Haití seis años después del terremoto: El esplendor perdido de la Perla de las Antillas

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 Por Josean Villalabeitia

 

Como si fuera La balsa de piedra de José Saramago, hay quien dice que un pedazo de África se desmembró del continente y llegó hasta las cercanías del continente americano. Seis años después del terremoto, Haití sobrevive a los efectos del seismo, a su clase dirigente y a la falta de esperanza que se le atribuye. 

 

Llegar a Puerto Príncipe, capital y ciudad más populosa de Haití es una delicia. Un aeropuerto luminoso, limpio, organizado… Además, un grupo de música tradicional ameniza tu marcha hacia los mostradores aduaneros. Allí los funcionarios son amables y los trámites se desarrollan con singular rapidez. Un edén. Hasta que, aún impresionado, sales a la calle y te das cuenta de que todo ha sido un enorme espejismo.

Ya fuera, el calor tropical se abate sobre tu persona y comienzas a sudar a mares; los charcos que ha dejado la última tormenta, unas horas antes, te obligan a caminar atento, con la vista fija en el suelo, mientras la gente se arremolina a tu alrededor para ofrecerte mil y un servicios de dudosa garantía; te empujan, se dirigen a ti en variados idiomas, pretenden ayudarte con la maleta… Quien te viene a buscar intenta sacarte cuanto antes de aquel desbarajuste para introducirte en un tráfico rodado no menos caótico, en el que cada cual trata de salir adelante como puede. Observas coloridos tap-tap –así llaman en Puerto Príncipe a los transportes públicos de pasajeros– que se cuelan por todas partes y paran donde se les ocurre, vetustos camiones cisterna que surten de agua a quien puede pagarla, montones de basura abandonada a la vera de las calles, en plena ciudad… ¡Bienvenido a Haití, el paraíso del desorden!

El aeropuerto está recién rehabilitado, pues su terminal resultó muy dañada por el terremoto. La ayuda internacional ha tenido mucho que ver en todo el proceso. Y también los deseos de Haití de atraer turismo. De ahí tanto contraste.

Porque hace mucho tiempo que los datos señalaban a Haití como el país más pobre del continente americano, aunque seguramente esa estadística nos dejaba a casi todos bastante indiferentes. Tuvo que ser un demoledor terremoto, que asoló el sur del país un 12 de enero de 2010, el que transformó por completo esta situación. A partir de aquel infausto momento, Haití se hizo presente, durante días y días, en todos los periódicos e informativos del mundo, con su repertorio de imágenes crudas e impactantes, a las que acompañaban dramáticas solicitudes de ayuda. La situación era, efectivamente, desesperada. El gugú-gudú –nombre popular que recibió el temblor– terminó por ocasionar 250.000 muertos y 300.000 heridos, dejando además sin hogar a 1,3 millones de personas, que invadieron con sus tiendas de campaña y sus plásticos todos los espacios públicos de la ciudad.

 

Varias viviendas destruidas después del terremoto que asoló la capital en enero de 2010 / Fotografía: Javier Fariñas Martín-AIN

Varias viviendas destruidas después del terremoto que asoló la capital en enero de 2010 / Fotografía: Javier Fariñas Martín-AIN

 

Un ayuda polémica

La ayuda que recibió Haití fue generosa y rápida, aunque al llegar a destino se encontró con un país desestructurado, en el que casi nada funcionaba como hubiera sido necesario. Ello añadió infinidad de dificultades a la distribución e hizo que fuera menos eficaz de lo que podría haberse esperado.

De hecho, el comportamiento de los organismos internacionales en la gestión de la ayuda fue muy criticado porque, a la hora de decidir su destino, demasiado a menudo se reservaron la última palabra, contando poco o nada con la opinión de los propios haitianos y, sobre todo, impidiéndoles acceder a los fondos. Sortearon así, en gran medida, el peligro de corrupción e irresponsabilidad en su uso pero, al mismo tiempo, quienes decidían qué necesitaban los haitianos eran, en definitiva, extranjeros. ¿Qué garantías tenían estos de acertar en sus opciones? ¿Cómo podían quedar los nativos satisfechos?

