Museveni y Uganda: ¿una democracia militarizada?

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Retrospectiva desde su ascenso al poder hasta hoy

Por Pablo Moraga, Kampala (Uganda)

Tras más de tres décadas en el poder, Yoweri Museveni, uno de los líderes políticos más longevos del mundo, se encuentra en la encrucijada de un país que anhela un cambio estructural.

El pasado 20 de diciembre el Parlamento de Uganda aprobó una enmienda constitucional polémica: hasta entonces los candidatos electorales debían tener menos de 75 años; por lo tanto, Yoweri Museveni, el único presidente desde 1986, no podía presentarse a las siguientes elecciones. Durante los debates, los parlamentarios gritaron, destrozaron sillas y documentos, se lanzaron puñetazos. Entonces, los militares y los guardaespaldas personales del presidente entraron en el Parlamento y arrestaron a 24 políticos.

Según una encuesta independiente, el 74 por ciento de los ugandeses se oponía a esta enmienda. Sin embargo, a pesar de esta impopular medida, en diciembre no hubo protestas en las calles ni alborotos públicos. Nada. «Nadie puede desestabilizar la paz de este país», afirmó Museveni. Durante los últimos treinta años los ugandeses han aprendido que el precio por luchar contra los proyectos del presidente es demasiado caro.

 

La llegada al poder

Museveni estudió ciencias políticas en la universidad de Dar es Salaam, en Tanzania. Allí creó un grupo en el que estudiantes de todo el continente discutían sobre los trabajos de académicos marxistas como Walter Rodney o Frantz Fanon. Había comprendido que los europeos colonizaron África gracias a la desorganización de los pueblos. Sin embargo, él escuchó a panafricanistas como Kwame Nkrumah o Julius Nyerere. Pensaba que la coordinación de todos los pueblos africanos era necesaria para eliminar definitivamente las estructuras que Occidente había diseñado en beneficio propio.

 

Enero de 1986, Museveni habla a diplomáticos y periodistas después de que sus fuerzas se apoderaran de Kampala y proclamaran un nuevo gobierno. Fotografía: Archivo Mundo Negro


 

En 1980 el partido político de Museveni perdió unas elecciones generales profundamente manipuladas. En menos de cuatro años, el régimen de Milton Obote asesinaría a más personas que el de Idi Amin: aproximadamente unas 300.000. Así que Museveni y sus compañeros pensaron que este Gobierno no permitiría políticas pacíficas. Y para «reestructurar el Estado de Uganda» eligieron la resistencia armada.

El Ejército de Resistencia Nacional (NRA, por sus siglas en inglés) peleó durante cinco años. Fue una guerra de guerrillas en la que durante los primeros años el objetivo principal no era el de capturar territorios, sino construir una milicia cohesionada, efectiva y políticamente motivada. Pequeñas unidades populares bloqueaban las carreteras o atacaban las comisarías de policía. Para hacer frente a esta estrategia el Ejército tenía dos opciones: dispersar sus militares en grupos más pequeños y vulnerables o perder el control del territorio.

Los rebeldes tomaron la capital. Miles de personas salieron para recibirlos. Llevaban ramas de arbustos para recordarles el tiempo que permanecieron escondidos en los bosques. Por primera vez en África, un grupo rebelde entrenado localmente, sin bases y prácticamente con las armas que había robado –recibieron cantidades insignificantes de armamento de otros países como Tanzania y Argelia en momentos puntuales–, había derrotado a un ejército profesional. Museveni escribió en su biografía que «solamente Cuba y posiblemente China hicieron algo parecido».

 

Vendedoras en el centro de la capital. Fotografía: Pablo Moraga


 

En ese momento el pueblo era extremadamente pobre. Hubo cuatro golpes de Estado en menos de quince años, y durante todo ese tiempo los soldados asesinaron con impunidad. Pero los milicianos de Museveni parecían diferentes. Incluso los investigadores de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense escribieron sorprendidos que el NRA «ha mostrado sistemáticamente respeto por los derechos humanos y el estado de derecho durante los cinco años que ha durado la insurgencia, y su comportamiento desde que asumió el poder ha sido responsable y humano».

 

El giro hacia la economía de mercado

En enero de 1986 –cuando los rebeldes del NRA tomaron el poder– Uganda estaba destrozada. Había menos de 100 centros de salud en todo el país y la esperanza de vida era de 48 años. Prácticamente no existían importaciones ni exportaciones: las tiendas estaban vacías. La economía era principalmente informal y el Estado no recaudaba impuestos. Los informadores estadounidenses advirtieron que el presidente Museveni necesitaba ayuda tan urgentemente que aceptaría la colaboración de cualquier país, incluyendo la Libia de Muamar el Gadafi, Etiopía o la Unión Soviética.

Sin embargo, a pesar de sus discursos izquierdistas, el presidente Museveni acabaría aceptando las medidas que propusieron el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Las instituciones financieras internacionales eliminaron todas las regulaciones estatales y Museveni se transformó en un firme impulsor de la empresa privada. Fue entonces cuando los indicadores macroeconómicos aumentaron rápidamente. El crecimiento anual de Uganda a principios de 1990 era casi del cinco por ciento y, en 1996, superaba el ocho por ciento. Pero el Estado no era más que una junta administradora que gestionaba los negocios de la clase burguesa, y este dinero y los servicios se concentraron en las manos de unos pocos.

