Publicado por José Carlos Rodríguez Soto en |
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Fotografías: Getty Images
Durante la década de los 90 del siglo pasado, cuando gobernaba en México el Partido Revolucionario Institucional (PRI), entonces en el poder sin interrupción desde los años 20, corría por el país el siguiente chiste: un grupo de turistas mexicanos de visita en Washington contemplan la Casa Blanca mientras su guía les explica que «En Estados Unidos tenemos el sistema electoral más avanzado del mundo, 24 horas después de votar ya sabemos quién va a ser nuestro próximo presidente». A lo que uno de los visitantes le responde que «En México tenemos un sistema mucho más avanzado. Allí ya lo sabemos… ¡un año antes de las elecciones!».
Mutatis mutandis, la broma se podría aplicar a numerosos Estados africanos en los que sus mandatarios se eternizan en el poder, casi siempre con procesos electorales fraudulentos. Los presidentes de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, y quien hasta hace poco lo fue de Angola, José Eduardo dos Santos, han gobernado sus países desde 1979, lo mismo que el de Congo, Sassou-Nguesso (excepto por un paréntesis de cinco años), el camerunés Paul Biya lleva en el poder desde 1982, el ugandés Yoweri Museveni desde 1986, Robert Mugabe (Zimbabue) desde 1987, Idriss Déby (Chad) desde 1990… La lista es larga. Lo curioso del caso es que ningún régimen político africano en la actualidad puede ser calificado oficialmente de dictadura. Todos ellos, con la excepción de Suazilandia –una de las pocas monarquías absolutas que aún existen en el mundo–, tienen sistemas que oficialmente son democracias multipartidistas pero de facto son regímenes de partido único.
En este contexto, es justo preguntarse si sirven de algo las misiones internacionales de observación electoral, un práctica que muchos ven con escepticismo. Pensemos en las presidenciales de Kenia celebradas el 8 de agosto y anuladas el 1 de septiembre por la Corte Suprema, por «irregularidades graves», entre otras la falta de verificación de cinco millones de votos. Fue la primera vez en la historia de África que el Poder Judicial anulaba unas elecciones y obligaba a repetirlas. Tras el anuncio, no quedaron en buen lugar las misiones de observación internacional, la del Carter Center, encabezada por el ex secretario de Estado norteamericano, John Kerry, así como las de la Unión Europea y de la Unión Africana, que pocos días antes habían concluido que los comicios habían sido transparentes y que los incidentes señalados había sido «hechos aislados».
Siendo justos, hay que tener en cuenta que algunos Estados africanos solo aceptan misiones de observación electoral de organismos del propio continente, empezando por la Unión Africana, cuyos observadores por lo general tienen un mandato muy limitado de hacer el seguimiento del mismo día de los comicios y poco más y, por lo general, evitan declaraciones polémicas. Durante las últimas elecciones en Ruanda, en agosto de este año, en las que el presidente saliente Paul Kagamé fue declarado vencedor con el 98 por ciento de los votos, ninguno de los observadores de la Comunidad de África del Este o de la Conferencia de los Grandes Lagos puso en tela de juicio la validez del proceso electoral. Y cuando el año pasado el presidente de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang, obtuvo el 99,2 por ciento de los votos, los observadores de la Comunidad Económica de Estados de África Central se limitaron a cumplir el expediente.
No siempre es así y a veces hay misiones de observación electoral que ponen el dedo en la llaga. En diciembre de 2016, durante las elecciones presidenciales en Gabón, los observadores de la Unión Europea denunciaron en su informe final «anomalías que ponen en cuestión el resultado final», llegando incluso a criticar al Tribunal Constitucional por su falta de independencia. La irregularidad más llamativa la encontraron en la circunscripción de Haut Ogooué, donde el presidente saliente Ali Ben Bongo ganó por un 95,47 por ciento de los votos, y donde –según los resultados oficiales– se registró una tasa de participación del 99,83 por ciento, lo que significaría que únicamente 50 electores sobre los 71.786 inscritos en el censo electoral de esa provincia se habrían abstenido de ir a votar.
