No son solo palabras

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Editorial del número de septiembre



El golpe de Estado en Níger del pasado 26 de julio complica todavía más la situación en el Sahel, que desde la aparición de la insurrección yihadista y secesionista en Malí en 2012 no ha dejado de empeorar. La crisis climática ha agudizado la pobreza extrema en la que vive gran parte de la población de esta amplia región subsahariana, los conflictos y diferentes formas de violencia han provocado cientos de miles de personas desplazadas o refugiadas y, además, la inestabilidad política se conjuga con repetidos golpes de Estado que las organizaciones regionales e internacionales no saben cómo afrontar.

Es difícil esclarecer el porcentaje de responsabilidad que tiene cada uno de los actores presentes en el puzle del Sahel. La falta de liderazgo de la clase política acumula parte de esa responsabilidad, pero también los militares que pretenden salvar la patria. Además, es inevitable señalar a la débil Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO), a los yihadistas y a quienes los sostienen dentro y fuera del continente, a Rusia y su ambigua presencia, y también a la comunidad internacional –en particular a Francia, antigua potencia colonial de la mayoría de los países del Sahel.

Muchos ciudadanos africanos atribuyen a Francia y a su neocolonialismo encubierto gran parte de culpa en la actual situación de inseguridad que sufre el Sahel. París se ha convertido en bouc émissaire de las desgracias de la región y el sentimiento antifrancés que ha recorrido las calles de Dakar, Bangui, Uagadugú o Bamako llega también ahora a las de Niamey. Los ciudadanos claman contra la política francesa en África, su humillante ayuda al desarrollo condicionada tantas veces a sus intereses, su inoperante presencia militar o la manipulación de políticos e instituciones para aprovecharse de los recursos del continente. 

Con independencia de lo matizable que pueda ser esta acusación, persiste en el tiempo y se extiende geográficamente. La sostiene una base de verdad, porque ni Francia ni el resto de las antiguas potencias colonizadoras –España incluida– son inocentes por completo de la situación que atraviesan actualmente sus excolonias. Después de las independencias, son demasiadas las veces que las relaciones bilaterales han estado marcadas –y siguen estándolo– por la hipocresía, las agendas ocultas y el egoísmo de una Europa que debería escuchar más a los africanos, poner fin a toda sombra de neocolonialismo y hacer gala de sus auténticos valores.

El papa Francisco, a su llegada a Lisboa para participar en la Jornada Mundial de la Juventud, recordó a las autoridades civiles y al cuerpo diplomático cuál es la misión del continente europeo. De la capital portuguesa partieron los primeros barcos que recorrieron las costas de África y, siglos después, en 2007, allí se firmó el Tratado de Lisboa, que citó el Papa: «En sus relaciones con el resto del mundo, [Europa] contribuirá a la paz, la seguridad, el desarrollo sostenible del planeta, la solidaridad y el respeto mutuo entre los pueblos, el comercio libre y justo, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos humanos». Y añadió que «no son solo palabras, sino hitos fundamentales para el camino de la comunidad europea», que concentran el espíritu que debe iluminar las relaciones de Europa con los países del Sahel, África y el mundo.

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