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Por Sebastián Ruiz-Cabrera
Las cifras del país más joven del mundo son alarmantes: desde julio de este año, unos 2,3 millones de personas han sido desplazadas por el conflicto; 786.000 han huido a los países vecinos desde diciembre de 2013; y más de la mitad del país (6,1 millones) necesita asistencia alimentaria de emergencia. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH) ha clasificado la situación de Sudán del Sur como “una de las más terribles del mundo en materia de derechos humanos”.
La causa inmediata de esta brutal guerra civil fue un enfrentamiento entre los principales políticos del país: el presidente, Salva Kiir, y el vicepresidente –dos veces destituido–, Riek Machar. Pero este conflicto no es el resultado de una disputa de sangre entre dos hombres, a pesar de las explicaciones convencionales. El catalizador clave ha sido la competencia por el premio mayor: el control sobre los bienes del Estado y los abundantes recursos naturales, específicamente el petróleo. Los líderes de las partes implicadas han manipulado y explotado las divisiones étnicas con el fin de conseguir apoyo a sus propias redes cleptocráticas. Para más inri, y según el informe de 66 páginas publicado recientemente por Sentry, un organismo con sede en Estados Unidos cofundado por el actor de Hollywood George Clooney, en este caos también estarían implicados bancos internacionales, empresas privadas, comerciantes de armas y abogados que estarían favoreciendo esta red clientelar.
Esta tesis es la que defendió en septiembre el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon ante la 71 Asamblea General de la ONU, celebrada en Nueva York: “Los poderosos mecenas que siguen alimentando la máquina de la guerra (…) tienen las manos manchadas con sangre”, un discurso severo de quien dejará su cargo a finales de año. Los mediadores internacionales han cometido varias veces el mismo error: el de tratar a los líderes caídos en desgracia como si fueran estadistas respetables, es decir, de tratar el problema como si fuera la solución.
Mientras, el Gobierno de Sudán ha amenazado también –en este contexto de múltiples aristas– que volvería a cerrar su frontera con el sur si Yuba no cumplía con su compromiso de expulsar a los grupos insurgentes que luchan contra Omar El-Beshir. Una linde que hasta el pasado enero había permanecido cerrada durante cuatro años. Por un lado, el sur se ve obligado a pagar por utilizar un oleoducto a través de Sudán para exportar su petróleo, al tiempo que ve peligrar el estado de Abyei, rico en oro negro y enclavado entre los dos países. Por otro lado, Jartum ha acusado repetidamente a su vecino meridional de apoyar a grupos rebeldes en los estados de Nilo Azul y Kordofán del Sur. No obstante, en junio pasado, y antes de que brotara de nuevo la violencia en Sudán del Sur, los ministros de Exteriores de ambos países se reunieron en Jartum para tratar de encontrar soluciones a estos conflictos.
Pero para El-Beshir, el punto caliente continúa en Darfur. Los informes de los últimos 13 años de conflicto sugieren que más de 500.000 personas han muerto, directa o indirectamente, por la violencia y que más de 3 millones de habitantes han sido desplazados de sus hogares. A pesar de que el Tribunal Penal Internacional (TPI) emitió una orden de arresto contra El-Beshir en 2009 por crímenes contra la humanidad, y añadió la categoría de crímenes de guerra y genocidio en 2010 por el caso de Darfur, la Administración de Obama elogiaba el pasado mes la cooperación de Jartum en la lucha contra los grupos extremistas islámicos. Una declaración en plena carrera electoral hacia la Casa Blanca que confirma que en materia de negocios no hay amigos o enemigos, sino intereses.
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