Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
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Las ciudades las transforman quienes las habitan. Durante las últimas décadas ha aumentado significativamente la llegada de gente procedente de diferentes puntos del planeta, enriqueciendo a una sociedad española cada día más diversa. Basta salir a las calles de una metrópoli como Madrid para verlo. ¿Qué piensan de esta ciudad quienes llegaron de núcleos como Nairobi, Tánger o Abiyán? «En Costa de Marfil pensaba que aquí toda la gente sería blanca. Pero he hecho amigos de China, Brasil, Colombia… Madrid me permite abrir más la mente y conocer mejor cómo es el mundo», dice Mory Sylla, actor y cocinero en el restaurante Salvaje. «Echo de menos a mi familia, pero estoy muy feliz aquí. Hay más oportunidades de trabajo, se cuidan más los derechos y se gana más. En el restaurante me siento como en casa. Los compañeros no me hacen sentir que soy de otro país». Antonio Zolawo Kiamuene, taxista desde hace diez años, llegó de Kinshasa (RDC) y comparte esa impresión. «Allí la gente es valiente y se busca la vida como sea para que las cosas funcionen. Pero no es nada fácil. Aquí es posible que alguien se interese por ti, te apoye y te abra un camino».
Desde la óptica Mioko, en Valdebebas, Aïcha Camara, optometrista y cineasta nacida en Conakry (Guinea), detalla otros contrastes. «Allí hacemos toda la vida en la calle. La casa es solo para dormir. La mayor parte de la zona no céntrica de Conakry está compuesta de casas pequeñas, casi chabolas, y hay puestos de comida en cada esquina. Aquí en todos los barrios encuentras edificios bien construidos». Sobre las casas también habla Abdou Sene, que llegó de Senegal hace más de 20 años y trabaja en un comercio en Lavapiés. «En Touba a las seis de la mañana la gente abre las puertas de sus casas y se quedan abiertas todo el día. Cualquiera es bienvenido, pero aquí tienes que tocar varios timbres y atravesar muchas puertas para entrar en una casa. Puedes llegar a vivir junto a un vecino durante años sin conocer su nombre». Esto también le impactó a Asha Ismail, somalí que llegó de Kenia y es activista en la asociación Save a Girl Save a Generation. «En Garissa crecíamos en comunidad con todos los vecinos. Nuestra vecina era como nuestra tía. Me chocó que aquí no. ¿Y si tu vecino necesita algo? La puerta de mi casa no se cerraba y, aunque fuéramos pobres, no había olla pequeña. Cualquiera podía entrar».
Asha cree que las personas africanas fomentan un tipo de relación más cercana y una forma de ser más espontánea. «Me impresionó al llegar lo ordenado que era todo, casi robótico. Demasiado. Nosotros somos más relajados. Incluso nos reímos de nuestros propios desastres. Las cosas no tienen que suceder en el orden que has elegido mentalmente. La vida no es así. Hay imprevistos, y hay que relajarse», insiste. Damaris Tomé Burgos, educadora social, llegó de Annobon (Guinea Ecuatorial), donde «los adultos, independientemente de que sean familia o no, se hacen cargo de la educación de los más pequeños». Christian Lele, jardinero camerunés, cuenta que en Bafoussam todo el mundo se saluda y se relaciona aunque no se conozca.
A Noor Ammar Lamarty, activista jurídica y creadora de la revista digital Women by Women, le encanta el ruido de las ciudades. El de Tánger (Marruecos), su ciudad natal, y el de Madrid. Pero subraya que «aquí una mujer se siente más segura. Puedes trabajar fuera de casa y volver tarde sin miedo». Para Margaret Obanda Kadima, religiosa que llegó de Nairobi (Kenia) y acompaña en un centro de acogida de Cáritas a personas que estaban en situación de calle, haber crecido en un entorno de pobreza es una ventaja para su trabajo. «Comprendo bien a estas personas, porque sé cómo se sienten. En mi ciudad hubo momentos en los que sentí lo mismo que ellas».
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