Marta Sánchez Briñas: «En el CIE las personas pierden la dignidad»

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«Tengo 31 años y soy abogada en la Fundación San Juan del Castillo-Pueblos Unidos, de los Jesuitas. Soy bastante cabezota, si veo una injusticia llego hasta el final. Trabajo con jóvenes subsaharianos, extutelados, solicitantes de asilo y hago visitas en el Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE) de Madrid».





Sobre el papel, ¿qué es un CIE?

Un CIE es un centro de carácter no penitenciario a donde llevan a personas en situación irregular para proceder a su repatriación, a su expulsión. Un juez es quien autoriza el internamiento y está gestionado por Policía Nacional. El tiempo máximo que pueden estar las personas internadas es de 60 días.

Y para ti, ¿qué es?

La frase que mejor lo define: vallas que no tienen concertinas, pero que causan muchas heridas. Es un centro donde las personas están privadas de libertad y donde pierden la dignidad. Esa es la frase más escuchada en las visitas: han perdido su dignidad. No hay derecho a que existan estos centros. Son peores que una prisión.

¿Qué tiene que pasar para que una persona acabe encerrada allí?

Puede haber sido detenida en la costa, después de llegar en patera. Cuando no se le puede expulsar inmediatamente, se le traslada a un CIE. También puede ser que la persona simplemente se encuentre en situación irregular, aunque lleve viviendo en España mucho tiempo. No ha cometido ningún delito. El interno tiene derecho a recurrir la expulsión y se tiene que analizar la situación en la que se encuentra. 

¿Cómo es la vida en un CIE?

Cuando entran, la mayoría no saben por qué están ahí. No se les ha explicado el motivo, ni cuánto tiempo van a estar encerrados, ni cuáles son sus derechos. «¿Cuándo me van a poner en libertad?», nos dicen. «Yo no he hecho nada malo. Lo único que he hecho es venir a España». Nos cuentan que no tienen nada que hacer. Se levantan, desayunan, salen al patio –lo máximo que tienen es una pelota–, comen, salen otra vez al patio, a las cuatro de la tarde les dejan su teléfono móvil –el que lo tiene– hasta las ocho de la tarde, cenan y se acuestan. Se quejan del frío, no tienen ropa… A veces nos encontramos con chicos que han venido en patera y están en chanclas. O que pasan 60 días con la misma ropa. Se supone que Cruz Roja está allí para atenderlos y dársela, pero no llega para todos.

¿Cuál es el objetivo de vuestras visitas?

Pueblos Unidos cuenta con un equipo de unos diez voluntarios. Todos los días vamos alguno de nosotros  e intentamos visitar a cada persona interna hasta que la ponen en libertad o la expulsan. El lema de los Jesuitas es «Acompañar, servir y defender», y es lo que hacemos en el CIE: acompañarles, escucharles y, cuando podemos –aunque muchas veces no se puede hacer nada–, defender sus derechos. 

Marta Sánchez Briñas, el día de la entrevista. Fotografía: Javier Sánchez Salcedo
¿Cómo reciben las visitas?

Las agradecen mucho. Se sienten acompañados. Yo voy los martes y visito a una media de cuatro personas, aunque ellos quieren que vayas más. «Al menos alguien me ha escuchado», te dicen. «Alguien se ha preocupado por mí».

¿Dónde os veis?

En los locutorios. No es un lugar muy agradable. Es bastante frío y oscuro, y la policía está cerca. No hay mucha intimidad. Muchas veces les da miedo contarte lo que les ha pasado dentro. El martes pasado en la visita, un chico interno que me ayudó como traductor me dijo «Marta, ¿me puedo ir ya? Hace muchísimo frío aquí. No puedo más».

¿Y de qué habláis?

Cuando cogemos confianza hablamos de la vida en general. De su familia, de su trayectoria en España, sobre cómo podemos ayudarle, si quieren que hablemos con su familia, por qué vinieron, cómo salieron de su país, cuánto tardaron en llegar… De todo. Del tiempo, de política, de fútbol… Muchas veces ellos acaban preguntándote por tu vida también, por qué vamos al CIE, por qué les ayudamos. Aprendo mucho de los internos, de cómo siguen peleando. Tratamos de devolverles un poco la dignidad, porque la mayoría están destrozados, con lazos familiares rotos. 

