Misioneros sin jubilación

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Llegué a Ecuador en 1983 y aquí sigo, más de 40 años después. Vine con una ilusión que mantengo, pero siento que mis fuerzas disminuyen y al mirar a mi alrededor veo situaciones que me hacen sufrir. Considero que este dolor forma parte de la misión y del carisma comboniano, que nos incita a hacer causa común con los más pobres y abandonados.

He dedicado gran parte de mi vida misionera a viajar por el mundo haciendo documentales para contar lo que hacen los misioneros, pero actualmente trabajo en la parroquia de Borbón junto a dos compañeros sacerdotes. Estamos en la región de Esmeraldas, bañada por el océano Pacífico, donde la mayoría de la población es afrodescendiente, aunque también hay indígenas y personas llegadas de otras provincias del país, sobre todo de Manabí. Desde nuestra parroquia atendemos 70 comunidades cristianas repartidas a lo largo de las riveras de los tres ríos que nos bañan: Cayapas, Santiago y Onzole.

Aquí tenemos un problema muy serio con la minería. La búsqueda del oro está destruyendo la tierra y contaminando los ríos, sobre todo el Santiago. El agua no se puede beber y los pocos peces que han sobrevivido no se pueden comer. Es muy doloroso ver que la gente no entiende las consecuencias que está provocando esta fiebre. Sin embargo, como las empresas que lo explotan dan trabajo a muchas personas, la gente deja que entren en sus tierras y lo destruyan todo. Las compañías mineras hacen unas perforaciones enormes por todas partes que inhabilitan la tierra para el cultivo.

Otra realidad que me hace sufrir son los numerosos asesinatos que se producen en la zona. He celebrado más funerales de personas asesinadas este último año que durante el resto de mi vida sacerdotal. Son todos jóvenes, y detrás de estas muertes violentas está la dichosa droga y las luchas por el control de los terrenos entre grupos de pandilleros. Es muy duro ver a una madre junto a los ataúdes de sus dos hijos o a una joven esposa con niños pequeños junto al cadáver de su marido. Y no son casos aislados. Todos sufren, tanto las familias de las personas asesinadas como las de los victimarios porque a ninguna madre o padre le gusta tener un hijo asesino. En mis homilías hablo de la misericordia de Dios y denuncio todo lo que puedo estas situaciones violentas, aunque no veo demasiados frutos.

También sufro por la destrucción de la selva, que poco a poco está desapareciendo a nuestro alrededor. La deforestación trae consigo una disminución de las lluvias, aunque cuando vienen provocan inundaciones en muchos lugares. Por si fuera poco, hace unos años comenzó la plaga del anillo rojo, a la que se suman otras bacterias que atacan a las palmeras cocoteras y las secan. En algunas zonas se han perdido todas, por lo que las familias que vivían de su recolección se han quedado sin medio de vida. Algunas se han marchado a Guayaquil u otras zonas del país en busca de trabajo y una vida mejor, pero no es fácil y sé que hay personas que han sucumbido a la tentación de robar para poder comer.

Aunque estoy siendo pesimista, este dolor que me invade también se mezcla con muchas alegrías. Entre ellas está la que experimento visitando al pueblo épera, un grupo indígena al que acompaño pastoralmente después del excelente trabajo pastoral que hicieron con ellos unas religiosas que tuvieron que marchar.

Algunos familiares me escriben desde España diciéndome que regrese, que ya he hecho bastante y que ahora tengo que descansar, pero los misioneros no nos jubilamos. Por el momento me quedaré aquí haciendo lo que pueda, apoyándome en la fe en Dios, que me da las fuerzas necesarias para ello.



En la imagen superior, el P. José Barranco, conversa con un hombre y una mujer en Guayaquil (Ecuador).

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