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Por Jordi Canal-Soler
El anciano hogon, el jefe del poblado, me miró con ojos enrojecidos por el humo del tabaco de su pipa y me invitó a sentarme a su lado. Estábamos a la sombra del grueso techo de troncos y cañas de mijo de la toguna, la cabaña sin paredes que hay en todos los pueblos a lo alto y bajo del acantilado de Bandiagara y que servía de punto de encuentro para que los hombres discutieran sobre los temas de la comunidad. El techo era bajo a propósito, para que una discusión acalorada terminara pronto cuando los más exaltados se levantaran sin pensar en su altura. No discutíamos entonces, al contrario. Charlábamos para congraciarnos con el viejo. Aquí, en el País Dogón de Malí, todavía los ancianos más sabios eran los jefes del poblado y formaba parte de la tradición que, llegando al poblado, se les obsequiara con una bolsa de nueces de kola. Se la ofrecí al hogon y las aceptó encantado. Enseguida sacó una de la bolsa y empezó a masticarla con aprecio, invitándome a hacer lo mismo. Me llevé media nuez a la boca y la empecé a masticar, pero me costó tragar la saliva: era lo más amargo que había probado hasta entonces. En África occidental la kola se consume como excitante, un sustitutivo del café o del té con altas dosis de cafeína. El anciano estaba tan contento que hurgó en su morral y sacó una pequeña bolsa de piel. Con los dedos tomó un poco de rapé de su interior y lo aspiró. Me invitó también. Para no quedar mal, acepté y tomé un poco del tabaco en polvo que me ofrecía. No sé si lo aspiré demasiado fuerte, o si además de tabaco ese rapé tenía pimienta o chile, pero empecé a estornudar tan fuerte y con tanta frecuencia que el viejo hogon se empezó a reír. Cada estornudo resonaba en el techo y moría entre las risas del anciano. Cuando me recuperé, me estaba mirando con ojos risueños y una sonrisa desdentada.
–¡Bienvenido a Djiguibombo! –me dijo eufórico.
Con libertad para vagar a mi antojo por el pueblo, salí de la toguna y me enfrenté al sol de la mañana. Desde aquí podía divisar el acantilado de Bandiagara, pura roca vertical desnuda que se elevaba casi 300 metros como un precipicio que se perdía en el horizonte de la sabana. Entre las fértiles aguas del río Níger y las llanuras semidesérticas de Burkina Faso, en el sureste de Malí, la falla se extiende durante 150 kilómetros en forma de un enorme acantilado. Desde 1989, esta formación rocosa es Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, no solo por lo espectacular del paisaje, sino sobre todo por ser el hábitat de una cultura que, viviendo cerca de la protección del escarpe, ha conseguido mantener sus tradiciones ancestrales: el pueblo dogón.
Cuando en el siglo XV los mossi de Burkina Faso empezaron a perseguir a las etnias más cercanas para esclavizarlas e islamizarlas, los dogón retrocedieron hasta el Bandiagara. Allí se encontraron con los telem, un pueblo que había morado en el acantilado desde el 3000 a. C. No se sabe muy bien si se mezclaron con ellos, absorbiéndolos, o si los echaron del acantilado, pero desde entonces la cultura dogón sustituyó a la de los telem, y bajo la protección del acantilado se defendieron de otras tribus. Hasta la actualidad, estos han permanecido casi inalterados, y aunque el islamismo y el cristianismo han empezado a crear fieles entre sus habitantes, en muchos de los pueblos a lo largo del acantilado todavía subsisten las creencias animistas.
Cada pueblo del País Dogón tiene algo distinto. Ya sea su posición en la parte alta o baja del acantilado, la arquitectura de sus casas o graneros, o incluso la religión mayoritaria que profesan sus habitantes, hace que la visita a cada pueblo muestre aspectos distintos de su cultura. Sidiki, el guía que me acompañaba, era originario de aquí, pero de joven había partido hacia Mopti, junto al río Níger, buscando mayores oportunidades.
Bajamos de Djiguibombo hacia la parte inferior del acantilado pasando por algunos campos de cebollas –uno de los cultivos más importantes, junto con el mijo, que forma parte de la dieta básica de los dogón–. El camino, desgastado por centenares de años y miles de pasos, transcurría por la roca calcárea, árida y rojiza, de las primeras estribaciones del acantilado. A menudo, en algún recoveco, afloraba el agua filtrada por la piedra y que se acumulaba en pequeños pozos que llenaban de vida esta parte desértica del recorrido.
Llegamos a la base del acantilado. Era jueves, y había mercado en Kani Kombolé. Gente de los pueblos cercanos, especialmente mujeres, venían a comprar o vender sus productos: semillas, arroz, cebollas, cerveza de mijo, leche de cabra, ñames, patatas, pescados secos, telas, bananas, tomates… No hay nada que iguale la diversidad de colores y olores de un mercado africano, y me perdí unos momentos por entre los puestos, simples telas sobre el suelo para disponer sobre ellas los productos.
Sidiki me llevó a la Maison des Femmes, un recinto ritual cerca del acantilado destinado a acoger a las mujeres durante la menstruación, cuando se consideran impuras. Sus paredes estaban pintadas con vivos colores y había representaciones esculpidas de hombres y mujeres dotados de grandes genitales. La influencia del islam está cambiando estas tradiciones y la gran mezquita de Kani Kombolé es el signo más evidente de cómo las religiones monoteístas están sustituyendo poco a poco las creencias animistas de los dogones.
Dormimos en Téli, a cuatro kilómetros de Kani Kombolé, en uno de los campements preparados para los turistas que vienen cada año a recorrer el País Dogón. Justo al pie del acantilado se veían las antiguas casas de los telem: altas, estrechas y abandonadas. Desde que los leones y hienas –o los humanos– ya no son un problema, los habitantes de Téli prefieren vivir en la llanura, a poca distancia del acantilado y más cerca de sus cosechas. Aquí hay una mezquita, una iglesia y quedan unas cuantas familias animistas.
