Publicado por María Rodríguez en |
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La imagen no es tan idílica como alguien en la distancia pueda imaginarla. No quiero venderle la moto al lector. Estamos cruzando el río Níger desde Mopti a Tombuctú y el barco es el menos romántico de todos los que podríamos haber utilizado para atravesarlo. Se trata de una especie de ferry pequeño o un yate grande, en el que hay cabida para una treintena de personas. En la imagen que discurre ante nuestros ojos observamos sus aguas turbias de color verde marronoso, pero también el ruido de los dos motores del barco. Un ruido ensordecedor que, sin embargo, no quita encanto al paisaje, ni la gana de no bajarse de esta embarcación que nos permite cruzar una zona de Malí que, debido a la inseguridad, sería imposible por tierra.
El sol se refleja en las barandillas de metal que circunvalan el barco. En la borda la gente se acomoda en los huecos desde los que se pueden contemplar las vistas y las pequeñas olas que surgen en la base de la embarcación. Diferentes lugares de la cubierta, donde hay indicaciones e instrucciones, revelan que la nave es de fabricación china. También en el puente de mando los dispositivos que hacen que el barco navegue con seguridad están en este idioma asiático. La embarcación consta, además, de una planta baja donde los pasajeros se acomodan en los asientos, dispuestos en torno a varias mesas. Hay aire acondicionado y dos televisores donde series africanas, películas y música animan el recorrido. Finalmente, la parte superior de la nave está reservada a los militares, que vigilan los bordes del río el tiempo que dura el trayecto.
Antes no era así, pero desde que en 2012 los grupos tuareg reivindicaron por enésima vez la independencia del norte de Malí y se alzaron en armas, la inseguridad en la zona es la norma. A esta situación se unió un golpe de Estado en la capital, una muestra del hartazgo de los militares por la situación en el norte. Un elemento extra agravó la situación como nunca antes: los grupos yihadistas. Aunque en 2015 grupos rebeldes y Gobierno firmaron un acuerdo de paz, su aplicación se está llevando a cuenta gotas, con muchas discrepancias y varios altos al fuego de papel. Por eso, en los años 2012 y 2013, punto álgido de la crisis maliense, los barcos que viajaban hasta Tombuctú y Gao dejaron de zarpar hasta que, en 2014, el transporte fluvial se retomó con la compañía de militares en cada embarcación. Desde entonces son una parte más de la tripulación.
A lo largo de las orillas del río se pueden contemplar distintos pueblos, cultivos y zonas donde el ganado abunda. Algunas aves alzan el vuelo al paso del barco, que aumenta el nivel del agua haciendo bailar a la vegetación cercana y huir a las vacas que están cerca de los bordes del río. Los viajeros de un barco de mayor tamaño intercambian saludos con el nuestro. El barco en el que viajamos es llamado popularmente El pequeño. Pero el que tenemos frente a nosotros es conocido como El grande. Tiene una capacidad mucho mayor, con plazas a distintos precios, según el bolsillo del pasajero, y con unas escenas mucho más variopintas. A diferencia del barco pequeño, que alcanza Tombuctú en poco más de un día, el barco grande tarda hasta tres días en llegar.
Se siguen ofertando viajes al centro y al norte, donde actualmente es insólito encontrar a un forastero blanco
«¿Ves esos pastores de allí?», dice un viajero señalando a una figura en miniatura vestida con túnica y un turbante en la cabeza, y que camina por los pastos con un palo en la mano junto a un enorme rebaño. «Todos van armados. Estamos cruzando una zona yihadista», advierte. Cruzar el río para llegar a Tombuctú es relativamente seguro. Es como cruzar un puente aéreo donde nadie te promete total seguridad, pero desde donde tienes el privilegio de observar de lejos tierras que hoy son hostiles. No obstante, los barcos también fueron objeto de ataque. «En diciembre de 2014 sobre las tres de la madrugada algunos disparos alcanzaron el barco entre Tombuctú y Rharous viniendo de Gao», narra el capitán del barco. «Hubo intercambio de disparos y apagamos las luces para esconder nuestra posición». Los daños solo fueron materiales, pero desde entonces los barcos que van de Tombuctú a Gao y a la inversa, se paran de noche. Los viajeros duermen en la embarcación detenida en mitad del río Níger, sobre las aguas calmadas y bajo la protección de la oscuridad.
Semanas después de este viaje, varios barcos han sido atacados en la región de Mopti. Una amenaza que se ha mantenido durante semanas y que se ha asociado al grupo yihadista que ataca en el centro del país: el Frente de Liberación de Macina. Pero esta noche está tranquila y vuelven a asomar las estrellas que nos acompañan desde el inicio del viaje.
Bamako, la capital de Malí, se podría considerar como una burbuja donde es fácil olvidarse de la situación en el país, salvo cuando se recibe un mensaje de texto de la embajada que recuerda evitar los lugares con probabilidad de ataque yihadista, o bien éste ocurre en algún restaurante u hotel frecuentado por occidentales. Sin embargo, en el resto de Malí, especialmente en el norte y el centro del país, la inseguridad ha hecho del fatalismo una actitud cotidiana, asumida por gran parte de las poblaciones. Esto ha imposibilitado a los extranjeros cruzar estas tierras que, hasta 2011, cuando se sucedieron los primeros raptos de occidentales en Tombuctú, fueron un concurrido destino turístico. Empero, la vida continúa su curso para los malienses, y las compañías de transportes siguen ofertando los viajes al centro y al norte, donde actualmente es insólito encontrar a un forastero blanco.
Desde las seis de la tarde a las seis de la mañana un toque de queda prohíbe la circulación de vehículos en la región de Mopti
Así, reza la web del Ministerio de Asuntos Exteriores de España en su apartado dedicado a las recomendaciones de viaje a Malí que «se desaconseja el viaje bajo cualquier circunstancia» y que «la intervención militar en curso y la frágil situación política y de seguridad, aconsejan evitar los desplazamientos al país. Se recuerda que existe un serio riesgo de que se produzcan secuestros, así como amenazas terroristas puntuales en todo el país, a lo que hay que añadir el incremento notable del bandidaje en las carreteras». A sabiendas, nos hemos saltado las recomendaciones.
Un autobús viejo, sin aire acondicionado ni ventanas que se abran para que entre el aire, sale a mediodía de Bamako. Según el GPS, el viaje es de unos 634 kilómetros y se tardan 8 horas y 32 minutos en llegar por el camino más corto. Pero el vehículo, las condiciones de la carretera, y las paradas para descansar, ir al baño y comer, alargarán el viaje a más de 10 horas. El destino es Mopti, la cuarta ciudad de Malí, a la que se ha apodado como la Venecia maliense o la ciudad del pescado, porque fue construida en 1800 por una etnia de pescadores, los Bozo, sobre tres islas del río Níger. Se encuentra en el centro del país y, por su situación geográfica, es un cruce de caminos ineludible para llegar a Tombuctú.
En las primeras rodadas ya se advierte que el amortiguador del autobús está desgastado. Pero horas más tarde no será esto lo que pare el viaje durante más de una hora, sino un cable rebelde del sistema eléctrico del vehículo. Súbitamente se para en mitad de «la nada», como dicen algunos de los malienses que viajan en el bus. Es de noche, la zona está totalmente oscura y los pasajeros van descendiendo poco a poco buscando el fresco o estirar las piernas. Si se mira al cielo se pueden ver las estrellas que brillan en todo su esplendor. La música la ponen los cientos de ranas que croan en algún paraje cercano donde seguramente se habrá aglomerado el agua por la lluvia, haciéndolo el hábitat perfecto por unos meses para estos anfibios. El olor de la vegetación y la tierra se entremezclan con el olor a carburante y deterioro del autobús. Bajo aquel panorama algunos pasajeros se duermen sin reserva, hasta que el ruido del vehículo en marcha avisa de que el viaje continúa.
La ausencia de turistas no ha extinguido el misterio y romanticismo que caracteriza a Tombuctú
Tras varias horas de soñolencia, y ya de madrugada, el autobús vuelve a detenerse. Desde hace unos meses todos los vehículos se paran en un espacio de la carretera que se encuentra a 100 km de Mopti. Se debe al toque de queda que prohíbe la circulación en la zona por cuestiones de seguridad desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana.
El cansancio y el sueño hacen que alquiles sin pensártelo una esterilla en la que tumbarte en el suelo arcilloso pero lleno de piedras. Tan solo cuesta 200 francos CFA (30 céntimos de euro). Las estrellas vuelven a lucirse vigorosas en el cielo y una de ellas lo cruza, fugaz. Aunque de fondo suena la radio de quienes trabajan vendiendo bocadillos de tortilla, té y café por unos cuantos céntimos durante toda la noche, la escena irradia romanticismo. Una idea que desaparece por completo al alba, cuando se descubre el verdadero panorama. Varias personas orinan entre los matorrales o realizan las abluciones precedentes a la oración. Otras se desperezan a lo largo de una inmensa cola de camiones, autobuses, coches y motos, de la que no se distinguen ni el principio ni el final. La caravana de vehículos empieza a descongestionarse. Primeras bocinas de aviso. Primeros gruñidos de motores. Poco tiempo después de las seis, el vehículo ya está en camino.
Por la mañana el barco parte del puerto de Mopti. El movimiento no es abrumador. Algunos pasajeros esperan sentados a las puertas de la oficina donde se recogen los billetes reservados. Hay quien vende frutas, quienes solo pasean, y niños que juegan en el muelle en un agua marrón que no aparenta salubridad alguna. Los militares revisan cada paquete y maleta que entra en la embarcación y se acomodan en el lugar que ocuparán a lo largo de todo el trayecto.
La inseguridad se ha convertido en parte del paisaje. En las paradas que hace el barco en diferentes pueblos, ya de noche, hay tres características comunes: el bullicio de la gente, las luces anaranjadas y los 4×4 situados todos en la misma posición, todos están predispuestos en dirección al pueblo de turno. Así, en caso de ataque huir, será más fácil.
Para llegar a Tombuctú hay que bajarse del barco en Kabara, un pequeño pueblo de agricultores en la orilla del río y a unos 15 minutos en coche. Salvo por la presencia de militares, la ciudad no aparenta ser insegura. Pero para los tombuctienses la urbe ha cambiado mucho en los últimos años. En cuanto a los visitantes, antes podían verse varios blancos en cada una de sus calles. Ahora son inexistentes, salvo cuando algún trabajador de la Misión de Naciones Unidas en Malí (MINUSMA) se deja ver tras las ventanillas de su vehículo.
La ausencia de turistas no ha extinguido el misterio y romanticismo que caracterizan a esta ciudad. Las mezquitas, reconstruidas hace poco por la UNESCO, tras haber sido devastadas por los yihadistas, se alzan orgullosas de su particular belleza sudanesa. Pero en los hoteles, el polvo y los insectos han sustituido a los visitantes y los tombuctienses recuerdan con nostalgia un pasado que hoy parece tan solo un sueño.
En septiembre de 2017 se iniciaron las obras de reconstrucción del monumento de Al Farouk, destruido en 2012 durante la ocupación de la ciudad por grupos rebeldes y yihadistas. La estatua se encontraba en el corazón de la ciudad, en el centro de la plaza del ayuntamiento y otras autoridades regionales. Cuenta la leyenda que Al Farouk es el protector de la ciudad y que su esfinge vigilaba y protegía a sus habitantes. Quizás, cuando la estatua vuelva a estar erigida, la paz volverá a Tombuctú y con ella todos aquellos soñadores que fantasean con pisar sus calles de arena y descubrir hasta sus más recónditos recovecos.
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