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Daniel Comboni fundó la congregación de las Misioneras Combonianas el 1 de enero de 1872, a pesar que muchas personas biempensantes de aquel tiempo intuían que aquel sacerdote estaba loco. No creían posible que las mujeres pudieran embarcarse en este proyecto porque, hasta entonces, la mujer apenas se había sumado al anuncio misionero. Su destino era la clausura o la familia.
Unos 15 años antes, en 1857, Comboni se había embarcado por primera vez en una expedición hacia Sudán. Eran tiempos difíciles porque Propaganda Fide quería relanzar la misión en África central, a pesar de que el coste en vidas humanas era inmenso. De hecho, en menos de un año, uno de los compañeros de Comboni murió y los otros cuatro tuvieron que regresar a Italia para no ser enterrados en Sudán. Esta experiencia de fracaso le marcó. En aquellos tiempos, algunas instituciones pagaban el rescate de esclavos para educarlos en Europa, pensando que luego podrían regresar a sus países para evangelizar a los suyos. Pero el frío y otros problemas hacían que hubiese una gran mortalidad entre los africanos que vivían en Europa, mientras que los misioneros que iban a África no aguantaban el calor ni las fiebres y morían rápidamente. La Misión parecía un campo de batalla.
En 1864, siete años después de su primera experiencia africana, Comboni se encontraba rezando ante la tumba de san Pedro, en Roma, cuando tuvo una inspiración. Se encerró en su habitación durante tres días para escribir aquello que le pasaba por la cabeza y el espíritu. El documento que surgió fue el Plan para la regeneración de África, que tenía como eje central «salvar a África por medio de África». Entre las ideas que aparecían en aquellas páginas, había tres que eran revolucionarias para la época. En primer lugar, señalaba que era necesaria la formación de un clero local. No se debía continuar con el sistema de formación de sacerdotes negros en Europa porque la realidad había demostrado que ese modelo era insostenible. En segundo lugar, destacaba la necesidad de formar a la gente sencilla, a los laicos. Y, por último, reconocía el papel de la mujer y su importancia en el apostolado misionero. Sin ella, decía, todas las misiones estaban abocadas al fracaso.
Cuando las cosas parecían estar claras, quienes apoyaban a Comboni le dieron la espalda argumentando que no podían asumir tantas pérdidas humanas, por lo que abandonaban la misión de África central. Fue el cardenal Barnabò el que le aconsejó la fundación de un instituto misionero. A partir de ese momento, la vida de Comboni se convirtió en un torbellino de idas y venidas por Europa, Egipto y Sudán. Comboni tenía un lema que lo guiaba y animaba, «¡África o muerte!», y con esa idea fundó en Verona (Italia), el 1 de junio de 1867, una congregación masculina, el Instituto misionero para la Nigrizia.
Ese mismo año, organizó una expedición misionera hacia Sudán en la que, por primera vez, le acompañaron 16 antiguas esclavas y tres religiosas francesas de San José de la Aparición, la segunda congregación misionera femenina en la historia de la Iglesia, fundada por Émilie de Vialar en 1832. Pero Comboni sabía que estas religiosas no le acompañarían siempre en la misión, como así sucedió, 12 años más tarde, cuando se retiraron de Sudán. Ante esta realidad, Daniel Comboni insistió en la idea de fundar él mismo una congregación femenina.
Después de muchos quebraderos de cabeza, el 1 de enero de 1872 Comboni fundó el instituto femenino, al que llamó Pie Madri della Nigrizia (Piadosas Madres de la Negritud), que hoy conocemos como Misioneras Combonianas. Lo fundó en un pequeño pueblo fuera de Verona con una postulante, Marietta Caspi, a la que Comboni llamaba «mi primogénita». La congregación de las Piadosas Madres de la Negritud se convirtió en el primer instituto misionero femenino de Italia.
