Contra mareas y vientos

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P. Franck Mandozi, desde Kosti (Sudán)



Recuerdo muy bien la fecha. El sábado 8 de septiembre de 2018 llegué a Kosti, una ciudad situada a 315 kilómetros al sur de Jartum, la capital de Sudán. Había pasado dos años estudiando árabe en El Cairo y tras ser ordenado en 2017 en mi país, República Democrática de Congo, alcanzaba mi primer destino misionero como sacerdote. Aunque me acogieron cuatro compañeros, muy pronto dos de ellos fueron destinados a otras misiones y nos quedamos los tres sacerdotes africanos que ahora formamos la comunidad comboniana: el P. Brighton Zimba, de Zambia; el P. Oswald Baptiste Abakar, de Sudán del Sur; y yo.

Kosti es una región pastoral de la archidiócesis de Jartum administrada por Mons. Daniel Adwok Kur quien, un mes después de mi llegada, me nombró responsable de la pastoral litúrgica y catequética. Aunque acepté un poco perplejo porque apenas había tenido tiempo de conocer la realidad de la zona, desde entonces organizo con regularidad encuentros formativos en las diferentes parroquias tanto con agentes de pastoral como con presbíteros. No obstante, dedico la mayor parte de mi tiempo al acompañamiento de las escuelas de nuestra parroquia de San Pablo.

Trabajamos en un contexto muy difícil. En primer lugar por el calor en esta zona del país, en la que podemos alcanzar los 50 grados algunos días entre marzo y junio. Sin embargo, lo más complicado es vivir en un entorno totalmente islamizado. Los cristianos apenas representan el 3 % de la población y a menudo no tienen acceso a ciertas prestaciones sociales. Son una minoría explotada por el sistema político vigente que considera a los cristianos sudaneses como ciudadanos de segunda clase solo porque no son musulmanes. A veces se les priva de sus derechos por ese motivo y no pueden conseguir ascensos en sus trabajos. Esa es una de las razones principales por las que los cristianos sudaneses son tan pobres y tienen tantas dificultades para asegurar la educación de sus hijos, muchos de los cuales terminan en el Ejército o como policías sin rango.

La mayoría de las personas a las que acompañamos en nuestra parroquia, y cuyos hijos e hijas estudian en nuestras escuelas, son sursudaneses. Nuestros vecinos, que aquí son considerados refugiados, sufren una doble marginación si son cristianos. