El niño universal: (Efraín, de Yared Zeleke)

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Por Gonzalo Gómez

Un niño ha perdido a su madre por culpa de la sequía. (Esta es es una historia de supervivencia). Su padre le dice que deben abandonar su hogar para no correr esa misma suerte. (Es esta una historia sobre el desarraigo). Niño y padre abandonan su aldea y la cámara se descuelga del trípode para ponerse, con un vaivén inestable a la altura de los ojos de Efraín, el niño local y universal por el que toma partido el relato. Tiembla el plano, que lo hace mucho más por contraste con el contraplano subjetivo de Efraín, –a cámara lenta, como si tratara de retener la que ha sido su vida, observada por última vez– y tiemblan, sobretodo, los cimientos vitales de nuestro protagonista, que más que sacudirse amenazan demolición.

Yared Zeleke, el director y coguionista de esta cinta, también se vio de pequeño forzado a emigrar y, al igual que su protagonista, tampoco lo entendió. Aunque la historia no es en sentido estricto autobiográfica, su toma de partido por Efraín hace que se intuya, por radical, un ajuste de cuentas con el pasado propio. Efraín se aferra a su oveja Chuni, –tierna como las caricias de la madre que perdió, inocente, como la infancia y ese mundo que no volverá– enfrentado a las tradiciones y limitaciones de un mundo de adultos que ponen en peligro lo que le gusta –“no cocines: eso es cosa de chicas”– y lo que ama –“hay que ser práctico, la oveja existe para ser comida”–.

El cineasta etíope introduce y mezcla con habilidad ingredientes de temas aparentemente distantes. Así, se esboza la relación del cambio climático con los destinos particulares de los protagonistas; se abordan los eternos conflictos entre modernidad y tradición; se tocan variados temas sociales como los niños de la calle, la prostitución, cuestiones de género, etc…

La película se acerca a estos asuntos partiendo de un enfoque que solo en apariencia es realista, porque para serlo tendríamos que alejarnos de la visión subjetiva del personaje: la mirada de un niño que se conduce con naturalidad a lomos de la lírica. En un momento, Efraín, toma a un pajarito y escucha el acelerado latido de su corazón para, a continuación, llevar al animal a su propio pecho y pedirle que sienta el suyo, en una explicitación poética del trasfondo de una película: la búsqueda de una identidad perdida. Así lo subraya también, la entrada de una música quizá demasiado enfática. O un final que se salta los códigos propuestos en el relato –en lo que no profundizaré para evitar disgustos a potenciales espectadores–. Sin olvidar el uso de otros recursos más sutiles que impregnan el filme, como el hecho de que el niño, que vive bajo una pertinaz sequía de la que se quejan constantemente los adultos, se conduzca de un lado a otro con unas botas de agua que recuerdan el desarraigo con el que posa los pies en la tierra.

Por último, Yared Zeleke, es un cineasta etíope. Y la película “Efraín” es, y parece, una película etíope. Tanto que podría asemejarse a la visión del que, desde fuera, descubre con deleite las particularidades de lo diferente. Quizá es la mirada nostálgica de la diáspora lo que vemos. Sobre esto último, solo una pincelada disfrazada de consejo: no vea la película con hambre o podrá desear, con todas sus fuerzas, ir corriendo a un restaurante etíope que probablemente no le quede tan cerca según donde viva.

 

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