Seis años han pasado desde aquella tragedia. Del estado actual –físico y psicológico– de los supervivientes nada se comenta. Pero si atendemos a los datos facilitados el pasado agosto por Enzo di Taranto, responsable máximo de la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) en Haití, la emergencia de los sin hogar estaría hoy muy cerca de resolverse, al menos en apariencia. El pasado verano “solo” quedaban 60.000 personas viviendo de forma precaria fuera de sus casas. La mayor parte, en las afueras de la capital. Pero si uno se acerca al corazón de Puerto Príncipe, por ejemplo a los alrededores de la catedral de Nuestra Señora de la Asunción –que aún exhibe con amargura las descarnadas ruinas a las que la redujo el seísmo–, encontrará sin dificultad a numerosas personas viviendo entre improvisados toldos y plásticos multicolor, o bajo vehículos de gran tonelaje averiados, bañándose en plena calle y sobreviviendo a la vista de todo el mundo. Son los últimos, quizás quienes peor suerte han tenido, y se te acercan abiertamente a pedir, porque –aseguran– tienen hambre.

 

Un puesto callejero de venta de arte / Fotografía: Josean Villalabeitia

Un puesto callejero de venta de arte / Fotografía: Josean Villalabeitia

 

¿Y los demás? Algunos recibieron ayudas de 500 dólares para alquilar habitáculos donde vivir; para otros fueron entre 1.500 y 3.500 dólares, si tenían casa propia que reparar o reconstruir; pero el dinero resultaba a todas luces insuficiente. Buena parte de los ocupantes de los campos de acogida fueron arreglando sus míseras viviendas como mejor pudieron, con o sin ayuda, y se fueron a vivir a ellas en cuanto consideraron que era posible. Más recientemente las autoridades han obligado a abandonar los campos a quienes iban quedando en ellos, sin ofrecerles ninguna solución concreta para salir adelante en otro lugar. Se trataba simplemente de hacerlos desaparecer como fuera, para limpiar la ciudad y normalizar la situación. De esta manera, las cifras se han vuelto cada vez más favorables.

Pero, según Geneviève Jacques, antigua secretaria general de CIMADE, importante asociación de ayuda a los evacuados, activa en Haití tras el terremoto, si los campos de tiendas han desaparecido, resulta evidente que “se han aportado pocas soluciones de futuro. Yo he visto muy pocas casas que puedan llamarse así. La precariedad de los inmuebles es ahora mayor que antes del seísmo y grandes zonas de la periferia de la capital se han convertido en barrios de chabolas” con deplorables condiciones de salubridad. La Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH), por su parte, en un informe oficial entregado a las autoridades del país hace un par de años, indicaba que “las políticas aplicadas hasta ahora por las autoridades haitianas y las organizaciones internacionales que han intervenido masivamente en Haití han fracasado”. Así pues, las cifras que describen la recolocación de quienes perdieron su hogar a causa del terremoto, con ser ciertas, pueden resultar altamente engañosas.

Sea como fuere, es evidente que la ayuda financiera internacional y la presencia de ONG en el país, que gestionaban en la práctica el destino final de esa ayuda, se están reduciendo a marchas forzadas. “Hasta hace poco era imposible moverse y no ver coches de las ONG circulando sin parar de un lado para otro; ahora ya no es tan frecuente”, me comenta Lanès, un amigo haitiano, para subrayar el dato. Así las cosas, las personas y los problemas que hasta el momento no hayan encontrado solución apropiada lo van a tener cada vez más complicado. Y es que, seis años después, Haití está volviendo a la –cruda– normalidad.