Tras una cena ligera a base de arroz, cuando ya había oscurecido, se presentó en el campamento uno de ellos. Traía un puñado de conchas de cauri, y por una pequeña propina el viejo hechicero leía la fortuna del viajero a través de la posición de las conchas lanzadas sobre la mesa. Sidiki creía en estas cosas.
–Prueba a ver qué pronóstico nos da el brujo para el viaje –me incitó Sidiki.
Le di una buena propina y el viejo sacudió el saco con las conchas, las dejó caer sobre el tablero, como un experto jugador de dados y las estudió concienzudamente. Meneó la cabeza y empezó a analizar la posición en la que habían quedado las conchas. Hablaba en francés:
–Por lo que veo, vuestro viaje no tendrá percance alguno, y llegaréis finalmente a vuestro destino.
Esperaba que dijera algo más, pero recogió y se fue. Pensé que seguramente el pronóstico debía de ser tanto más favorable cuanto mayor fuera la propina, y una vez emitida la profecía no era necesario quedarse más tiempo. Pero no se necesitaba un adivino para saber que todo iría bien. Incluso podía predecir por dónde pasaríamos y lo que veríamos, puesto que estaba en nuestra hoja de ruta: en Endé veríamos teñir las telas de bogolán con los pigmentos naturales de tierras, plantas e índigo; en Indelou veríamos a uno de los últimos cazadores ataviados con camisas animistas para congraciarse con los espíritus de las presas; y en Begnimato beberíamos dolo, la cerveza tradicional de mijo, escanciando primero un poco de líquido en el suelo en recuerdo de los ancestros.
Esa noche no quise dormir en la habitación. Hacía calor dentro de la choza que me asignaron, así que cogí mi saco de dormir, subí al tejado por un tronco con peldaños esculpidos, estiré un viejo colchón sobre el barro endurecido y contemplé el cielo estrellado sobre mi cabeza.
No había luz eléctrica en el País Dogón, y los fuegos o luces de queroseno que quemaban en el pueblo no conseguían iluminar más allá de las paredes cercanas. El cielo aparecía despejado y busqué algunas de las constelaciones más conocidas: Tauro, Orión,… Vi a Sirio, la estrella más brillante del firmamento, en la constelación de Canis Maior, y recordé su curiosa relación con los dogones.
Este pueblo ha sido tan estudiado por los antropólogos –especialmente franceses– que se cuenta hasta un chiste sobre ello: “¿Cuánta gente vive en una casa dogón? La respuesta es cinco personas: el padre, la madre, los dos hijos y el antropólogo francés”. El primero de ellos, y el que marcó en mayor medida el interés europeo por ellos fue Marcel Griaule, que en la década de 1930 pasó largas temporadas estudiándolos y escribió dos libros que explicaban el simbolismo y la cosmología de este pueblo: Dios de agua y El Zorro pálido. Relataba en ellos el conocimiento extraordinario de los dogones acerca del sistema solar y especialmente de la naturaleza doble de Sirio (formada por dos estrellas, Sirio A y Sirio B, esta última en órbita alrededor de la primera). Lo sorprendente es que el período de 60 años que tarda Sirio B en dar la vuelta a Sirio A es el mismo tiempo que pasa entre dos celebraciones de la fiesta más importante de la cultura dogón, el Sigui. La última vez que se celebró la fiesta fue en 1967, y la siguiente ocasión será en 2027. Para cada Sigui se crea la Gran Máscara, una máscara especial esculpida a partir de un solo tronco y que puede llegar a los diez metros de altura.
Griaule concedía un complejo conocimiento astronómico a los dogones, pero con el tiempo se ha visto que la cosmogonía transmitida al antropólogo por unos cuantos hogones respondía a las ganas de estos de colmar el ansia de conocimientos del francés: los ancianos se inventaron lo que Griaule quería escuchar. Inventaron símbolos, improvisaron mitos y crearon relatos a cambio de prestigio y dinero. Desde entonces, Griaule ha quedado como el paradigma del antropólogo intrusivo en el estudio de tradiciones.
Sin embargo, eso no fue impedimento para que algunos autores surgieran con las hipótesis más absurdas sobre las causas del supuesto conocimiento astronómico de este pueblo. El americano Robert Temple sugirió en su libro El Misterio de Sirio que una civilización proveniente de la estrella habría descendido en sus naves espaciales hacía más de 5.000 años para transferir a los dogones una sabiduría estelar que ninguna otra tribu de África conocía.
Mientras contemplaba el cielo estrellado, limpio y nítido como solo la noche africana sabe mostrar, descarté la necesidad de buscar ninguna relación extraterrestre para comprender al pueblo dogón, pero la inmensidad del espacio me llevó a pensar en su futuro. Como isla geográfica en medio de la sabana saheliana, los dogones habían sabido mantener su cultura casi indemne hasta ahora en Bandiagara, pero ¿cómo cambiaría todo ello en los próximos años? ¿Quizá incluso los relatos de antropólogos como Griaule servirían para registrar un estilo de vida y unas tradiciones antes de que cambiaran?
Pensé en sus tradicionales danzas de máscaras, y me pregunté si en diez años, cuando llegara la nueva fiesta del Sigui, seguirían siendo tal y como las bailaban sus antepasados. Quizá se lo podría haber preguntado al adivino de los cauríes. Le hubiera dado una propina extra para que me dijera que sí, que en el futuro el País Dogón seguiría siendo ese enclave de tradición ancestral. Pero, quizá, no me hubiera quedado convencido.
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