Los rescoldos del apartheid

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Empleadas del hogar en Sudáfrica

Por José Ignacio Martínez desde Johannesburgo (Sudáfrica)

Son alrededor de un millón. Las trabajadoras domésticas conforman el sector que más mujeres negras agrupa en Sudáfrica. Pero ellas se quejan, dicen sufrir a diario abusos físicos y verbales, agresiones sexuales y racismo. En el país con mayor índice de desigualdad del mundo, las empleadas de hogar, en el fondo del sistema económico y poco empoderadas a pesar de unas leyes justas, lo tienen claro: «La segregación no ha acabado para nosotras».

Fotografía: PER-ANDERS PETTERSSONG / GETTY
Fotografía: PER-ANDERS PETTERSSONG / GETTY

Las paredes del despacho de Eunice Dhladhla lucen repletas de carteles. En uno, ilustrado con una mujer negra con el puño en alto, se lee: «Trabajadoras domésticas del mundo, ¡uníos!». En otro, el reconocido «Hasta la victoria siempre» acompaña a una fotografía de un joven Fidel Castro en los primeros años de la Revolución cubana. Eunice tiene 74 años, un gorro blanco cubre su pelo, viste ropa ancha y anda igual que habla: con lentitud y cautela. Vive en Johannesburgo, la ciudad más grande y poblada de Sudáfrica, a la que se mudó cuando era pequeña. Dice que ella, antigua empleada de hogar y actual coordinadora del sindicato South African Domestic Services and Allied Workers Union (Sadsawu, por sus siglas en inglés), formado por unos 10.000 trabajadores, mujeres en su gran mayoría, sabe mucho de abusos, de discriminación y de no rendirse nunca. 

«Para las empleadas de hogar, el apartheid todavía existe. Es cierto que la situación ha mejorado un poco porque estamos reconocidas en las leyes, lo que hace más fácil negociar con los empleadores. Podemos decirles que vengan aquí, a la oficina, o ir nosotras a la suya a discutir las condiciones; nos reunimos, nos sentamos y hablamos. Ahora nos permiten eso. Antes, no. Fueron tiempos oscuros», explica Eunice. Y, mientras habla, se fija en dos pulseras que adornan el brazo del periodista que escribe. «En aquellos tiempos no podrías llevarlas», dice señalándolas. «Esos colores, que son los mismos que los del Congreso Nacional Africano (el partido que ha regido Sudáfrica desde 1994 y que tuvo en Nelson Mandela a su cara más visible), estaban prohibidos. Podían mandarte a prisión por vestirlos en tu ropa». 

Vaidah Sande, trabajadora doméstica en Sudáfrica. Fotografía: José Ignacio Martínez



El sector de empleadas del hogar, alrededor de un millón de mujeres en la actualidad –el que más -trabajadoras negras agrupa en -Sudáfrica–, sufrió la segregación racial con especial virulencia. Su trabajo era de los pocos que no estaba sujeto a la normativa que prohibía el contacto entre las distintas razas. Ellas, las mujeres negras, a menudo hacinadas en guetos o slums, se vieron obligadas a respetar la ley de pases, que prohibía la libre circulación de personas por determinados territorios y que las alejaba, al trabajar en zonas exclusivas de blancos, de sus familias, sus amigos y de su vida durante semanas enteras. «Ni siquiera podías estar con tu marido o con tus hijos. Podías pasar meses sin verlos. Yo recuerdo que, antes de afiliarme  al sindicato, en la última casa en la que trabajé, le dije al empleador que mi marido vendría conmigo; que debía ser así porque yo era una mujer casada. Él aceptó, pero tuve que dejar a mis hijos en Soweto, con su abuela. Los veía realmente poco, solo en vacaciones», dice Eunice. 

Eunice Dhladhla, coordinadora del SADSAWU. Fotografía: Jonathan Torgovnik / Gett



Pasaron los años, se abolieron las leyes racistas, se aprobaron otras más inclusivas y justas, pero fue un avance que no ha terminado de despegar. «El apartheid acabó solo sobre el papel, pero no para nosotras, el sector más vulnerable entre los trabajadores», repite Eunice. Hay datos que le dan la razón. Según el Report on Pay Working Conditions for Domestic Work in South Africa 2019, de -SweepSouth, una plataforma digital para contratar a trabajadoras domésticas, el 16 % de ellas denunciaron haber sido víctimas de abuso verbal o físico en 2018; el 27 % afirmó que vivía en chozas y solo el 63 % decía sentirse respetada por sus empleadores. SweepSouth encuestó a más de 1.300 personas para este estudio. 

–¿Y el Gobierno? ¿Os ayuda?

–Creo que las leyes actuales no son malas, pero los empleadores piden a las trabajadoras que mientan a los inspectores, que no les abran la puerta. Y ellas, por miedo, hacen caso. 

