Publicado por Javier Fariñas Martín en |
La keniana Catherine Ngila (Kitui, 1961) es una de las científicas más prestigiosas del continente africano. En el año 2016 fue nombrada mejor científica de Sudáfrica, en 2021 ha recibido el Premio L’Oréal/Unesco a la Mujer en la Ciencia y es, además, directora ejecutiva interina de la Academia Africana de Ciencias. Puede también que una de las más coherentes. Porque poco han cambiado a lo largo de su vida las inquietudes de la niña que nació en un condado situado a 130 kilómetros de Nairobi hace algo más de seis décadas.
Miembro de una familia compuesta por 27 hermanos y hermanas, fue la primera de la extensa prole en ir a la escuela secundaria y a la universidad a pesar de ser hija de la cuarta esposa de su padre. Huérfana de madre a los seis años, «me di cuenta desde muy pequeña de que tenía que estudiar para poder cuidarme, ya que no iba a tener a mi madre para hacerlo». Y su padre, un antiguo combatiente en la II Guerra Mundial que también trabajó como traductor para los colonos ingleses, se lo permitió. «Era su forma de decirme que yo era importante y que quería que tuviera las mismas oportunidades que un niño», reconocía Ngila en Le Monde. Su presencia en las aulas la convirtió en una excepción en aquel entorno en el que las niñas estaban predestinadas a un matrimonio precoz, a la rutina del trabajo en casa y al cuidado de la familia. «Esperamos a que se casen y tengan hijos, pero yo les digo: “No empiecen una relación hasta que no hayan obtenido al menos un diploma”», clama ahora la investigadora keniana.
En el tiempo de su infancia y adolescencia, Catherine Ngila compaginaba largas idas y venidas a la escuela con el acarreo diario de agua desde el río hasta el hogar familiar. Lo que sacaban del cauce era un líquido turbio y rojizo que debían filtrar con un trozo de tela y en el que debían diluir bicarbonato de calcio para intentar eliminar las impurezas. Aquel tratamiento rudimentario del agua no aquietaba las dudas de Ngila, «y no podía evitar preguntarme si aquello era suficiente para que el agua estuviera limpia». Su familia tenía las mismas dificultades que todavía hoy padecen millones de africanos para acceder al suministro de agua potable.
En lo profesional, Ngila se licenció en la Universidad Kenyatta de Nairobi, se doctoró en Química Analítica en la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia) y ha trabajado como profesora en Botsuana y en varias universidades sudafricanas, donde se convirtió en una de las primeras docentes negras del claustro. El equipo que dirige en la Universidad de Johannesburgo está trabajando en el uso de la nanotecnología para detectar y eliminar sustancias tóxicas y restos de metales del agua. «Mi sueño –dice– es producir un nanofiltro de agua viable comercialmente al que puedan acceder las familias africanas del ámbito rural».
Su otro gran reto es feminizar el acceso a la educación superior. Cuando se licenció en Química fue consciente de la tendencia a pensar que las niñas no podían dedicarse a la ciencia. Esta realidad la animó a pedir a los Gobiernos y a la propia UNESCO que impulsaran campañas dedicadas a alentar a las niñas a optar por estudios científicos.
Y todo ello, su formación y su compromiso con la educación de las niñas, nació en aquella pequeña localidad del centro de Kenia donde vio la luz poco antes de la independencia de su país.
Ilustración Tina Ramos Ekongo