fueron la expresión de un hartazgo popular capitalizado por el inquietante imam rigorista Mahmoud Dicko. El régimen cruzó el Rubicón cuando dio orden de disparar con balas reales a los manifestantes.
La incógnita era cuánto iba a resistir en Fort Apache. Que la asonada de agosto no encontrara resistencia en los cuarteles, que no provocara ni un solo muerto y que los golpistas fueran aclamados como héroes es el mejor termómetro de que, si bien su legitimidad es dudosa, desde luego su sentido de la oportunidad no lo fue. Desenchufó del respirador un cuerpo inerte y frenó en seco el ascenso de un populismo de contornos difusos. Al mundo no le quedó más remedio que condenar, pero fue todo tan soft que solo una mente muy naif y unos oídos poco atentos serían incapaces de escuchar los suspiros de alivio que se exhalaban, puertas adentro, en los despachos de las cancillerías.
Lo legítimo a veces está reñido con lo práctico. Pero ahora toca gestionar el futuro. Malí necesita algo más que una transición a la democracia –el pasado 21 de septiembre, la Junta Militar nombró presidente del Gobierno de transición a Bah N’ Daw, exministro de Defensa– para restañar la lenta e inexorable destrucción de su tejido interno. Nunca olvidaré las palabras de Al Houceini, un notable songhay de Gao, que me dijo en 2013: «Lo primero que este país necesita es que las comunidades que lo integramos nos sentemos a una mesa, nos miremos a los ojos y nos preguntemos si queremos vivir juntos y en paz». Las prisas son un mal compañero de viaje. A veces es mejor caminar despacio para poder llegar más lejos.
En la foto superior: «Viva el Ejército maliense. Abajo la CEDEAO». Manifestantes en Bamako muestran su apoyo a los militares y critican al organismo regional el pasado 8 de septiembre en la capital del país. Fotografía: MICHELE CATTANI/Getty
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