Para garantizar un juego limpio por parte de estas misiones de observación existe un declaración de principios, así como un código de conducta para observadores internacionales de elecciones que deja muy claro lo que es aceptable y lo que no. Fue firmado en octubre de 2005 en la sede de la ONU por representantes de una veintena de organizaciones internacionales, entre ellas prestigiosas instituciones con amplia experiencia como el Consejo de Europa, la OSCE, la Organización de Estados Americanos, la ONU, la Comisión Europea, la Comisión de Venecia, el Secretariado de la Commonwealth y oenegés como el Centro Carter o el National Democratic Institute. Entre los firmantes hay dos instituciones africanas: la Unión Africana y el Instituto Electoral del África Meridional (EIS).
Pero no es solo cuestión de declaraciones. También de sentido común y de aprender de la experiencia. Por ejemplo, para asegurar la integridad de unos comicios es necesario realizar un seguimiento de todo el proceso electoral, sin centrarse únicamente en el día de la votación. Y huelga decir que los observadores deben ser personas capacitadas. No siempre se cumplen estas condiciones: una de las quejas más frecuentes se refiere a la práctica de lo que se ha venido en llamar turismo electoral, en el que personalidades que pueden ser políticamente importantes –incluidos antiguos presidentes o primeros –ministros– pero con poca experiencia profesional, llegan al país dos días antes de la jornada electoral, observan superficialmente un par de sitios de votación y el inicio del escrutinio y regresan con rapidez a su hotel en la capital para emitir sus conclusiones y preparar su salida del país. Esta y otras malas prácticas pueden hacer que la observación internacional se convierta en un problema que se añade a los ya existentes en el país, especialmente si el equipo de observación concluye su misión emitiendo un juicio sobre la elección sin haber contado con la información suficiente.
La observación de todo el proceso electoral conlleva prestar atención a algunos elementos para que unas elecciones puedan llamarse libres y justas. Entre ellas, está garantizar la imparcialidad, una tarea que comienza mucho antes de la fecha de los comicios. Los partidos y candidatos independientes deben contar con las condiciones para poder registrarse de forma razonable, sin sufrir coacciones ni ser sometidos a procesos para registrarse demasiado complicados. Todas las fuerzas políticas deben ser capaces de realizar sus actividades con libertad y sin ser intimidados. El caso de Ruanda es sintomático: durante los meses que precedieron a las elecciones de 2003, 2010 y 2017 el Estado puso serias trabas al registro de partidos de la oposición, algunos de cuyos líderes fueron detenidos, intimidados o incluso asesinados en circunstancias turbias. Junto a ello, el acceso a los medios de comunicación debe ser igual para todas las fuerzas políticas que participan en el proceso electoral.
A menudo, el censo electoral es un terreno en el que el régimen en el poder juega sucio, realizando maniobras que no siempre son fáciles de detectar. Durante las dos últimas elecciones presidenciales en Uganda, en 2011 y 2016, se dieron muchos casos, en zonas potencialmente favorables a la oposición, de votantes que no encontraban su nombre en su colegio electoral y eran dirigidos a otros lugares a varios kilómetros, donde tampoco aparecía su nombre.Junto a esto, el partido en el poder no debería tener una ventaja injusta sobre el resto de las fuerzas políticas usando los medios financieros y logísticos del Estado.
Entre los elementos que configuran la libertad y justicia de unos comicios se encuentra el trabajo previo que realizan, a menudo, distintas oenegés y otros organismos nacionales, incluida la Iglesia, que realizan campañas de educación cívica muy útiles, sobre todo en lugares donde la mayor parte de la población vota por primera vez en su vida. Estas iniciativas también ayudan a crear un clima de tolerancia y de respeto mutuo. Aquí entra la formación de los miembros de las mesas electorales. Junto a esto, hay que cuidar de la seguridad ciudadana el día de los comicios. La presencia de policías, y a veces del ejército, debería garantizar que todos puedan ejercer su derecho al voto de forma libre, y no para intimidar a los potenciales votantes de la oposición.
Durante los últimos años se ha repetido que África no necesita hombres fuertes, sino instituciones fuertes. Una de ellas debería ser la comisión electoral, que en última instancia es la encargada de organizar los comicios, y que debería siempre estar formada por personas competentes e íntegras que no acepten presiones externas. Esto mismo debe aplicarse a los tribunales supremos y a los tribunales constitucionales, órganos judiciales que tienen la última palabra, la autoridad para proclamar los resultados y para recibir posibles impugnaciones.