 

Dos barcas cercanas al puerto de la capital, Puerto Príncipe / Fotografía de Josean Villalabeitia

Dos barcas cercanas al puerto de la capital, Puerto Príncipe / Fotografía de Josean Villalabeitia

 

Efectos secundarios 

La situación que siguió al terremoto, ya de por sí muy grave, se complicó diez meses después con la aparición del cólera, una epidemia –por desgracia, aún muy activa– que ha dejado ya la friolera de 9.000 muertos en el país, hasta el punto de que, según Enzo di Taranto, solo en Haití hay hoy censados más enfermos de cólera que en el resto del mundo. El final de esta epidemia no parece de momento cercano ya que, según estimaciones de Di Taranto, al menos uno de cada tres haitianos bebe agua sin las debidas garantías higiénicas.

A propósito del cólera, numerosos expertos situaron el origen de la epidemia en el contingente nepalí de Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH), que colaboró en las labores humanitarias tras el temblor. Los responsables de esta misión han desmentido en varias ocasiones tal aserción; sin éxito, pues los haitianos protestaron con violencia ante las instalaciones de la MINUSTAH, achacándole la irresponsabilidad de la infección.

En realidad, la historia de la MINUSTAH –presente en el país desde 2004, cuando las presiones sobre el presidente Jean-Bertrand Aristide, para que abandonara el poder, convulsionaron Haití– está trufada de desencuentros y enfrentamientos con los haitianos, que la consideran una fuerza de ocupación al servicio de intereses espurios. Así se explica, sin duda, el llamativo dispositivo que custodia su superprotegido cuartel general de Puerto Príncipe: varios militares armados hasta los dientes, apoyados por una tanqueta, situados en lugar bien visible para evitar tentaciones. Sin embargo, la MINUSTAH es actualmente la única fuerza policial realmente activa en las calles de la capital, o al menos la más visible, en una ciudad donde la violencia está a la orden del día. “Aquí todos tienen un teléfono móvil y una pistola”, me comentaba un miembro de la seguridad de una legación diplomática. Exageraba, sin duda, pero a la vista de los guardias armados que vigilan con atención supermercados, estaciones de servicio y lugares por el estilo, no parece que la intuición de aquel policía anduviera demasiado descaminada.

Otro motivo muy serio de preocupación es la sequía, que se está volviendo cada vez más persistente y desborda los límites geográficos y temporales tradicionales. Porque hasta ahora resultaba habitual que las provincias del norte de Haití sufrieran escasez de agua durante el verano, pero el fenómeno se está extendiendo con rapidez hacia el sur. De hecho, las fuentes de Cayes y del Parque Nacional de Macaya están secas, y la sequía amenaza seriamente a otras comarcas.

 

Una tanqueta de la misión de Naciones Unidas en Puerto Príncipe, presente en el país desde el año 2004 con las revueltas sociales que acabaron con Aristide.

Una tanqueta de la misión de Naciones Unidas en Puerto Príncipe, presente en el país desde el año 2004 con las revueltas sociales que acabaron con Aristide.

 

En opinión de distintos expertos, este proceso sería parte de un fenómeno global: el cambio climático asociado al calentamiento del planeta. Pero también influyen en él razones más directamente relacionadas con el comportamiento de la población haitiana, como la extremada deforestación. De hecho, el 98 por ciento del suelo haitiano está hoy desprovisto de masa arbórea alguna, en gran medida debido al uso generalizado del carbón vegetal y la leña como combustibles domésticos. Esta deforestación radical produce un progresivo empobrecimiento de los suelos agrícolas, por efecto de la erosión, y explica que fenómenos meteorológicos de por sí muy dañinos, como los ciclones tropicales o los asociados a El Niño, afecten a Haití de manera mucho más calamitosa que a sus países vecinos.

