Publicado por José Naranjo en |
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Golpes de Estado, líderes que se eternizan en el poder, regímenes autoritarios que aplastan toda disidencia, conflictos que se agravan, retroceso de las libertades, inseguridad creciente y Estados incapaces de proveer salud, educación o vivienda a sus ciudadanos. Como reflejo de lo que pasa en el resto del mundo, la democracia vive sus horas más bajas en África desde los años 90, un ocaso que arrastra consigo a procesos de integración regional y derechos conquistados a golpe de mucho esfuerzo. Hay excepciones, claro está, pero el último Índice Ibrahim de Gobernanza Africana (IIAG), un excelente indicador anual, muestra el ocaso democrático experimentado en la última década en el continente y revela que tres de cada cuatro africanos viven en la actualidad en países donde la gobernanza se ha deteriorado desde 2014.
África occidental es un buen ejemplo de lo ocurrido. Hace apenas 15 años, Gambia y Togo eran los últimos rescoldos de regímenes dictatoriales; en la actualidad, juntas castrenses o militares disfrazados de libertarios imponen la ley del más fuerte en media región, mientras que en países de tradición democrática, como Senegal, el riesgo de deriva autoritaria es evidente. Un vistazo al resto del continente no es más halagüeño: desde los regímenes pseudomonárquicos de Obiang, Sassou-Nguesso, Biya o Museveni en Guinea Ecuatorial, República del Congo, Camerún y Uganda, respectivamente, hasta las dictaduras de nuevo cuño en Túnez o Egipto, pasando por el deterioro de la calidad democrática en países hasta ayer ejemplares como Mauricio, Botsuana y Comoras.
Las democracias que se generalizaron en África tras la caída del muro de Berlín –muchas de ellas tan solo formales–, han fracasado. Esta es, al menos, la opinión compartida por millones de africanos que hoy desconfían tanto de sus instituciones como de la clase política que está al frente de las mismas. Ocurre en otros lugares del mundo, incluso en EE. UU. o Europa, donde los votantes otorgan cada vez más confianza a populismos y a la extrema derecha. Pero en África la crisis da alas a oportunistas de uniforme. Hubo un tiempo en que los golpes de Estado parecían una anomalía, pero en los últimos años se sucedieron en un buen número de países: Guinea-Bissau, Guinea, Malí, Burkina Faso, Níger, Chad, Sudán y Gabón, si bien en estos dos últimos fue para derrocar a dictadores.
Muchos de estos alzamientos fueron recibidos entre vítores o alentados incluso por una población hastiada de sus dirigentes, a quienes consideraba tiranos, débiles o corruptos. No es que los africanos rechacen la democracia, pero para muchos se trata de un experimento fallido impuesto por Occidente. Según el Afrobarómetro 2024, dos de cada tres africanos prefieren la democracia a cualquier otro sistema, pero en nada menos que 30 países este apoyo ha ido mermando con el paso de los años mientras se debilita el rechazo a regímenes militares o autoritarios.
A juicio del Instituto por la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA), el nivel medio de la democracia en África es «relativamente estable», aunque reconoce que tanto los golpes de Estado como los conflictos han venido a romper una tendencia que había sido positiva en la última década en países concretos, como Gambia o Zambia. Según esta organización intergubernamental que chequea a 173 países del mundo cada año, la participación electoral y la fortaleza de la sociedad civil en el continente son positivas, pero en los últimos años se han desplomado la representación y el respeto a las leyes. Su último informe, publicado en 2024, añade un tercer elemento entre las causas de este deterioro: «África sigue siendo un campo de competencia geopolítica, ya que potencias extranjeras, como China, Francia, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos, esperan mantener esferas de influencia y perseguir sus propios intereses económicos y de seguridad. No será posible asegurar un futuro democrático sin abordar la inseguridad y los déficits de gobernabilidad en sus múltiples manifestaciones», comentan los autores del estudio.
La narrativa emergente de rechazo a la democracia cabalga a lomos de un creciente sentimiento antieuropeo. Los modelos de progreso no son ya Francia, Reino Unido o Alemania, sino Rusia, China o Turquía, potencias que desprecian el juego democrático. Sin embargo, para Gilles Yabi, responsable del centro de investigación Wathi, este discurso es tramposo. «Dejemos de reprochar a un modelo democrático que hemos decidido ampliamente no aplicar, violando a menudo los principios escritos en los textos constitucionales, por el hecho de no producir los resultados esperados. Es como negarse a tomar todos los medicamentos prescritos por el médico para curar una enfermedad, hacer una selección entre los mismos para tomar algunos y otros no y luego acusar al médico de incompetencia porque no hemos sanado. Es una formidable muestra de deshonestidad intelectual», asegura.
Otro de los factores que explican este giro al autoritarismo es la violencia. A los viejos conflictos que se reactivan, como el del noreste de la República Democrática del Congo, el de Sudán del Sur o el que enfrenta a Etiopía y Eritrea, se unen las guerras asimétricas provocadas por el avance del yihadismo. Se trata ya de una auténtica mancha de aceite que impregna no solo al Sahel occidental, Somalia o el norte de Nigeria, sino que se extiende también por el norte de Mozambique, Uganda, Camerún, Chad y el norte de Benín y Togo, provocando un sufrimiento enorme a millones de civiles expuestos a la violencia que generan tanto los radicales como la respuesta militar que trata de combatirlos. Frente a esta amenaza, los regímenes de mano dura emergen como la opción salvadora.