 

Agentes de policía patrullando en Kampala. Fotografía: Pablo Moraga


 

Desde entonces, Museveni prosperó en el poder como un socio de Occidente para mantener la «seguridad regional» y para que el capitalismo de mercado no sufriera amenazas en África del este. Además, los soldados ugandeses intervinieron en numerosos países, en ocasiones derrocando gobiernos que consideraron hostiles –como en Ruanda, República Democrática de Congo y Sudán–, o colaborando con ellos
–como en Sudán del Sur, Somalia y República Centroafricana–.

Uganda se convirtió en el séptimo receptor principal de las donaciones estadounidenses, solamente después de Israel, Egipto, Jordania, Afganistán, Kenia y Tanzania. En 2016, Estados Unidos entregó 840,4 millones de dólares –de los cuales, casi 300 millones se utilizaron para entrenar al ejército–.

 

El paso a las elecciones multipartidistas

Durante mucho tiempo el presidente Museveni no permitió una política multipartidista: argumentaba que Uganda era una sociedad rural compuesta sobre todo por campesinos con los mismos intereses económicos y que la única manera que tenían los partidos de conseguir apoyos era explotar lealtades (étnicas, regionales o religiosas) y provocando divisiones en el pueblo o incluso una guerra civil. Pero después de la Guerra Fría los países occidentales descubrieron un patrón nuevo para distinguir a los malos de los buenos en el mundo: las elecciones multipartidistas. La presión de la comunidad internacional era enorme, y el gobierno de Uganda admitió los partidos políticos desde el 2005.

Recientemente, en 2016, la oposición no aceptó los resultados electorales oficiales: el candidato Kizza Besigye aseguró que había ganado las elecciones y que el presidente Museveni debía abandonar el Gobierno. Los observadores internacionales denunciaron «un ambiente de intimidación para la oposición y sus votantes» y que en algunas localidades los resultados se habían manipulado. El Gobierno bloqueó las redes de cobertura de Internet para los móviles, y la policía y los militares patrullaban las calles. «La campaña electoral de Museveni estuvo centrada en instalar el terror en el corazón de las personas», explicó la periodista Grace Natabaalo.

«¿Cómo podríamos llamar a este sistema? ¿Una democracia militarizada? Es una mezcla extraña de democracia y dictadura. Encuentro demasiadas contradicciones. ¿Por cuánto tiempo el gobierno podrá mantener esta situación?», explicó el abogado Busingye Kabumba.

 

Tráfico en el centro de Kampala. Fotografía: Pablo Moraga


 

El tablero geopolítico ugandés

Tanto China como Estados Unidos han aumentado enormemente su presencia en África para asegurarse importaciones de materias primas que puedan satisfacer sus demandas. Por primera vez desde el final de la Guerra Fría, la Casa Blanca tiene miedo de perder su hegemonía en el continente.

Los Estados africanos ahora pueden elegir los acuerdos chinos y evitar las condicionalidades de los préstamos que ofrecen el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o los gobiernos occidentales. Por este motivo, en poco más de diez años las relaciones comerciales entre África y China se han multiplicado por treinta y ahora el gigante asiático se ha convertido en el primer socio comercial del continente.

Museveni no es solamente un títere en las manos de Washington: probablemente el único motivo por el que ha aceptado la colaboración estadounidense es porque es la manera más fácil de mantener su Gobierno y recibir cantidades enormes de ayuda económica y militar.

Museveni ha construido una red de socios, tanto internos como externos, para mantenerse en el poder. Uganda tiene buenas relaciones con centenares de países: prácticamente todos los africanos —incluidos los más herméticos, como Guinea Ecuatorial—, la Unión Europea, China, Japón, Rusia e incluso Corea del Norte. Por otro lado, también tiene uno de los parlamentos con más miembros, y todos reciben salarios altos, coches, dietas, o atención médica en los mejores hospitales del mundo. Miles de políticos locales y empresarios dependen de la -generosidad del Gobierno y apoyan al presidente para mantener sus estatus.

 

Yoweri Museveni se dirige a simpatizantes durante un mitin en Kampala en febrero de 2016. Fotografía: Getty Images


 

El síndrome del mesías

Pero el presidente Museveni no quiere continuar en el poder para enriquecerse, sino porque tiene un proyecto para su pueblo y piensa que es el único que puede dirigirlo: quiere recaudar más impuestos para no depender de las donaciones extranjeras; quiere unir las economías de África del este para combatir la pobreza con un mercado grande y competir en igualdad de condiciones con otros países y bloques económicos; quiere aumentar las exportaciones, las iniciativas privadas, la agricultura comercial y los grandes proyectos de infraestructura para completar el desarrollo económico de Uganda. «Si educas a un pueblo pero no tienes infraestructuras, incluyendo electricidad, ¿dónde trabajará? ¿Cómo va a trabajar? –ha dicho en numerosas ocasiones–. Desarrollar un país sin electricidad sería un milagro».

El Ejército de Resistencia Nacional ha fracasado, y el presidente Museveni es el símbolo más notable de su caída: en vez de crear una sociedad «revolucionaria», capaz de valerse por sí misma, construyó una en la que no confía y que golpea duramente cuando intenta crear mecanismos propios.

El periodista Charles Onyango-Obbo subraya lo siguiente: «En sus libros, el presidente Museveni atribuye sus hazañas –y tenemos que admitir que son numerosas– a que es una persona excepcional. Aunque no lo explique directamente, Museveni se considera a sí mismo como un mesías, por lo que su misión en este mundo no puede ser limitada por las leyes de los hombres y mujeres comunes».

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