Si se calla el tambor, calla la vida

Por Julián del Olmo Por una causa u otra, el hecho es que cuando se habla de África es para mostrar su cara B, en la que se registra lo más negativo del continente: pobreza, hambre, violencia, guerras, emigración, refugiados, enfermedades raras (sida, ébola, malaria…). Hasta no hace mucho tiempo, veíamos a África como algo lejano y sus problemas no eran nuestro problema, pero las cosas han cambiado porque el mundo se ha convertido en una aldea global para lo bueno y para lo malo. En unos pocos años se ha pasado de una emigración con cuentagotas al éxodo masivo de emigrantes y refugiados africanos (hay sirios y no sirios) que –esquivando fronteras, concertinas y todo tipo de barreras físicas y mentales– han llegado a Europa (los que no han muerto en el intento).

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Julián del Olmo   Por Julián del Olmo

 

Por una causa u otra, el hecho es que cuando se habla de África es para mostrar su cara B, en la que se registra lo más negativo del continente: pobreza, hambre, violencia, guerras, emigración, refugiados, enfermedades raras (sida, ébola, malaria…). Hasta no hace mucho tiempo, veíamos a África como algo lejano y sus problemas no eran nuestro problema, pero las cosas han cambiado porque el mundo se ha convertido en una aldea global para lo bueno y para lo malo. En unos pocos años se ha pasado de una emigración con cuentagotas al éxodo masivo de emigrantes y refugiados africanos (hay sirios y no sirios) que –esquivando fronteras, concertinas y todo tipo de barreras físicas y mentales– han llegado a Europa (los que no han muerto en el intento). Vienen personas (familias enteras) huyendo del hambre, la guerra y la persecución. Su situación no puede ser más dramática. Las imágenes que vemos en los medios de comunicación lo dicen todo. La tragedia de los refugiados es una muestra más del juego de tronos que las grandes potencias (EE. UU., la Unión Europea, Rusia o China) están librando en el mundo para ver quién gana la partida, porque están en juego intereses económicos, políticos y estratégicos.

El león africano –que habíamos anestesiado para que no molestase– ha despertado, y nos hemos echado a temblar porque tiene hambre y quiere vivir en paz  y en libertad. Algo más (y mejor) tendremos que hacer en África para solucionar el problema de fondo, porque de lo contrario las cosas irán de mal en peor, a no ser que se pretenda que todo siga como está para sacar tajada de la situación. Ya se sabe, “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Y, aunque parezca mentira, en África hay todavía mucho que pescar.

No valen las justificaciones y las disculpas porque estas argucias son tapaderas para mantener el statu quo. Hacen falta actuaciones responsables y urgentes, empezado por parar todas las guerras. Los muros de la vergüenza que estamos levantando no solo no arreglan nada, sino que producen más daños. La solución pasa por implantar la paz y la justicia universales, hacer un mundo solidario y fraterno, acoger a las víctimas de tanto desastre causado por acción u omisión de unos y otros, y financiar proyectos de desarrollo sostenible en los países empobrecidos para que nadie se vea obligado a abandonar su tierra para sobrevivir.

“Esto supone –según el Papa Francisco en su discurso a la ONU, el pasado 25 de septiembre– que todas las personas puedan contar con un mínimo absoluto que, en lo material, tiene tres nombres: techo, trabajo y tierra; y en lo espiritual se llama libertad de espíritu, que comprende la libertad religiosa, derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos”. Mientras esto que pide el Papa no suceda, todo seguirá igual porque se trata del irrenunciable “derecho a la vida y a la supervivencia” que todos, sin excepción, estamos dispuestos a defender cueste lo que cueste, dentro o fuera de nuestros países, aunque moleste a algunos.

África tiene también la cara A, la más auténtica y la que manifiesta su verdadera identidad. Es la cara luminosa de la alegría, la fiesta, la danza y la belleza natural de las personas y de la tierra. Un misionero comboniano, español pero con más de media vida en África, se quejaba de que “en Europa se muestra la cara más fea de África pero no su rostro más bello, a lo sumo la belleza de sus parques naturales únicos en el mundo. La belleza de África está en las personas, no solo en la belleza negra de sus cuerpos, sino sobre todo en la belleza blanca de sus almas, que transpiran generosidad, cercanía, familiaridad y alegría aún en medio de las dificultades”.

Mi visión de África, después de haberla recorrido de abajo arriba, es la de un continente multicolor donde el color de la piel de las personas se complementa con los vistosos tonos de sus vestidos típicos que, en el caso de la mujer, resaltan aún más su belleza. Para comprobarlo solo hay que darse una vuelta por países como Senegal, Tanzania, República Democrática de Congo, Sudáfrica o Costa de Marfil.

Los africanos llevan la fiesta tatuada en su ADN. Fiesta para celebrar la vida y la muerte, porque creen que después hay otra vida mejor. También las Misas son una fiesta, como no podía ser de otra manera por tratarse de una celebración tan especial. El tambor marca el ritmo del canto, de la danza y de la fiesta. Si callase el tambor callaría la danza y el canto, y hasta la vida misma correría peligro de muerte porque a África le faltaría el alma.

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