Proyecto CLIMA, una apuesta agrícola con sentido

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Centro Lasaliano de Iniciación a los Oficios Agrícolas de Beregadugú (Burkina Faso).

 

La extensión del acaparamiento de tierras, más el escaso rédito que genera la agricultura, está provocando que el campo burkinés se vacíe. Para hacer frente a este fenómeno, los Hermanos de La Salle en Burkina Faso han puesto en marcha un proyecto que pretende hacer atractivo el sector primario en el país.

L0 más llamativo de cuanto ha ocurrido en los últimos tiempos en el Centro Lasaliano de Iniciación a los Oficios Agrícolas (CLIMA, por sus siglas en francés), de Beregadugú (Burkina Faso), ha sido la visita del ministro de Recursos Animales y Pesqueros, Sommanogo Koutou, con su variopinto séquito de autoridades. La aparición de la noticia en la televisión estatal y en varios periódicos de la región han permitido al CLIMA gozar de cierta relevancia pública que este centro de formación, perdido en un rincón de la sabana burkinesa, apenas conoce.

Sin embargo, lo que sí impresiona es la historia del nacimiento del centro, que relata con simpatía su actual director, el hermano Abel Dembelé, un entusiasta ingeniero agrícola que ha vivido muy de cerca el desarrollo del CLIMA, desde su concepción, hace ahora unos 15 años: «Los Hermanos de La Salle queríamos comprometernos en la educación de los pobres de nuestra tierra, según nos recomienda nuestro carisma. Lo teníamos muy difícil en las escuelas, ya que el Estado únicamente sostiene la educación pública. Por ello, nos planteamos que fuera de las escuelas también podíamos servir a los pobres mediante la educación; y, entre los más pobres y desamparados de nuestro país los agricultores ocupan un lugar destacado. Además, con imaginación, de la agricultura podríamos captar recursos que en otros ámbitos veíamos casi imposible obtener».

 

Varios alumnos trabajan en una de las plantaciones del CLIMA. Foto: Javier Marmol / Manos Unidas

 

A estos primeros datos se añadían algunos más, según Dembelé: «Tras un discernimiento prolongado, vimos la trascendencia de la agricultura para nuestra gente, en un momento en el que el mundo rural se halla en declive, mientras las multinacionales tratan de hacerse con tierras de cultivo para explotarlas de acuerdo con sus intereses globales, que nada suelen tener que ver con las necesidades de la población local». Por otra parte, «La Salle había animado hace años en Toussiana un centro agrícola con muy buenos resultados. Hasta se podría decir que murió de éxito, al comprobar los agricultores lo que podían conseguir explotando sus tierras y negarse a alquilárselas al centro para las prácticas». Por fin, «el Capítulo General de 2000 lanzó a todos los hermanos una llamada apremiante a recordar nuestro compromiso ineludible con los pobres y su educación. Así, comenzamos a imaginar lo que después sería CLIMA».

 

Una escuela diferente

Se quería un centro de formación, pero no una escuela profesional al uso. El objetivo iban a ser jóvenes –casados o no– que, tras dejar la escuela, se afanasen por los vericuetos de la agricultura y la ganadería. Se trataba de dar una respuesta apropiada a las dificultades y problemas que encontraban todos los días, y abrirles caminos a nuevos planteamientos que les permitieran obtener mejores resultados. Ello exigía que estuvieran internos en el Centro durante, al menos, una campaña agrícola. También debían disponer de tierra abundante para cultivar y tiempo suficiente para poder hacerlo.

En esa fase localizaron una amplia propiedad del Estado burkinés que hasta la revolución de Sankara había servido para una explotación piscícola. La falta de agua, junto con el aumento de los gastos para procurársela –bombas, canalización, combustible…– dieron al traste con el proyecto, de modo que sus tierras quedaron abandonadas. Aunque apartado, parecía un buen lugar para los objetivos que se pretendían, así que se iniciaron las gestiones para hacerse con el terreno. La propiedad se hallaba en las afueras de Beregadugú, al sudoeste de Burkina Faso, cerca de la frontera marfileña.

Todo lleva su tiempo, y más en las Administraciones africanas, pero el navío terminó por llegar a buen puerto, de manera que el terreno pasó a manos de los Hermanos de la Salle y pudieron comenzar las obras. Concluía el año 2003 cuando el proyecto recibe su nombre: CLIMA que, como se ha apuntado, nada tiene que ver con el significado de sus siglas en castellano. En abril de 2007, con todo a punto, o casi, pudo recibirse a los primeros alumnos, con sus niños, para el primer curso, que finalizaría en vísperas de Navidad del mismo año. Entre medias, nueve meses de intensa actividad agrícola en clase y en los campos.