–Si tuvieras que quedarte con un problema que afecte a las empleadas de hogar en Sudáfrica, ¿cuál sería?

–Pues hay muchos: los salarios bajos, las que trabajan de lunes a lunes… Pero hay una cuestión que siempre se ha callado y que cada vez cuentan más mujeres. Las trabajadoras domésticas sufren acoso sexual en todas sus formas: violaciones, tocamientos o coacciones. He conocido muchos casos. 

Y Eunice cuenta uno sangrante: «Una muchacha estaba empleada en una casa donde todas las mañanas el marido llevaba a su mujer a la oficina y después volvía. Él no tenía trabajo. Un día, cuando regresó, el hombre puso una película pornográfica en el DVD, llamó a la muchacha y le dijo que se sentaran a verla juntos. Ella se extrañó, primero, porque la invitó a sentarse en un sofá en el que tenía prohibido hacerlo y, segundo, cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo. Entonces, el tipo se desnudó. La joven nos contó que estuvieron así 15 minutos. Cuando le pregunté si la había violado, se puso a llorar. No dijo nada más, pero estoy completamente segura de lo que pasó». Y concluye añadiendo que resulta imposible saber el número exacto o aproximado de empleadas que han sufrido este tipo de agresiones, y que les cuesta mucho emprender acciones legales, porque la mayoría decide no denunciar por vergüenza y miedo. 



Florence Nhlanhla, fundadora de un sindicato para defender los derechos de este colectivo. Fotografía: José Ignacio Martínez



Desprecio y pobreza

Vaidah Sande llegó a Johannesburgo en 2004. Vaidah es de Zimbabue, una nación de emigrantes, muchos de ellos con destino a Sudáfrica, una de las principales economías africanas. Sin embargo, este supuesto bienestar no llega a toda la población. Según el coeficiente Geni, que mide la desigualdad entre los habitantes de un país, Sudáfrica es el más desigual del mundo: el 1 % mejor posicionado posee el 70,9 % de la riqueza total, mientras que el 60 % de los ciudadanos con menos recursos concentra solo el 7 %. Un estudio del Banco Mundial, titulado Superar la pobreza y la desigualdad en Sudáfrica, basado en datos recogidos entre 2006 y 2015, arrojó que esta desigualdad, alta y persistente, ha crecido desde 1994, año de las primeras elecciones democráticas tras el apartheid

Cuando llegó, Vaidah empezó a trabajar para una familia mestiza, donde se mantuvo hasta que dejaron de pagarle. Con sus segundos empleadores comenzaron los problemas. «Mi jefe abusaba verbalmente de mí. Solía llamarme kaffir –una palabra peyorativa usada para referirse a las personas negras–. Me decía que era estúpida, que era vaga… Yo soy extranjera, la mayoría de nosotros venimos sin toda la documentación en regla, así que no podía hacer nada. No sabía a quién quejarme. Aquel hombre no me daba ni una hora para comer y tenía que echar muchas más horas de las legales. Estaba en sus manos, y él podía manejarme como quisiera», afirma. El informe Violence and Harassment Against Women and Men in the World of Work, de la Federación Internacional de Trabajadores Domésticos, recoge testimonios parecidos y va algo más allá: sostiene que Sudáfrica ha sido escenario reciente de torturas e incluso asesinatos de trabajadoras domésticas. 

Vaidah tiene dos hijos, uno de 18 años y otro de 8. «Es muy difícil mantenerlos a los dos. Vivimos en una habitación alquilada, pero mis niños necesitan comida, ropa, tienen gastos escolares… Al final del día, cuando voy a ver el dinero que me queda, resulta que no tengo nada». Su queja dista mucho de ser aislada o esporádica. El documento de -SweepSouth mencionado con anterioridad indica –y Vaidah lo -confirma– que una trabajadora doméstica gana, de media, unos 2.500 rands al mes (algo más de 120 euros) y que ese sueldo apenas da para vivir. Ellas deben gastar entre 700 y 1.000 rands al mes en comida, entre 500 y 1.000 en pagar alquileres, más de 500 en transporte, alrededor de 1.500 al año en gastos escolares y entre 60 y 100 rands mensuales en telefonía y datos para el móvil. Ante esta realidad, el informe encontró que solo el 14 % de las empleadas pueden permitirse ahorrar más de 25 rands (algo más de 1,20 euros) a la semana. 




Maggie Mthombeni. Fotografía: Juan Ignacio Martínez


Leyes insuficientes

Pero, además, la legislación laboral sudafricana ningunea a las trabajadoras domésticas al establecer un salario mínimo –15 rands, unos 74 céntimos de -euro, por hora– menor que para el resto de trabajadores del país, fijado en 20 rands. «Debo pagar tantas cosas que no me queda nunca nada. A nosotras nos dan solo una pequeña parte de lo que le sobra a los demás», dice Florence Nhlanhla, 47 años y madre de tres hijos. «Tengo que poner comida a mis niños, y cada vez resulta más difícil», afirma. Como ella, casi el 80 % de las trabajadoras domésticas son el principal sostén de su familia, y el 50 % declaró tener que apoyar económicamente, al menos, a cuatro personas. 

