Publicado por David Soler en |
Recuerdo que la primera vez que viajé a Kenia tuve que acompañar a Luis, mi jefe de entonces, que visitaba a un sacerdote amigo que vivía en el país. A mí me hicieron quedarme en una sala adjunta, pero al acabar, Luis compartió conmigo un comentario que le había hecho el presbítero: «Ojalá la corrupción aquí fuera como en España, más disimulada». La frase me marcó porque viene a recordar que a África y a Occidente nos separan las formas, pero no el fondo.
Unos meses antes había estado con mi antiguo jefe también en Sudáfrica. Antes de viajar me dejó otra frase, una que un taxista le había dicho casi diez años antes como novel extranjero en suelo continental: «Esto no es África». El taxista, obviamente, no hablaba de geografía, más bien venía a advertir del riesgo de extrapolar lo que iba a ver con otros países vecinos.
Por aquel entonces no sabía qué esperar pero, como principiante, la verdad es que Sudáfrica me sorprendió por su grandiosidad: el tren de alta velocidad Gautrain para ir de Johannesburgo a Pretoria, el precioso y cuidado puerto en Ciudad del Cabo y el puntual teleférico para subir a la Table Mountain. Desde allí arriba sentí que quería vivir en ese lugar.
Es curioso cómo de Stellenbosch, a pesar de la belleza de sus calles y viñedos, lo que más recuerdo es lo que me chocó que todos los clientes fuésemos blancos y los camareros negros. Me sorprendió, además, su trato, seco y distante, sin mirar a los ojos, evitando el mayor contacto posible. En ese primer vistazo a la fachada de la sociedad ya pude ver algunas de las grietas que más tarde descubrí desde lejos.
Conforme más sabes de algo, más se te van rompiendo los ideales iniciales. Pasa con las relaciones amorosas, los trabajos y los lugares que visitas. Algo así me pasó con Sudáfrica. Al poco tiempo me di cuenta de que no era un paraje idílico.
Hace poco se publicó un vídeo del día de Navidad en el que se ve a unos hombres blancos sacando de una piscina a dos niños negros. Uno de los adultos agarra del cuello con las dos manos a uno de los chicos y, cuando este se suelta, un segundo adulto le tira del pelo y acerca su cabeza a centímetros de la valla de hierro rematada con hojas puntiagudas. La piscina era «solo para blancos».
A Sudáfrica le encanta mostrar por el mundo su bandera arcoíris como ejemplo de igualdad, para luego dar la espalda a quienes reconoce en ella. Siendo tan solo un 8 % del total, la población blanca sigue cobrando tres veces más que la mayoría negra, y la desigualdad de ingresos no ha hecho más que aumentar desde el fin del apartheid.
Quienes más se han beneficiado del sistema han sido aquellos cercanos al Congreso Nacional Africano (CNA). Un claro ejemplo es el actual presidente, Cyril Ramaphosa. En el poder desde que se sentara junto con Nelson Mandela a negociar el fin del apartheid, se hizo multimillonario como dueño, entre otras participaciones, de todas las hamburgueserías McDonalds del país.
Cuando llegó a la presidencia en 2018, las vendió y se presentó como un ejemplo de buena gobernanza, pero ahora no sabe explicar de dónde vienen cuatro millones de dólares en efectivo que robaron de un sofá de su majestuosa finca de caza de Phala -Phala y que nunca denunció. Mientras, la luz se apaga varias horas cada día a lo largo del país porque no hay capacidad energética para suministrar a todos (ver MN 687, p. 8).
La realidad de Sudáfrica es más parecida a esos camareros que no me miraban a los ojos que al tren de alta velocidad. El día que personas como ese taxista que recibió en África a mi jefe se den cuenta de eso, el país podrá, al menos, reconocerse en el espejo y dejar de aparentar.
En la imagen superior bandera de Sudáfrica ondeando en Port Elizabeth, Eastern Cape, Sudáfrica. Fotografía: Flowcomm (Creative Commons)