 

La puerta de la guardería donde se cuida a los hijos de los padres que estudian en el centro. Fotografía: Josean Villalabeitia

 

A cada alumno le esperaba una casita capaz de acoger a una familia de varios miembros, con agua, una letrina, energía eléctrica, cocina y huerto. Como abundaban los niños pequeños, hubo que organizar también una guardería donde, de paso, se cuidara un poco su alimentación, ofreciéndoles a mediodía una comida que prepararían, por turnos, sus madres con los productos y la supervisión del Centro. La guardería contaría con una educadora para encargarse de los niños desde primera hora de la mañana hasta media tarde. Para los padres que tuvieran hijos en edad escolar, caso raro dada la juventud de los estudiantes del CLIMA, se organizaba su asistencia a la escuela del pueblo.

En verano de 2017, cuando visitamos el Centro, los alumnos eran 17, entre solteros y casados, y los alumnos de la guardería sumaban 11. No había niños más mayores.

Alumnos de hoy y de mañana

La organización del trabajo en el CLIMA es muy sencilla. El Centro imparte una formación intensiva muy concreta, en relación con las explotaciones agropecuarias más importantes de la región. En el dominio agrícola, maíz y plátanos; en el ganadero, gallinas y cerdos. Algunos días, pocos, tienen clases teóricas sobre agricultura; los demás, van al campo a trabajar.

El Centro encarga por parejas –un matrimonio o dos alumnos ­solteros– el cuidado de una finca de media hectárea, para lo que aporta herramientas, semillas y demás productos necesarios; además, es el CLIMA el que decide lo que hay que plantar allí. En este cultivo obligatorio se practica lo recibido en clase. La cosecha de estos huertos, permanentemente supervisados por los profesores, quedará en el CLIMA y constituirá el alimento principal de los alumnos del año próximo, de la misma manera que los alumnos se alimentan este curso de lo que cultivaron los alumnos del año pasado.

La producción agrícola se emplea en la manutención de los alumnos y sus familias. Las madres, por turnos, elaboran la comida de los más pequeños. Fotografía: Josean Villalabeitia

Y luego cada cual puede solicitar al Centro el terreno que desee para cultivar, decidir qué pone en él y trabajar para su propio provecho. En los planteamientos del CLIMA se contempla que cuando los alumnos abandonan el Centro, al final de la campaña, deben llevar provisiones para subsistir, al menos, hasta la cosecha siguiente. La experiencia indica que, a menudo, dependiendo de los años, pueden incluso llegar a vender una parte de esta cosecha propia. Los profesores supervisan también estos cultivos personales, aconsejan, y prestan ayudas concretas en forma de semillas y abonos que, en el momento de la cosecha, recuperarán en especie.

Como complemento educativo, al final de la tarde se dan cursos de puericultura, higiene y francés. El Centro cuida también, de manera particular, la formación cristiana de los interesados, además de ­asegurar una Eucaristía semanal, tiempo para la oración y otras actividades relacionadas con la evangelización. Dentro del equipo del Centro está un hermano enfermero que desarrolla una actividad muy apreciada por los alumnos del CLIMA –en especial las madres con sus niños– y la población de los alrededores.

Un complemento muy interesante son las explotaciones agropecuarias, pensadas para la autosuficiencia económica del Centro, aunque sin olvidar su benéfica influencia en los alumnos más lanzados. Así, el ­CLIMA ha montado varias explotaciones, de manera más o menos industrial, de lechones, gallinas ponedoras, pintadas así como una piscifactoría con tilapias y peces gato africanos. Además, en agricultura, han puesto en marcha una plantación de sésamo y un amplio campo de frutales –mangos, papayas, anacardos– junto a un gran platanar. Un transportista se encarga todos los días de distribuir la producción –huevos, carne y fruta–, sobre todo en la vecina ciudad de Banfora. Como, de momento, la demanda es muy superior a la oferta, la comercialización de los productos no presenta particulares dificultades.

Los alumnos visitan estas explotaciones, conocen en ellas nuevas técnicas agropecuarias –como el riego por goteo o formas para incubar huevos–, aprenden los secretos del éxito en cada especialidad, y alguno hasta se anima a intentarlo. Tendrá que trabajar algunos días en la explotación que le interesa para aprender mejor ciertas cuestiones y practicar las técnicas junto a los operarios especializados, y después recibirá del Centro el material necesario para comenzar por su cuenta, aunque de momento no son demasiados los que aprovechan estas prometedoras oportunidades.