Además de los conflictos, uno de los peores enemigos de la democracia es la corrupción. Según el último índice mundial que mide la percepción de este parámetro, elaborado por Transparencia Internacional el pasado mes de febrero, tan solo dos países africanos se encuentran entre los 40 más saneados del mundo, Seychelles y Cabo Verde, dos de las democracias más consolidadas del continente. En el extremo contrario, otros dos países africanos ocupan las últimas posiciones, Sudán del Sur y Somalia, y nada menos que la mitad de los 20 últimos puestos son para países africanos. Además de los dos citados, se trata de Libia, Eritrea, Guinea Ecuatorial, Sudán, Burundi, la República Democrática del Congo, Zimbabue y Guinea-Bissau.
El Índice Mo Ibrahim coincide en la detección de señales negativas. «Mientras África ha registrado un mínimo progreso en la última década, casi la mitad de la población del continente vive en 28 países donde los mecanismos anticorrupción se han deteriorado desde 2014», asegura este informe. Cierto es que algunas naciones, como Angola, han experimentado un incremento de los sistemas de control, pero otras, como Botsuana, Mauricio o Sudáfrica, muestran síntomas de empeoramiento. En consonancia con esta profunda crisis de la democracia, la percepción de libertad para hablar, seguridad e incluso de oportunidades económicas se han desplomado. En este contexto, la migración se interpreta como una salida más que tentadora para millones de africanos.
Los casos más claros de deterioro democrático son los tres países del Sahel en los que juntas militares subieron al poder en los últimos cinco años, Malí, Níger y Burkina Faso, donde periodistas, políticos de oposición y activistas de derechos humanos están siendo encarcelados, torturados o enviados al frente de batalla. El pasado mes de marzo, una asociación de periodistas de este último país se reunió en Uagadugú. Durante el encuentro, tanto el presidente como el vicepresidente manifestaron su inquietud por el secuestro, por parte de agentes gubernamentales, de hasta siete informadores en los últimos años. Acto seguido, ellos mismos fueron detenidos y llevados a un lugar desconocido. En Níger, donde los partidos políticos han sido suspendidos, el activista Moussa Tchangari dio con sus huesos en la cárcel por mostrar una posición crítica respecto al poder. En su vecino Malí, toda manifestación contraria a los militares es reprimida por la violencia o la justicia al servicio de los gobernantes.
Si en estos tres países no hay elecciones a la vista, para otros el año 2025 será crucial. De todos los comicios que se celebran este año, dos son significativos de lo que ocurre con la democracia en África. Los primeros se celebraron en abril en Gabón y fueron históricos porque los Bongo ya no estaban en el poder. La pregunta que resuena en todas las cancillerías es si el general Oligui Nguema, el nuevo hombre fuerte del país, está dispuesto a permitir una libre alternancia democrática o si ha venido para quedarse de manera indefinida usando comicios trucados. De momento, en estas elecciones obtuvo la victoria con más del 90 % de los sufragios. Los segundos serán a final de año en Camerún, donde el nonagenario Paul Biya ocupa el sillón presidencial desde hace casi medio siglo. En ambos casos, hacerse con los resortes del poder parece suficiente para conservarlo y aplastar o reducir a la mínima expresión a la oposición democrática.
Los procesos de integración regional, que también generan sistemas supranacionales de control frente a la tentación autoritaria, no se han librado del retroceso. El fracaso de las comunidades de África austral y oriental para mediar en la guerra del Congo y la salida de Malí, Níger y Burkina Faso de la desacreditada CEDEAO, así como la muerte cerebral de la Unión del Magreb Árabe, reflejan la profundidad de la crisis. Este viejo modelo de integración por regiones llega a su final sin que una nueva arquitectura continental se haya desarrollado. Pese a los esfuerzos unificadores, como la creación de la Zona de Libre Comercio Continental (AfCTA), el sueño de la unidad africana sigue quedando lejos.
Pero no todo es negativo. En el otro extremo, destaca la evolución democrática de Seychelles. En 2020, la oposición llegó por fin al gobierno en una primera alternancia pacífica y sus enormes esfuerzos por la normalización política han convertido a este pequeño país en un faro para el continente. Cabo Verde también ha conocido varias alternancias sin turbulencias, al igual que Ghana o Nigeria en los últimos años, dejando atrás un pasado golpista. Pese a sus desafíos internos, Botsuana, Mauricio, Namibia o Sudáfrica también presentan estándares reconocibles de libertades, participación y estabilidad.
Así lo recuerda el propio Mohamed Ibrahim: «No resumamos demasiado rápido el panorama de gobernanza de África bajo un único promedio. […] el notable progreso registrado por países como Marruecos, Costa de Marfil, Seychelles, Angola y Benín, y en algunas áreas clave, como la infraestructura y la igualdad de la mujer, debería brindar esperanza sobre lo que podemos lograr», asegura.
Otra buena noticia tiene que ver con los derechos y la participación de la mujer en África. Pese a que tan solo cuenta con dos jefas de Estado en ejercicio, la tanzana Samia Suluhu y la namibia Netumbo Nandi-Ndaitwah, otros países, entre los que destacan Egipto, Gabón o Liberia, han ido mejorando en aspectos como la aprobación de leyes contra la violencia machista, la percepción positiva del liderazgo femenino, la igualdad de derechos o las oportunidades socioeconómicas. En Gambia, una iniciativa para despenalizar la mutilación genital femenina fue desechada en el Parlamento. Cabo Verde, Ghana, Mauricio, Burundi y Ruanda siguen liderando la lista en cuanto a igualdad de género en África.
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