Días más tarde, el 17 de enero, se unió otra joven, Giuseppa Scandola, a la que Comboni llamaba «mi niña». Dos años más tarde, se unieron dos mujeres que se convertirían en pilares fundamentales de la congregación: Teresa Grigolini, que ingresó el 23 de enero de 1874, y María Bollezzoli, que hizo lo propio en septiembre de ese mismo año, y que se convertiría en la primera madre general, elegida por Comboni para guiar su incipiente instituto. De ella diría el fundador: «He encontrado la mujer que necesitaba».
Mientras las monjas se formaban en Verona, todo entraba dentro de los límites de lo aceptable, aunque hubiesen sido fundadas por un misionero, un visionario muy hablador que tenía amistad con todo el mundo.
1877 fue un año muy importante en la vida de Comboni, porque el 2 de julio fue nombrado vicario apostólico de África Central. Apenas un mes después, el 12 de agosto, tuvo lugar su consagración episcopal en Roma, y el 15 de diciembre de ese año zarpó desde Nápoles con tres sacerdotes, seis hermanos y cinco pie madri della Nigrizia, Teresa Grigolini, Marietta Caspi, María Giuseppa Scándola, Vittoria Paganini y Concetta Corsi, todas muy jóvenes. Se marcharon con una caravana de hombres directas a Sudán. Viajaron por mar, atravesaron el desierto a lomos de camellos en jornadas de 14 horas y durmieron sobre la arena hasta llegar a Jartum dos meses después. Comboni lo tenía muy claro: si no había mujeres en las misiones no se podía continuar y todo estaría abocado al fracaso.
El fundador tenía una confianza inmensa en la mujer. Sabía que en aquel momento ellas no tenían una gran formación, pero él las educó para la Misión, las acompañó como un padre, las guio y las llevó con él al apostolado africano. En 1878 escribió: «El vicariato de África Central es el más grande y laborioso; aquí la labor de la hermana es un sacerdocio. En los lugares donde ellas están, la misión es sólida». Y en otra carta a una religiosa afirmaba: «Yo he sido el primero en hacer que colabore en el apostolado de África central el omnipotente ministerio de la mujer del Evangelio y de la hermana de la caridad, que es el escudo, la fuerza y la garantía del ministerio del misionero». En la actualidad, la presencia femenina en la Misión supera con creces a la masculina. Pero esa afirmación, en aquel tiempo, no se entendía demasiado bien.
En julio de 1880, Fortunata Quascé, sudanesa originaria de Nubia, comenzó el noviciado en El Obeid. Una vez más, Comboni saltaba por encima de los estereotipos acogiendo en su instituto a una mujer -africana.
Las madri della Nigrizia no eran monjas sino misioneras, y eso era algo que tenía muy claro el propio Daniel Comboni. Para él, sus religiosas debían tener una espiritualidad y una formación orientadas a la Misión y forjada por ella. Pocos meses antes de morir, escribió al P. José Sembianti, rector de los dos institutos misioneros de la Nigrizia: «…y que nos preparará misioneros y hermanas verdaderamente santos, pero no santurrones, porque África no necesita beatos, sino almas valientes y generosas que sepan sufrir y morir por Cristo y por los negros».
Toda historia tiene su cara y su cruz, y a Comboni le tocó vivir también en 1880 la primera muerte de una de sus misioneras, María Bertuzzi, apenas llegada a Sudán. Falleció en El Obeid con tan solo 21 años. También vio morir a «su primogénita», Marietta Caspi, en mayo del mismo año.
Comboni había atravesado ocho veces el desierto, y eso solo lo podía resistir gente muy fuerte y con mucha fe, pero las dificultades, la carestía y las fiebres hicieron que él también sucumbiera. Comboni murió, con 50 años, el 10 de octubre de 1881. Poco antes dijo: «Yo muero, pero mi obra no morirá». En ese momento las Misioneras Combonianas eran 22, de las que 15 ya estaban en África –entre Egipto y Sudán–, y el resto en Verona.
Los años que siguieron fueron de mucho sufrimiento. Entre 1881 y 1899 la rebelión del Mahdi destruyó todo lo que los misioneros y las misioneras habían creado con tanto esfuerzo y sacrificio. Algunos laicos, sacerdotes y religiosas pudieron huir hacia Egipto, pero 16 de ellos fueron hechos prisioneros. Sufrieron vejaciones de todo tipo y algunos sucumbieron a las privaciones. Todo parecía abocado a la ruina. Sin embargo, a los pocos años del final de la rebelión mahdista, misioneros y misioneras regresaron a Sudán, lo que demostró que el espíritu del fundador, su pasión por África y por el Evangelio no habían disminuido.
Entre 1930 y 1960 la congregación se extendió a otros países africanos, llegó a Estados Unidos y América Latina, entró en Oriente Próximo y se extendió por Europa. A pesar de no ser una congregación muy numerosa, las Misioneras Combonianas han sabido hacerse presentes en medio de realidades que comprometían a las comunidades con las que viven.
En su historia reciente, las Combonianas han vivido la expulsión de Sudán en 1964, la rebelión simba en el antiguo Zaire, ese mismo año, o las consecuencias de las guerras de República Democrática de Congo. La hermana Liliana Rivetta murió a causa del fuego cruzado en un combate en 1981 en Uganda, mientras que la hermana Teresa dalle Pezze falleció a causa de una emboscada en Mozambique en 1985.
La Iglesia católica se encuentra en pleno proceso de reflexión sobre la sinodalidad, tema del próximo Sínodo de los Obispos, que se celebrará en 2023. Sin embargo, una mirada sobre la figura de Comboni y de sus misioneros y misioneras anticipa en su proyecto algo de esto. Comboni creó una familia misionera en la que tenían cabida sacerdotes, hermanos, religiosas y laicos de ambos géneros. Él, aunque incomprendido, fue un anticipado a su tiempo, y su pasión sigue contagiando a las mujeres consagradas para la Misión que forman parte de la congregación.
Daniel Comboni tenía razón cuando dijo: «Yo muero, pero mi obra no morirá», porque el instituto en la actualidad es una promesa que continúa.
Por Hna. Luigina Coccia*
El jubileo por estos 150 años es un momento de gracia, de pausa, de recordar, agradecer, evaluar y, sobre todo, de escuchar dentro y fuera de nuestra congregación, de escuchar el pasado y el presente, imaginando el futuro.
Queremos vivir este año a través de un recorrido que tenga estos momentos:
El nacimiento: caracterizado por la incertidumbre y unos inicios muy frágiles en los que, sin embargo, san Daniel Comboni creía que su inspiración era obra de Dios. Puso toda su confianza en esos pequeños signos de vida de los comienzos, en esa jovencísima Hna. Marietta Caspi, que fue la primera en llamar a nuestra puerta.
La prueba: poco después de la muerte del fundador, en 1881, estalló la revolución mahdista con el largo y doloroso encarcelamiento de nuestras hermanas en Sudán.
Expansión: un momento de kairós fue cuando la congregación decidió ir más allá de África, con una interpretación del carisma actualizada a los signos de los tiempos. Esta valentía, no solo confirmó la especificidad de nuestro carisma, sino que lo enriqueció, haciendo crecer al instituto en su carácter internacional.
Continuando el viaje: La conclusión de este año nos abrirá a nuevos caminos para responder a nuevas llamadas.
El momento actual presenta retos. Vivimos un tiempo de grandes transformaciones que requieren escucha, evaluación, fe y audacia. Un tiempo que empuja a la congregación a reorganizarse, a hacer opciones prioritarias respecto a nuestras presencias, para responder a las necesidades urgentes de la humanidad, reafirmando esa vocación de «mujeres del Evangelio», llamadas a anunciar a Cristo haciendo causa común con quienes viven en las periferias humanas de nuestra historia.
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