Publicado por José Carlos Rodríguez Soto en |
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Freddy Kyaruhanga está contento con la reforma de la Constitución que eliminó el límite de edad para ser presidente. Desde que puede votar siempre lo ha hecho por Museveni y repite que lo seguirá haciendo. Freddy es de Mbarara, la misma región que el mandatario, y nació en 1986, el mismo año de su subida al poder. Para él, el Movimiento ha traído paz y prosperidad. Tras la universidad cursó un master en administración en Londres y trabaja en Kampala en una empresa internacional que le paga un sueldo con el que ha podido comprar un coche y empezado a construir una casa. Pertenece a la pujante clase media emergente y está orgulloso de los cambios que ha visto durante las dos últimas décadas en su región natal, con una buena universidad pública, industrias de productos lácteos que dan empleo a muchos de sus vecinos, y ganaderos que se han convertido en pequeños empresarios.
Kalundi Serumagga tiene una historia muy distinta. Era uno de los periodistas más populares en el país por sus programas en Radio One. En septiembre de 2009, durante un debate sobre un conflicto que enfrentaba entonces al gobierno con el Kabaka (el rey tradicional de los bagandas) la policía le detuvo y, tras torturarlo, lo dejó varios días en un calabozo sin asistencia médica. Fue inculpado por sedición. Desde entonces, ha optado por una vida más discreta. Para personas como él, Uganda vivirá siempre bajo un régimen tiránico mientras Museveni esté en el poder.
Freddy y Kalundi representan dos caras de un país en el que la política provoca encendidos debates. No se pueden negar los logros de las tres décadas de Museveni. En Uganda la esperanza de vida está en 63 años frente a los 47 de hace tres décadas. El país alcanzó el primer Objetivo del Milenio al reducir las personas que viven en el umbral de la pobreza: del 56% a principios de los 90, al 19% actual, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. De ser un país de pobres ha pasado a tener una clase media que crece. Desde 1997 existe la educación primaria universal y gratuita. En los años 80 sólo había una universidad y ahora hay más de 30.
Más progresos: la mayor parte de la población vive a menos de cinco kilómetros de un centro de salud. En las ciudades hay electricidad. Y, aunque los periodistas tienen sobre sus cabezas la espada de Damocles de un aparato de seguridad que los vigila, hay unas 200 estaciones de radio y docenas de televisiones privadas. Una de las grandes historias de éxito alabada por la comunidad internacional fue la drástica reducción de la tasa de infectados por VIH: del 25% hace treinta años, al actual 6%. La apertura del Gobierno, que no ocultó el problema, y su estrategia basada sobre todo en fomentar la abstinencia sexual para los jóvenes y la fidelidad fueron claves. Los activistas por la igualdad de género tienen también mucho que celebrar. Casi la mitad de los parlamentarios de Uganda son mujeres, así como más de un tercio de los ministros y también un porcentaje muy aceptable entre los gobernadores de distritos, jueces y funcionarios de alto rango.
Y si queremos tomar el pulso a la economía basta con entrar en un supermercado en cualquier ciudad del país. Uno puede comprar todo tipo de productos manufacturados de excelente calidad y a buen precio: lácteos, bebidas, café y té, paquetes de alimentos… En Uganda se crea riqueza para el consumo y la exportación. El consumidor español tal vez ignore que la perca de la pescadería de su barrio y las rosas a la venta en una floristería de Madrid en pleno invierno vienen de Uganda. Además el sector turístico lleva tres décadas de subida. A ello han contribuido tanto la creación de infraestructuras hoteleras y de agencias que crean empleo como el hecho de que al turista se lo ponen fácil: llegas al aeropuerto, y por 50 dólares te dan un visado en el acto sin molestias ni peticiones de sobornos. La impresión que se lleva el visitante extranjero no puede ser mejor. Muchos de los que visitan Uganda y disfrutan de sus parques nacionales repiten la experiencia.
Junto a los buenos datos macroeconómicos hay varios «peros». El primero es el aumento de la población. Uganda es el segundo país del mundo con la tasa de natalidad más elevada. Con una media de seis hijos por mujer, la población (actualmente en 40 millones de habitantes) se dobla cada 25 años. Esto significa que la riqueza que se crea es insuficiente y que los servicios no aumentan al mismo ritmo que los habitantes. Por primera vez, Uganda –a pesar de su tierra fértil y de sus nueve meses de lluvia al año– no produce alimentos para toda su población, sobre todo en las regiones más desfavorecidas como Teso y Karamoya. Además, más de la mitad de la población es joven y el mercado laboral no los absorbe. Estos factores explican por qué, aún con tasas de crecimiento económico de alrededor del 5% y el 6% Uganda sigue siendo un país de desarrollo bajo: el número 163 (de entre 188 países) según el ranking del Índice de Desarrollo Humano. Y la riqueza está repartida de forma muy desigual, creando descontento en muchas zonas, sobre todo en el Norte, donde el recuerdo de la guerra del LRA está aún muy vivo en una población traumatizada.
Cada vez hay más grietas en el edificio de la economía. La mitad de su presupuesto nacional sigue viniendo de los países donantes (sobre todo de Reino Unido e Irlanda), en bastantes ciudades el paro afecta al 80% de los jóvenes y el 70% de los ugandeses productivos se dedica a la agricultura de subsistencia. El acaparamiento de tierras que deja indefensos a millones de pequeños propietarios es un problema grave. Y la corrupción es crónica, como indica que ocupe el puesto 151 en la lista de los 176 países analizados por Transparencia Internacional. A pesar de las innumerables promesas de Museveni, sus incondicionales acusados de corrupción siempre vuelven a ocupar algún cargo importante.
Tras descubrirse en 2006 grandes yacimientos de petróleo en la zona del Lago Alberto, muchos creyeron que su explotación a gran escala auparía al país al nivel de los ingresos medios. Se esperaba que la producción, estimada en 230.000 barriles diarios, comenzara en 2016 y ahora se habla de 2020. Muchos señalan que los contratos del Gobierno con las tres compañías implicadas, la británica Tuwoll, la francesa Total y la china CNOOC, no son transparentes y desconfían del hecho de que la seguridad de la zona de explotación haya estado en manos del General Muhoozi Kainerugaba, hijo del presidente. Uganda deberá comenzar también la construcción de un oleoducto de 1.400 kilómetros que pasará por Tanzania. Está por ver si el descubrimiento de grandes recursos ayudará a los ugandeses o si, como ocurre en muchos países africanos, se convertirá en una fuente de conflicto.
Pero el mayor reto de Uganda tiene que ver con el sistema político que se ha gestado desde 1986 y que gira alrededor de un «hombre fuerte» y del clientelismo. Una de las claves para asegurar la estabilidad y la seguridad en Uganda ha sido el control absoluto que el presidente ha ejercido sobre el Ejército, bien entrenado, bien pagado y sin fisuras internas. En teoría, el país tiene un sistema multipartidista desde 2005, cuando un referéndum aprobó que los partidos políticos operaran libremente. En la práctica, el sistema se parece mucho a un régimen de partido único que garantiza que su líder-mesías gane siempre las elecciones, como ha ocurrido en 1996, 2001, 2006, 2011 y 2016. Por ende, la oposición siempre se ha mostrado dividida. Su líder principal, Kizza Besigye, antiguo compañero de armas de Museveni, ha perdido ya la cuenta de las veces en que ha sido detenido, encarcelado o puesto bajo arresto domiciliario.
Un aspecto más positivo es la política de descentralización, que otorga muchas funciones a los gobiernos locales y acerca los servicios de base a la población. Pero la administración local ha crecido de forma desmesurada, pasando de 33 distritos en 1990 a 111 más la capital, Kampala. Además, aunque el presidente del consejo del distrito es elegido democráticamente, el hecho de que el gobernador que se encarga de asuntos claves como la seguridad sea designado directamente por el presidente garantiza que en los distritos en manos de la oposición ésta tenga poco margen de maniobra. De eso sabe mucho el actual alcalde de Kampala, Erias Lukwago, detenido innumerables veces por la policía.
Otra gran zona de sombra es el abuso de los derechos humanos. Las detenciones arbitrarias y sin garantías legales son normales en el país. Bajo el último jefe de la policía, el general Kale Kayihura –despedido a primeros de marzo– las fuerzas de seguridad crearon milicias ilegales ligadas al partido en el poder como los Crime Preventers o la Kiboko Squad, verdaderas bandas violentas equipadas y entrenadas que reventaban manifestaciones de la oposición, golpeando y deteniendo a ciudadanos indefensos ante la mirada complaciente de las autoridades. Museveni les ha defendido en muchas ocasiones llamándoles «patriotas». Entre 2012 y 2016, la Comisión Ugandesa de Derechos Humanos (gubernamental) documentó más de mil casos de tortura cometidos por la policía. Otra institución independiente, el African Centre for Treatment and Rehabilitation of Torture Victims, documentó el doble de casos durante el mismo periodo. Kayihura, un veterano de guerra incondicional de Museveni, siempre mostró muy poco interés por acabar con estas prácticas.
La lista de logros en Uganda es larga. Pero la del debe aumenta también cada día y tal vez lo más preocupante sea imaginar cómo será la transición política el día que Museveni deje el poder, algo que todo parece indicar que será por causa de fuerza mayor. Los conflictos en el país, que en épocas pasadas tenían mucho que ver con rivalidades étnicas, hoy tienen un cariz más político. En circunstancias así, haría falta favorecer la concordia, pero es difícil imaginar esto cuando todo gira alrededor de un líder-mesías que exige una elección clara de o conmigo o contra mí. Cada ugandés ha elegido ya de qué lado está. Muchos no se atreven a decirlo en público.
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