Malí, la paz descarrilada

A group of Tuareg men in traditional dress are silhouetted on the crest of a sand dune at an oasis, west of Timbuktu, Mali. Tuareg nomads live with their camels in the Sahara Desert some continuing to lead salt caravans across the desert to the market in Timbuktu. Tuaregs are spread across five Sahelian countries and are often marginalised by governments that regard their nomadic lifestyles as contrary to modern nation states with their borders, settlements and laws.

en |

 

El periodista especialista en Africa, Jose Naranjo en Dakar. @Sylvain cherkaoui/Cosmos      Por José Naranjo

Fue una carnicería. El pasado 19 de julio, decenas de hombres armados a bordo de pick-ups se abalanzaron por sorpresa sobre el cuartel militar de Nampala dejando tras de sí un rastro de 17 soldados muertos y una treintena de heridos. La noticia podría parecer incluso banal en el escenario de violencia en el que se mueve el norte de Malí desde el año 2012. Un ataque más, un nuevo atentado. Sin embargo, no es así. Además de su dimensión en cuanto a número de muertos, su relevancia procede del hecho de que Nampala es solo la punta del iceberg de una oleada de insurgencia que ha saltado los confines del norte y se extiende por el centro del país –en las regiones de Ségou y Mopti–, y en la que, una vez más, se entremezclan los agravios étnicos, eterno telón de fondo de este conflicto, y el terrorismo de corte yihadista, que explota con maestría y en su propio beneficio las rencillas intercomunitarias.

Cuando las presiones internacionales condujeron a la firma de los acuerdos de Argel en 2015, presentados en Bamako a bombo y platillo y en palaciega alfombra dorada, todos sabían, más o menos, que estábamos ante papel mojado. Ni los montaraces norteños parecían dispuestos a ceder el terreno conquistado con la complicidad francesa –una clara amenaza a la integridad territorial del país– ni el Gobierno y, sobre todo, el Ejército estaban en condiciones de transar con los privilegios que se otorgan a quienes se alzaron en armas en 2012, so riesgo de sentar un peligroso precedente e incluso de agitación cuartelaria. Lógico, por tanto, que los avances, desde entonces, hayan sido escasos. Ni desarme, ni acantonamiento, ni patrullas mixtas, ni integración mientras grupos rebeldes y proBamako se siguen enfrentando a tiros, incluso con mayor encono, en la región de Kidal.

La conclusión parece evidente aunque nadie se atreva a formularla en voz alta. La violencia y la inestabilidad prosperan porque son negocio. Y no hablo solo de traficantes de armas, empresas de seguridad, consultores y todo el bussines evidente que rodea a la guerra. Me refiero más bien a la miríada de grupos armados que ha surgido en Malí en los últimos cinco años (árabes leales al Gobierno, árabes independentistas, tuaregs pro y anti Bamako, grupos de autodefensa songhay, peúles que reivindican el antiguo esplendor de Macina, salteadores de caminos…) que tratan de mantener activa y en estado de revista a su gente para acceder a su trozo del pastel, ya sea el control de tráficos ilícitos o el reparto de beneficios en las mesas negociadoras, a las que se llega a golpe de disparo de Kaláshnikov. El poder, en definitiva.

Descarrilada la paz, el conflicto maliense lleva camino de enquistarse. El presidente del país, Ibrahim Boubacar Keita, se tambalea entre la espada de los compromisos internacionales y la pared de un pueblo y unas Fuerzas Armadas que no van a permitir que aquellos que trajeron el caos al norte se salgan con la suya. Aún recuerdo una frase que hace más de tres años me dijo un notable de Gao, una ciudad aún sumida en turbulencias: “Mientras unos y otros no nos sentemos en la misma mesa, nos miremos a los ojos y nos digamos si queremos convivir en paz, no habrá ningún avance”. Y esto no pasa por Bamako, Argel o París, sino por Aguelhoc, Menaka, Kidal y Tombuctú.

Colabora con Mundo Negro

Estamos comprometidos con la información sobre África

Si te gusta lo que hacemos, suscríbete a nuestra revista o colabora con nuestro proyecto