La repatriación forzosa de haitianos que está provocando la nueva política de inmigración de la vecina República Dominicana también preocupa lo suyo. De hecho, a mediados de septiembre habían regresado ya a su país unos 70.000 haitianos, cifra que habrá ido en aumento con el tiempo, ya que el total de afectados ronda las 250.000 personas, aunque la situación legal de algunas de ellas estaba siendo revisada. Así las cosas, desde hace meses, numerosas familias expulsadas sobreviven en refugios improvisados cerca de los pasos fronterizos. Este flujo migratorio, ni previsto ni controlado, supone, según Di Taranto, “una presión demográfica sobre el sistema de salud de Haití, ya de por sí muy frágil, así como sobre el aprovisionamiento en alimentos y agua”.

La población haitiana es joven y, tal vez, demasiado numerosa para la exigua geografía que la sustenta. Diez millones de haitianos en el interior, más quizás otros cuatro millones en una pujante diáspora extendida por Estados Unidos, Canadá y el Caribe, fundamentalmente. Un misionero amigo valora estos datos: “No caben. El gran drama es que los haitianos tienen que emigrar y nadie quiere a los pobres”. Porque los profesionales haitianos –los médicos, por ejemplo– son muy apreciados en el exterior. En la misma isla de La Española, que Haití comparte con República Dominicana, esta paradoja resulta particularmente notoria: los dominicanos son menos que los haitianos y, sin embargo, ocupan un territorio que es casi el doble que Haití. Pues bien, ahora Dominicana ha comenzado a expulsar a sus vecinos pobres, utilizando, además, unos argumentos que no han convencido a casi nadie.

Y todo ello en un paisaje financiero presidido por la reciente devaluación de la gurda, la moneda nacional haitiana, consecuencia del desfallecimiento de la economía del país. Esta devaluación ha provocado un aumento vertiginoso de los precios, incluidos los de los artículos básicos, como alimentos o medicamentos, que se ha dejado sentir de manera particularmente dramática en las capas más humildes de la población.

Toda una confluencia de factores negativos que han agravado sensiblemente la situación humanitaria de Haití, justo en el momento en que las ayudas internacionales se reducen a ritmo acelerado.

 

Dos niñas se lavan en un colegio de Puerto Príncipe / Fotografía: Josean Villalabeitia

Dos niñas se lavan en un colegio de Puerto Príncipe / Fotografía: Josean Villalabeitia

 

“Es lo de siempre” 

Llego a Haití en plena efervescencia poselectoral. Acaba de celebrarse la primera vuelta de las elecciones parlamentarias y se aguardan los resultados. Trato de informarme un poco en la prensa local: los partidos políticos oficiales son 193. Las noticias sobre el desarrollo de la jornada electoral resultan inquietantes: violencia y agresiones, quema de urnas y hasta una persona asesinada por la escolta de un político. Según un periódico, de aplicarse la ley, hasta 14 candidatos tendrían que ir a la cárcel por su comportamiento durante los comicios.

Con el tiempo va conociéndose alguna cifra; por ejemplo, la participación: el 18 por ciento. “Imposible”, asegura un profesor que sigue con atención estas cuestiones; “ese dato tiene que estar amañado; ¡nunca han sido tantos!”. Después, cuando por fin se conocen los resultados, casi nadie está satisfecho; los perdedores no los aceptan, hablan de manipulación y fraude, y en numerosos lugares exigen anular las elecciones o repetirlas. Para nuestro profesor no hay discusión: “Es lo de siempre”.

Más adelante, para la primera vuelta de las presidenciales, el pasado 25 de octubre, se presentarán ¡53 candidatos! a presidente (la segunda vuelta estaba prevista para el pasado 27 de diciembre, después del cierre de esta edición de Mundo Negro). “No esperes nada de los políticos de este país”, me aconseja un veterano misionero francés con largos años de presencia en Haití, cuando me ve interesado en estas cuestiones; “aquí las elecciones son una inversión, que se recupera con creces cuando llegas al poder”. Por ello, cualquier maniobra resulta aceptable, siempre que sirva para colocarte en los puestos de mando; incluida la compra abierta de votos. A este respecto, el colmo se vivió el pasado mes de agosto en la haitiana isla de La Tortuga, cuando algunos candidatos llegaron a utilizar billetes falsos para camelar a los votantes. “Lo que necesitarían es un dictador honrado que los metiera en vereda”, asegura nuestro misionero, aunque matiza: “Si es que eso existe”.

