Sobre el derecho de conquista

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Camille Lefebvre

DES PAYS AU CRÉPUSCULE. Le moment de l’occupation coloniale (Sahara-Sahel)

Fayard/Pluriel
París 2023, 337 págs.



Des pays au crépuscule (Países al anochecer), de la historiadora francesa Camille Lefebvre, especialista en el África saharo-saheliana de los siglos XIX y XX, merece ser traducido. Es imprescindible para conocer de dónde vienen conflictos contemporáneos en esa región y para desmontar la ideología que subyace tras el derecho a someter gracias a la supremacía militar y política. Habla de la cólera desatada en Níger y Malí en el siglo XXI por lo que califica de «intentos recolonizadores» de Francia.

Gracias a su brillante escrutinio de archivos del Sahel antes inexplorados, Lefebvre recalca que la dominación colonial está fundada sobre el racismo y el derecho autoconcedido a derribar o imponer gobiernos a partir de la conciencia de ser una «civilización superior» que se apropia de la historia y del tiempo. La historiadora –que prefiere términos como población, sociedad o idioma a etnia, tribu o dialecto– hace hincapié en que la ocupación de los territorios entre el río Níger y el lago Chad que comenzó en 1898, y en otras tres campañas o misiones desde el Sahara hasta el Congo, se basaba en una retórica «acción pacífica» cuando la práctica era todo lo contrario –«un hombre desarmado no es un hombre»–. En la correspondencia de los militares franceses apenas hay menciones a las campañas y a los niños concebidos con mujeres indígenas. Describe figuras como el sultán –elegido por adhesión de los grupos tuareg, destituido si no cumple lo que se espera–, y la coexistencia de diferentes poderes y su fragmentación, garantía contra el absolutismo. 

A pesar de que muchas operaciones acabaron en fracaso, la travesía del desierto y la colonización del Sahel fueron considerados por la «biblioteca colonial» como dos de los más gloriosos capítulos escritos por Francia en África. Mientras en París campaba el antisemitismo del caso Dreyfus, su ejército operaba en un espacio donde las leyes republicanas no regían e imperaban el racismo y la razón de la fuerza. La parte más sucia de la guerra era ejecutada por fusileros africanos –sobre todo senegaleses, autorizados a viajar con sus mujeres y a convertir en esclavos a su servicio a hombres y mujeres de los pueblos derrotados– al mando de oficiales franceses. Era abismal la diferencia entre la potencia de fuego del lado civilizador y el «salvaje», el desprecio por las bajas ajenas y el abandono de enfermos y heridos. Las inmensas columnas llegaban a consumir entre 30 y 40 toneladas de agua tan solo para los animales en un territorio donde este bien escaseaba.

Lo que sí hacía el Ejército era regular al milímetro la vida íntima y pública, con instrucciones para los incapaces de asumir el celibato en misiones que llegaban a durar más de dos años. Era necesario «elegir bien» a una indígena, aunque luego se dejara atrás al volver a casa. Lo que ­Lefebvre detecta en la épica de la conquista es violencia sin mala conciencia y la construcción racista de una jerarquía naturalizada a partir de la ficción social que constituye el edificio de la ocupación. Unos viejos lodos arenosos que Francia pretende mantener.

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