¿Alguna historia?

Este último mes he estado visitando a un chico que vino a España siendo menor, que estuvo en centros de Jerez y Cádiz y recibió mucha formación, pero que con 18 años, como a cualquier menor extranjero no acompañado, se le dejó en la calle. Rehizo su vida, tuvo un niño con su pareja y por un pequeño problema con la policía por el que todavía no se le ha juzgado, ha acabado siendo expulsado. Él lloraba diciendo «Marta, es mi niño. ¿Por qué me tengo que ir de aquí si tengo un hijo?». Ahora me llama todos los días desde Marruecos pidiéndome ayuda, porque sus padres ya murieron. Vive de la caridad y estamos intentando ayudarle para que tenga un futuro allí. Yo le he prometido que voy a ir a visitarle. 

¿Mantienes relación con personas expulsadas?

Con muchísimas. He visitado a varias familias, sobre todo marroquíes, para que se sigan sintiendo acompañados. Lo agradecen mucho. Las navidades pasadas visité en Marruecos a un chico que pasó por el CIE. Me impactó mucho. Su familia pidió dinero a los vecinos para poder atenderme. Cuando veo que no puedo hacer nada más por la persona interna, le digo que iré a verla, que nos encontraremos en su ciudad, nos tomaremos un café y conoceré a su familia. Por mi experiencia, el hecho de ir a verles a su casa, a su barrio, les ayuda a levantar la -cabeza y no sentir tanto el fracaso de la repatriación. Ese acompañamiento fuera es muy importante.

Supongo que habrá historias bellas también.

Está el caso de Ayub, un chico marroquí que entró en el CIE siendo menor. Localizamos a su familia, nos pusimos en contacto para que nos mandasen documentación y, después de poner quejas por todos lados, conseguimos que se le reconociese como menor de edad. Entró en un centro de menores y seguí acompañándole. El día que cumplió 18 años y se quedaba en la calle, abrimos el programa Dari, un piso para jóvenes extutelados, y le acogimos. Ahora está estudiando. Un proceso duro pero muy bonito. Él sabía que venía para buscar un futuro, y en todo momento se ha dejado guiar. Me da pena cuando veo el odio que se está generando contra los menores extranjeros no acompañados.

Se les está criminalizando.

Es triste que haya partidos políticos que generen bulos sobre estas personas y que la gente los vote. Me da miedo que España esté en manos de personas que generan odio hacia una parte de la sociedad, hacia las personas migrantes. Llevo siete años dedicándome a los menores y a los jóvenes extutelados y veo que hay un potencial enorme en muchos de ellos. A menudo el fracaso es culpa de nuestra administración, porque están abandonados. Y la sociedad los rechaza. Me dicen: «Marta, me siento en el metro y la gente se levanta. Me preguntan si robo, si me drogo. ¿Por qué?». La primera vez que viajé a Marruecos fue con un niño extutelado que me llevó a conocer a su familia. Me abrieron las puertas de su casa, una chabola en la que vivían seis hermanos. Dormíamos todos en el suelo, no había luz ni agua ni cuarto de baño, solo un boquete. Pero hicimos un itinerario con él y ahora está trabajando. Cada vez que voy a Marruecos visito a su familia y veo cómo van mejorando: ya tienen agua y luz, y sus hermanos ropa para poder cambiarse.

¿Deja mella el paso por el CIE?

Muchas personas que han cruzado en una patera, tres días en medio del mar, te dicen que el CIE es aún peor. Se me ponen los pelos de punta. Los que han estado en prisión dicen que allí se les trataba mejor. El otro día le pregunté a un chico que estuvo 53 días en el CIE, siendo menor, cómo lo vivió. «Muy malo, Marta. Miedo».  Decía que se había encontrado con personas buenas, pero también con personas malas. Que había policías buenos y policías muy malos.   

Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

Con ella.

«La primera vez que fui a Tánger a ver a la familia de uno de los chicos me encontré en la catedral con un grupo de migrantes subsaharianos que vendían estas pateritas para ganar algo de dinero y poder ir tirando. Me regalaron una y me dijeron: “Esta es nuestra esperanza”. Es muy bonito y muy duro a la vez».

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