Por otro lado, estos últimos años el CLIMA ha comenzado una fructífera colaboración con las universidades burkinesas especializadas en agricultura y ganadería. De hecho, recibe todos los años a varios universitarios que disponen de tierras y granjas para completar sus estudios. Varios de ellos se han titulado ya con trabajos de fin de grado basados en experiencias desarrolladas en el Centro. Aquí también, en no pocas ocasiones, los responsables de CLIMA tienen que echar una mano para orientar las experiencias, sugerir nuevas prácticas y ayudar a extraer conclusiones apropiadas.

 

Ilusión y escepticismo

Sobre el papel el proyecto CLIMA parece impecable, y la experiencia de varios antiguos alumnos que, tras su paso por él, se han decidido a aplicar en sus tierras lo aprendido, así lo atestigua. Pero la respuesta de los jóvenes agricultores a los reclamos del Centro debe mejorar. Lo confiesa el hermano Abel: «el CLIMA se mueve por muchos lugares para atraer alumnos. Se hace publicidad a través de las radios del país, en las parroquias y mediante impresos explicativos muy claros que llegan hasta el último rincón de Burkina y países limítrofes. Además, los responsables nos desplazamos a muchos lugares, durante los tres meses en que el Centro permanece inactivo, para resolver dudas y terminar de convencer a los indecisos. Pero la respuesta en número de inscripciones está, en general, por debajo de las expectativas. De hecho, casi nunca hemos llenado las 24 casas para alumnos de que disponemos. Y eso que hablamos de nueve meses de formación, alojamiento y manutención completamente gratuitos para toda la familia».

Y es que, cuando los candidatos se enteran de que el Centro ofrece formación y poco más, pierden gran parte de su interés. Lo que desearían es que el CLIMA aportase semillas, abonos, herramientas, financiación en buenas condiciones… Aunque el certificado que reciben los alumnos carece de validez oficial, Abel Dembelé argumenta que «los alumnos lo utilizan para conseguir trabajo en ministerios e instituciones relacionadas con la agricultura y el mundo rural. Además, parece que nuestra humilde certificación es bastante apreciada en esos ambientes, lo que no deja de sorprendernos».

La economía del CLIMA es muy frágil; sobrevive al día a día, pero se muestra incapaz de mejorar sus instalaciones o de afrontar sorpresas como inundaciones o sequías, dos enemigos del campo que atacan con más frecuencia de lo deseable y que el Centro enseña a combatir con eficacia. La ayuda de oenegés amigas, como las de La ­Salle o Manos Unidas, resulta imprescindible para la supervivencia del proyecto.

Por desgracia, el mundo rural se vacía, en Burkina y en toda África; y los pocos que resisten en los poblados tratan de huir como sea de los trabajos agrícolas. A pesar de todo, el CLIMA sigue apostando por los agricultores, dándoles formación y, con ella, esperanza y futuro. En un mundo que, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, de aquí a 2050 tendrá que aumentar en un 70 por ciento su producción de alimentos para abastecer como es debido a la población mundial, la apuesta del Centro Lasaliano de Iniciación a los Oficios Agrícolas de Beregadugú, está, sin duda, repleta de sentido. Por más que los llamados a ser sus protagonistas fundamentales no terminen de creérselo del todo.

 


¿Es solo un pozo?

María Eugenia Díaz / Manos Unidas

Escuché recientemente comentar con cierto desprecio «la manía» de algunas oenegés españolas por hacer pozos aquí y allá por toda África. Me sorprendió porque el comentario partía de alguien que había visitado varios países africanos, por su vinculación con una oenegé de prestigio. El reproche partía del hecho de que los pozos «no son cooperación al desarrollo». Inmediatamente mi cabeza se situó en Benín –uno de los muchos países africanos que he tenido la suerte de visitar– y en un pozo por inaugurar. Rememoré la fiesta que supuso para una comunidad «en medio de ninguna parte», la inauguración de aquel invento maravilloso, del que brotaba agua, clara, nítida, pura y para todos.

Nuestro día a día, altera la percepción que tenemos de las cosas. Abrimos el grifo y brota el agua y ¡hasta caliente! El agua es un elemento al que no prestamos atención y que no valoramos en absoluto, ni nos preocupa, salvo cuando hay restricciones. Resulta difícil imaginar que los habitantes del mundo no tengan acceso al agua potable y menos aún a los beneficios que la acompañan. Vuelvo al pozo de Benín. Niños, niñas, personas de todas las edades, acarrean diariamente agua desde el río más próximo, agua para todo: beber, cocinar, lavarse…, la proximidad siempre se mide en kilómetros. Así que aquel lugar de reunión, donde compartir tantas cosas, del que manaba el agua pura, era más que un pozo: era un milagro.

 

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