Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
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Nací en Madrid, en la Maternidad Municipal de Manuel Becerra, donde llevaban a las mujeres migrantes y racializadas a parir cuando no tenían papeles. Mi madre migró en el 96 desde Guinea Ecuatorial a Barcelona sin saber que estaba embarazada de mí. Cuando se enteró, se reunió con su hermana en Madrid. Me tuvo con 20 años. Decidieron que me fuera con mis abuelos a Guinea Ecuatorial, donde estuve hasta los dos años y medio. Siempre he estado rodeada de muchísima gente, en una familia muy grande. Mis abuelos tienen diez hijos, somos muchos primos y hemos vivido en la misma casa. Ahora nos hemos ido repartiendo cada uno en nuestros hogares, pero seguimos manteniendo un estrecho contacto.
Los primeros choques de racismo empezaron a aparecer en mi colegio. Era un colegio muy pequeño en Manoteras, en aquel momento un barrio muy pobre. Estaban las casas y chabolas informales del pueblo gitano, estábamos nosotros y otra poca población migrante, y luego algunas familias blancas de clase baja que no se podían permitir ir a los colegios concertados de la zona de Hortaleza. Allí me di cuenta de que había diferentes formas de ser y de trato. Nos decían cosas como «es que sois un montón. ¿Qué habéis venido a hacer a España?», o «A ti te pusieron con las manos apoyadas contra la pared y te pintaron». Había cierta discriminación por parte del profesorado, que se notaba cuando elegían con quién querían hacer un acompañamiento educativo y con quién no. ¿Por qué pasaba esto?
En casa lo hablábamos poco porque todos estábamos adaptándonos. Ahora con mis primos pequeños es diferente porque sus padres ya saben identificar y gestionar mejor las situaciones de racismo. Cuando nosotros estábamos creciendo, aunque sabíamos que estaba mal, le quitábamos hierro al asunto. Yo lo gestionaba intentando ser excelente, no cometiendo ningún error, pensando que así nadie me trataría mal. Pero el racismo no funciona así. Por mucho que tú no quieras, vas a sufrir situaciones de discriminación porque eres una persona negra. Intentaba ser lo mejor posible y destacar para que se me atendiera como a otras personas. Pero eso me produjo una sobreexigencia que me ha acabado afectando mucho. Ahora lidio con la ansiedad porque tener que ser excelente en todo me hace llevar muy mal el error y a pensar a veces que lo malo que me sucede es culpa mía. En un momento dado me dije que tenía que descansar.
En el colegio de Manoteras éramos diez en clase y yo la única niña negra. Nunca llegué a tener amigos iguales. Pero cuando me mudé a Parla agradecí el cambio. En el nuevo colegio éramos 23 en clase y había un montón de personas racializadas, como María, que hoy es de mis mejores amigas. Conocí otras formas de ser, historias que tenían que ver con la mía, gente de otros pueblos de Guinea Ecuatorial, Camerún, Nigeria o Senegal. Teníamos nexos comunes relacionados con la migración, como tener que ayudar a nuestras madres con el papeleo y cosas así. Fue muy nutritivo para mí. Conocer a gente racializada que intentaba sobrevivir me sirvió para derribar muchos estereotipos.
Sabía que el racismo existía, que las cosas que vivíamos con los caseros, con nuestros vecinos, con el conductor del autobús o con personas que nos hacían comentarios en la calle no eran casuales, sino sistemáticas, pero no sabía cómo nombrarlo ni qué hacer. A los 18 años –fui la primera de mi familia en ir a la universidad– decidí estudiar Relaciones Internacionales porque necesitaba comprender lo que pasaba. También empecé a leer y a escuchar a gente como Desirée Bela-Lobedde, Lucía Mbomío o Moha Gerehou, al principio en la sombra porque me daba miedo actuar debido a mi autoexigencia y mi miedo a equivocarme. Luego empecé a usar las redes sociales.