Preguntas sobre los jueces, la Policía, los ministerios, los funcionarios… y las respuestas son siempre pesimistas. Hablando, por ejemplo, con Daniel, joven universitario, me confiesa sus deseos de emigrar: “¿Quién puede querer quedarse en un país en el que no hay Policía, ni jueces, ni leyes, ni nada que ayude a la gente a salir adelante?”, se pregunta con tristeza. Ni qué decir tiene que esta precariedad estructural del Estado haitiano supone una pesada rémora a la hora de resolver la cantidad ingente de problemas que lo asedian.

Y entre las instituciones que tendrían que echar una mano no olvidamos a la Iglesia Católica, antaño ampliamente mayoritaria, con prestigio moral y capacidad de influir sobre los haitianos, y hoy en regresión. De hecho, estadísticas recientes le asignan cantidades de fieles en torno al 55 por ciento de la población, mientras que las nuevas religiones evangélicas, de corte pentecostal, muchas de ellas nacidas en el país, están incrementando sus adeptos con un ritmo exponencial. ¡Qué inaceptable interpretación apocalíptica del terremoto ofrecieron no pocas de ellas! Además, todos han de convivir –y a menudo compartir fieles– con el ancestral vodú, traído de África por los esclavos, que ha adquirido rasgos autóctonos y atrae a un número no despreciable de haitianos, por más que algunos digan, con desprecio, que la gente solo acude a esos cultos para bailar. Vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa no faltan, con un curioso dato de la estadística vocacional haitiana: los candidatos masculinos a la vida religiosa son más numerosos que los femeninos.

 

Centro comercial en la capital haitiana / Fotografía: Josean Villalabeitia

Centro comercial en la capital haitiana / Fotografía: Josean Villalabeitia

 

¿Esperanza en Haití?

Reviso el texto redactado y me avergüenzo, en cierto modo, de no haber sido capaz de destacar en él ningún aspecto esperanzador. Resulta, por ejemplo, indiscutible el enorme potencial turístico que exhibe Haití por todas partes, con sus playas, su clima, sus paisajes… Claro que, de entrar en esa pelea del turismo, tendría que hacer un esfuerzo enorme para mejorar las condiciones de sus vías de comunicación, la seguridad en sus calles, el suministro de agua y electricidad, la limpieza de sus pueblos y costas… Competiría, además, con rivales que ofrecen a su alrededor prestaciones similares, disponen de mayor poderío económico y llevan ventaja en la carrera.

Está también el innegable talento artístico del pueblo haitiano, quizás el de más impacto de todo el Caribe, sobre todo en música, pintura y artesanía. Se han hecho progresos en materia de salud materno-infantil, aumenta la exportación de mangos –la variedad francisque es una auténtica delicia haitiana– y de algunos productos textiles, el crecimiento económico del país se ha situado estos últimos años en torno al 2,5 por ciento…, pero, ciertamente, todo es muy poco en la isla.

El terremoto de 2010 fue, sin discusión, una tragedia de proporciones descomunales. Pero existe otro cataclismo que continúa azotando sin piedad Haití: esa pobreza radical que se le ha colado por todos los intersticios y le impide llegar a ser lo que todos los haitianos, y en especial los más pobres, esperan. La antigua Perla de las Antillas ha perdido hoy casi todo su esplendor. Para recuperarlo necesita un esfuerzo colosal; ante todo de los propios haitianos, pero también de la comunidad internacional. Aunque de nada serviría tan ambiciosa empresa si no acometieran todos la tarea con desbordantes dosis de honradez, compromiso y generosidad.

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