Muchas elecciones degeneran en situaciones caóticas por falta de previsión y de logística. El elector debe poder llegar al colegio electoral y encontrarse con que todo lo necesario –urnas, papeletas, listas de votantes o cabinas– está en orden y no falta nada, para evitar situaciones de confusión y despiste.
Una vez cerrados los colegios electorales, el recuento a pie de urna es un momento delicado. Hay que asegurarse de que se realice de forma transparente, que los presidentes de las mesas sepan cómo completar el informe de la votación y que estos procesos junto con las urnas sean trasladados en condiciones seguras al centro de recogida de datos.
Cuando en noviembre de 2015 me presenté voluntario en la misión de la ONU en República Centroafricana para ser observador de las elecciones que se avecinaban, me sorprendió que, entre otros materiales, en cada kit preparado para entregar a los representantes de los candidatos había dos linternas con sus pilas. Lo entendí muy bien cuando llegó el día de los comicios. La mayor parte de los colegios electorales que visité en el octavo distrito de Bangui cerraron no antes de las siete de la tarde, ya de noche, y si no hubiera sido por las linternas los presidentes de las mesas difícilmente habrían podido realizar el recuento de cada urna, presenciado por todos los votantes que lo deseaban.
Aquella víspera de Nochevieja –la primera que los habitantes de Bangui celebraron en paz después de tres años de violencia interminable– quedará para siempre grabada en mi memoria. Me impresionó ver las largas colas que formaba la gente bajo un sol implacable. Saqué fotos, tomé notas, di cuenta en el momento a mis superiores cuando veía algo que no iba bien, y sobre todo escuché a cientos de personas, muchas de las cuales era la primera vez en su vida que votaban y que aguantaban horas con la esperanza de que unas elecciones libres iban a sacarles del abismo de la guerra, una ilusión que los dos violentos años que han venido después se ha encargado de atemperar.
El acompañamiento del proceso empezó antes de la campaña. Hablé durante muchas horas con varios de los candidatos individualmente, acudí a sus mítines de campaña y recorrí a pie numerosos barrios para tomar el pulso a la realidad. El jefe de la ONU en el país hizo un gran trabajo de diplomacia tranquila para desactivar tensiones y consiguió que los 30 candidatos se comprometieran a firmar un código de conducta para asegurar una campaña electoral limpia y sin amenazas. Este diálogo, y el hecho de que ninguno de los candidatos partiera como presidente saliente, contribuyó a una campaña sin sobresaltos. No recuerdo un solo mitin en Bangui en el que hubiera el más mínimo incidente y me llamó la atención el ambiente festivo.
Durante el día de las elecciones, tuvimos que solventar numerosos problemas prácticos, muchos de los cuales trascendieron de la mera observación del proceso. La falta de papeletas o de urnas a menudo se solventó en pocos minutos tras una urgente y discreta llamada a la Comisión Electoral. Después, durante el recuento, seguí yendo todos los días al centro de recogida de datos en jornadas que se prolongaban hasta la medianoche, donde me impresionó sobre todo el tesón de las mujeres que abrían pacientemente los sobres en jornadas de más de 14 horas. Los representantes de los distintos candidatos tenían acceso libre para observar que todo se desarrollaba con transparencia.
Los centroafricanos guardaban en su memoria experiencias negativas de anteriores citas electorales cargadas de tensión. Afortunadamente, en esta ocasión se respetaron las reglas del juego durante el recuento: al final de cada jornada, el presidente de la Comisión Electoral anunciaba en la radio los resultados provisionales del día. Cuando el Tribunal Constitucional emitió los resultados definitivos, todos respiraron aliviados. Durante la segunda vuelta, el candidato perdedor refunfuñó un poco pero se apresuró a felicitar al ganador. Hoy, casi dos años después, amplias zonas de República Centroafricana siguen sumidas en la violencia y todos han aprendido que unas elecciones limpias no resuelven todos los problemas. Pero, por lo menos, marcan lo mínimo con lo que hay que contar para salir del atolladero.
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