El activismo online es algo accesible para cualquiera que quiera denunciar una injusticia. Me parece un medio muy útil que en SOS Racismo utilizamos muchísimo. Es una forma de llegar a mucha gente y de hacer red cuando aún no tienes una comunidad establecida de personas antirracistas en tu día a día. ¿Los contras? Muchas veces te expones a la impunidad que tiene la violencia racista en las redes sociales, a la masa de insultos. No solamente se cuestiona tu opinión o qué dices, sino que se inflige violencia contra tu persona por ser racializada. Estás hablando de cualquier tema y te dicen: «¿Qué vas a saber tú si ni siquiera eres de aquí?», presuponiendo tus orígenes. Si no estableces bien tus límites, puede ser un sitio muy violento que puede llegar a consumirte. Me sentía muy vulnerable y por eso me decidí a trabajar en colectivo y desde las asociaciones. Además de hacer pedagogía, quería construir algo, hablar de política y poder tener una red antirracista donde se entendieran mis inquietudes y se me ayudara a ponerle nombre a muchas cosas junto a personas que han vivido lo mismo y están ahí para arroparte. Y juntas preguntarnos qué podemos hacer.
Porque necesitaba hablar del racismo institucional y el racismo de Estado, de eso que a veces no se habla, del racismo que se sufre a través de las normas jurídicas y de figuras estatales. De cómo la Ley de Extranjería atraviesa a las personas migrantes y a sus descendientes, cómo nos afecta, cómo nos limita. Cómo el racismo no solamente es que te agredan verbalmente o físicamente sino también tener que pagar el doble de matrícula por tener una tarjeta de residencia diferente. Que por tu color de piel se considere que no te estás esforzando o que te vas a casar a los 14 años. Que te nieguen un alquiler. Que te traten mal en el médico y no busquen información sobre los tipos de dermatitis o cómo afectan los melanomas en pieles negras. Son muchas cosas que de forma histórica han ido afectando a las personas racializadas por el hecho de serlo, y yo necesitaba hablar de ello. El racismo estructural pasa de forma recurrente y puede manifestarse en todos y cada uno de los ámbitos de la vida de una persona racializada. Es algo aprendido, algo que se ha establecido en las leyes y en la cultura. Cuando alguien me dice «Yo es que no soy racista», le digo: «Sé que tú no lo quieres ser de forma activa, pero este comentario que has hecho y esta actitud que tienes son racistas. Las has aprendido, las estás reproduciendo y se lo estás transmitiendo a tus hijos». En SOS Racismo intentamos denunciar el racismo en todos los ámbitos: en lo social, en lo político, en lo jurídico, en lo que se ve en la tele, en los libros de texto…
Hay que darle mucho tiempo al cambio de discurso. Hace unos años, cuando a Samuel Eto’o le gritaban «mono» en los estadios cuando jugaba en el Barcelona no se hacía nada, no pasaba nada. Han pasado 16 años y hay todo un avance del discurso antirracista y de cómo se aceptan esas actitudes. Está bien que uno de los periódicos deportivos más visualizados, como es el Marca, un domingo lleve como titular «Vinicius haciendo el tonto» en un momento en el que el jugador se quejaba, y que el miércoles salga con «No vale con no ser racista, hay que ser antirracista». Eso es que el mensaje va calando y hay un cambio de discurso, que es lo que necesitamos para que cambien las normas. El racismo estructural no termina si no cambiamos nuestro discurso a uno que fomente el cuestionamiento de las normas que excluyen o dejan atrás a las personas racializadas.
Optimista desde la incertidumbre. Hay muchas cosas que han cambiado, mucha gente asimilando un discurso antirracista y mucha más representación racializada dentro de la política. Pero también se ha naturalizado en tiempos de crisis el odio al otro. Y el otro es el inmigrante y el racializado. Se ha normalizado que se diga que «Por tu culpa estoy en esta situación», un discurso de odio racista que se perpetúa. El mayor miedo que tengo no es a lo que se comete por parte de personas individuales, porque eso podemos intentar lucharlo, sino desde las políticas de los Estados que excluyen. Eso es mucho más difícil de denunciar y tenemos un montón de casos: Melilla, Ceuta, la frontera con Grecia, un montón de personas varadas, un montón de personas que mueren ahogadas… Eso es lo que me da miedo, la cantidad de personas que no son auxiliadas, que no tienen la oportunidad de tener una vida digna por el hecho de ser personas que migran sin tener una visa.
«Una foto en Guinea, cuando tenía dos años, a punto de partir hacia España, con mi tía y muchos familiares en mi casa de Malabo. Otra, más mayor, con mi hermano. Las tengo mucho cariño y me hacen recordar aquellos momentos con nostalgia. La mayoría de las fotos se perdieron entre mudanza y mudanza».
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