«Nombra mejor a Jesús pobre y humilde»

Varios membros de la comunidad enawene nawe, con la que vive y trabaja el P. Rafa. Fotografía: Christophe Simon / Getty

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TRIBUNA MN



Por Ana María Medina, escritora y periodista en la diócesis de Málaga.



Mi trabajo me ha permitido entrevistar a más de una persona dedicada a la Misión. Siempre repito, a quien anda lejos de la profesión de periodista que, cuando la ejerces en el ámbito de la Iglesia católica, eres afortunada porque tienes entre tus manos, en todo momento, la Buena Noticia. Si, además, puedes ponerle rostro misionero, entonces no es que sea «buena», es que brilla de un modo especial, capaz de iluminar hasta al más escéptico. 

«Los misioneros están hechos de otra pasta», «son increíbles», «ellos sí que son valientes», repetimos. Pero cuando te acercas a un misionero, a una misionera, y le escuchas, descubres que son personas como nosotros, solo que se tomaron muy en serio aquello de «Id por todo el mundo». 

No vamos a negar que hay que ser valiente para dar el paso de abandonar tierra, familia y confort y entregar tu vida por completo allá donde el Padre te mande. Pero lo que siempre me ha cautivado es que, en su concepto de fraternidad, no cabe otra opción. Somos una única humanidad, el otro es igual que yo, sin importar las circunstancias en que haya nacido, y eso les lleva a sentir un hogar en cualquier punto del planeta y a llamar hermano a cualquier ser humano.

Rafa es jesuita y vive en la diócesis de Juina, al noroeste de Mato Grosso, en la Amazonia. Él, además de misionero, es mi amigo. Nos conocimos cuando pasó a ser sacerdote de la Compañía de Jesús y, desde entonces, nuestros caminos nos han mantenido unidos. Rafa había sido un mal estudiante, había logrado acabar Derecho, trabajaba, tenía novia…, hasta que, en una experiencia misionera en Bolivia, cuenta que «en medio de los pueblos indios viví una experiencia muy fuerte y experimenté que Dios me pedía ponerme al servicio de los más necesitados». Inició su noviciado allí mismo y «el acompañar a la gente de allí –porque no es tanto lo que uno da como lo que recibe– me hizo ver la divinidad en la humanidad». Ya de jesuita fue enviado a Brasil. «Es impresionante ver al pueblo brasileño que, a pesar de estar crucificado, siempre tiene esperanza, solidaridad, lucha… Allí he conocido lo que la Compañía de Jesús hace con el mundo indígena y veo que mi sitio y mi vida son los indígenas», contaba en esa primera entrevista que nos sirvió para conocernos. Hoy, Rafa vive entre aquellos pueblos indígenas que le hicieron suyo. «Mi corazón y mi futuro están con los pobres», asegura. Comparte su vida con los pueblos mÿky y enawene nawe, con los que vivió el también jesuita Vicente Cañas, asesinado brutalmente hace 30 años por defender sus derechos.

Cuando le he dicho que lo nombraba en este artículo, me ha pedido que nombre mejor a Jesús pobre y humilde, que él es poca cosa. Mi amigo Rafa…

Para él, como para Esther, Jorge, Antonio, Verónica o Kike…, misioneros y misioneras repartidos por el mundo, ser misionero es ser eso, poca cosa, una simple semillita que se muere enterrada en la tierra, pero que, haciéndolo, es pura y auténticamente feliz. Ellos han encontrado esa felicidad que muchos, en este lado, buscamos en las pantallas, el consumo o la actividad frenética. Se han despojado de todo, lo han apostado todo, se han entregado del todo, han confiado todo a un Padre amoroso que tiene en cada uno de nosotros a su hijo amado, y que pone en nuestro camino los medios más oportunos para que descubramos en qué consiste esto del amor. 

Los misioneros no dejan, por eso, de ser un grito, de sorprendernos, de cuestionarnos. Solo van armados de ellos mismos, y con eso combaten cualquier injusticia. Solo representan a la Iglesia, y así santifican este cuerpo de Cristo que late en todo el mundo. Evangelizan caminando juntos –eso sí que es saber de sinodalidad–, con personas de otros credos, de culturas dispares, de etnias, costumbres y miradas muy distantes de las nuestras. Y el Evangelio que proclaman es el que dice: «Tú y yo somos hermanos, Jesús está a nuestro lado y Papá Dios nos ama y nos espera siempre. Y mientras tanto, nos envía su Espíritu Santo». Así podría resumirse toda su teología.

El misionero, para mí, es un experto en descubrir el desafío evangélico en todo cuanto acontece a su alrededor, y en mojar la punta de su dedo y alzarlo para ver por dónde sopla el viento del Espíritu. 

Sí. Doy gracias por conocer y querer a algunos hombres y mujeres misioneros, un canto a la humanidad que Dios quiere. En ellos veo brillar, clara, la mirada del Nazareno pobre y humilde que lo único que desea es que estemos a su lado.   

Fotografía: Christophe Simon / Getty

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