El caso de Maggie Mthombeni, empleada de hogar en paro, es similar al de Vaidah y al de Florence: horarios interminables, insultos y sueldos de miseria. Por ello, Maggie y Florence decidieron crear hace cuatro años la Izwi Domestic Workers Alliance, una red dirigida a trabajadoras domésticas de Johannesburgo para ofrecer consejos, enseñar derechos, organizar actos, reuniones y compartir experiencias que sirvan para denunciar a empleadores que abusan. Dice Maggie que las historias de desprecio y necesidad se han sucedido en todo este tiempo. «Recuerdo el caso de una mujer a la que obligaban a llevar guantes cuando preparaba la comida para los niños de la familia. Un día uno de los pequeños le pidió pan, y ella se lo cortó sin los guantes: la despidieron al día siguiente. Otra mujer, cuando llegó a su nuevo lugar de trabajo, se encontró con que no tenía habitación propia. La familia le dijo que debería compartir un cuarto y la única cama que había en él con el perro». 




Una manifestación en Pretoria contra los abusos sexuales a mujeres, en septiembre de 2019. Fotografía: Phill Magakoe / Getty

Una lucha constante

La lucha del sector por conseguir derechos y reconocimientos viene de largo. En los 50, durante los primeros años del apartheid, la ley de maestros y servidores, que regulaba las relaciones entre empleados y empleadores, despojó de voz y recursos a las trabajadoras domésticas, favoreciendo una especie de esclavitud legal que se alargó dos décadas más. Pero en los años 70, el gremio, compuesto principalmente por mujeres, empezó a organizarse hasta que en 1984 nació el primer sindicato doméstico, el South African Domestic Workers Union, ya extinto. «Fue un movimiento muy fuerte. Era una época en la que una buena parte de la sociedad creía que las trabajadoras domésticas eran simplemente sirvientes, que no necesitaban cobrar ni tener derechos. Lo cierto es que las leyes han cambiado, aunque parte de esa mentalidad sigue presente», valora Kele, una joven investigadora del Socio-Economic Rights Institute of South Africa, un organismo no gubernamental que trabaja con comunidades, movimientos sociales e individuos para defender y dar a conocer sus derechos socioeconómicos, y que publicó en 2018 la guía de referencia para empleadas de hogar en Sudáfrica. 

«A partir de 1994, las trabajadoras domésticas fueron incluidas y tenidas en cuenta en la mayor parte de la legislación, y casi todos los derechos de los demás trabajadores también las cubren a ellas. Aunque ha habido algunas excepciones como en 2003, cuando la ley de compensación por lesiones y enfermedades laborales las excluyó», dice Kele. Y lo cierto es que este sector goza de una amplia protección legal. La Constitución reconoce su derecho a no ser discriminadas por su color, estado civil o procedencia; a acudir al sistema judicial; a unas leyes laborales justas y a formar sindicatos o afiliarse a ellos. La ley de igualdad en el trabajo castiga a los empleadores que no contraten a una mujer por tener cargas familiares, estar embarazada o ser portadora de VIH. Otra ley, la de seguridad y salud en el trabajo,  obliga a proporcionar a la empleada un ambiente laboral tranquilo. Y otras normas asignan las pensiones, exigen la realización de contratos y fijan retribuciones en caso de despido, o la edad mínima para trabajar, establecida en 15 años. 


Kele, del Socio-Economic Rights Institute of South Africa, charla con otras mujeres. Fotografía: Juan Ignacio Martínez

Eunice, Florence y Kele coinciden en el diagnóstico: las leyes son maravillosas, pero cuesta mucho aplicarlas y, por tanto, resulta complicado que las trabajadoras se beneficien de ellas. El sector del trabajo doméstico es uno de los más castigados cuando la economía sudafricana sufre crisis o recesión. Entre 2018 y 2019, 15.000 mujeres perdieron su empleo debido al empobrecimiento provocado por la situación económica del país, mientras que subieron los precios del combustible y de los alimentos. Y en las casas, en las calles, en sus trabajos, las empleadas domésticas siguen batallando por su dignidad. Finaliza Florence: «Cuando salgo a la calle con mi uniforme, hay gente que ni me mira o lo hace con aire de superioridad. O si voy a firmar un documento, también de uniforme, me preguntan que si quiero que me lo lean. En nuestros hospitales, a los que vamos nosotras, no ves a ningún blanco en la cola. Y es mejor que no enfermes de algo grave, porque si no tienes dinero puedes morirte. Por todo ello te digo que el apartheid para nosotras todavía no ha acabado». 



 

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