Una homilía de pocas palabras

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Por Mons. Jesús Ruiz, desde Zomea (República Centroafricana)


He estado en Zomea, una de nuestras misiones en zona pigmea atendida por las misioneras combonianas hasta hace unos siete años. Ahora, la misión está abandonada y es pasto de las termitas. Hemos venido a ver qué podemos salvar y nos hemos encontrado que ratones e insectos se han cebado con los libros y medicamentos de una sala. En otra habitación nos hemos encontrado con un termitero de 50 centímetros de alto. Toda una orgía para estos bichos voraces que, a pesar de todo, no habían llegado a las mesas y a los armarios, que hemos puesto a salvo. Hemos metido lo que hemos podido en un contenedor metálico. La misión de Zomea, en otro tiempo floreciente, hoy está en ruinas… Y vaya ruina.

Por la tarde, después de la sesión de limpieza, me puse a preparar la homilía del domingo. En el Evangelio, Jesús, tomando un niño entre sus brazos, dice que el más grande es aquel que acoge a un niño. 

Puede que por las termitas o por la ruina de la misión, pero no estaba muy inspirado, por lo que salí a dar un paseo para airearme, y me di de bruces con un duelo por la muerte de una mama aka (pigmea) en el dispensario de la misión. La habían llevado el día anterior a M’baïki casi inconsciente, pero falleció esa misma noche de anemia. Por la mañana, cuando veníamos en coche, nos adelantó una moto y me pareció ver que llevaba un cadáver detrás. Era ella, la difunta, atada al motorista. ¡Cosas de África! La ONG de FAIRMED ha tenido la delicadeza de pagar a una moto para que entregue el cadáver a su familia. El conductor tenía orden de dejarla en el dispensario de Zomea, de donde salió enferma. Sin embargo, el pueblo de la difunta es Siriri, y se encuentra unos 12 kilómetros más allá, por una carretera por la que nadie se aventura a ir. El motorista ha dejado «el paquete» y se ha ido.

¡Qué desconsuelo! Creo que la escena supera el cuadro más desgarrador de cualquier imagen de la Piedad. El cadáver en una camilla cubierto con una sábana, las dos niñas de la difunta sin saber qué hacer, la más pequeña aferrada a una cacerola donde hay algo parecido a comida, la madre de la difunta que llora desconsolada sin levantar la cabeza –los akas no cruzan la mirada con otra persona–… La anciana no quiere que entierren a su hija en esta tierra. Creo que fue ella quien por la mañana, cuando estábamos luchando contra las termitas, vino suplicándonos para que lleváramos el cadáver hasta Siriri, pero no comprendimos lo que nos decía y no hicimos caso. Luego supe que es imposible pasar en coche porque no hay puentes.

El jefe del pueblo pidió a los jóvenes que cavaran una tumba al lado de la misión. Quiero creer que es un acto de caridad enterrar a los muertos, pero sospecho que los jóvenes aceptaron hacer el hoyo solo por dinero. No lo sé. Se iba echando la tarde y un puñado de gente se agrupó en torno al cadáver. Recé con ellos. Una mujer, cargada con vino de palma, entonó un cántico a la Virgen y después otro; las mujeres hicieron coro. Los jóvenes terminaron de cavar el hoyo y la madre de la difunta seguía llorando y suplicando que llevaran a su hija a su pueblo. Después de un triste tira y afloja, los jóvenes cogieron la camilla con la difunta y la llevaron hasta la fosa que habían cavado en una tierra roja color sangre. Conseguí abrirme paso entre el puñado de gente curiosa, recé una oración por la difunta y le di la bendición. Los jóvenes reían locuaces después de haber ingerido litros de cerveza local. No había ataúd. Ataron el cuerpo con unas lianas y continuaron la faena sin miramientos. 

Me acordé de los versos de León Felipe: «Para enterrar a los muertos cualquiera vale…, cualquiera…, menos un sepulturero». Al descender el cuerpo de la fallecida, se les escurrió de las lianas y cayó al hoyo como un madero. Abajo, una corteza de árbol grande servía de lecho y otra corteza enorme, encima, hacía de tapadera. Las mujeres cantaban y bailaban para exorcizar la muerte. No llegué a saber ni el nombre de la difunta… ¡Qué desconsuelo!

El domingo, la difunta aka estaba en el centro de mi homilía. En la pequeña iglesia de Zomea había un centenar de cristianos adultos y otros tantos niños, pero ningún aka, a pesar de que varias decenas de personas de esta comunidad pigmea han sido bautizadas. Están en la selva en la campaña de los makongos, me dicen.

Cuando se abrió la misión de Zomea, hace unos 40 años, el objetivo era llevar el Evangelio a este pueblo maltratado, humillado y abandonado, un pueblo que se cuenta entre los primeros pobladores de África. Este pueblo sumiso, que nunca levanta la cabeza, que no te mira a los ojos y que te llama «patrón». ¿Cómo llegar al corazón de este pueblo, a cuyos miembros algunos siguen considerando como subhombres? ¿Cómo abordar a este pueblo sin violentar su identidad? Me desazona el tema. Hemos creado una comisión diocesana para la pastoral aka que yo mismo voy a presidir. El Evangelio es claro: «El que acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge», pero la homilía es más fácil de pronunciar que vivir la realidad con el pueblo aka.


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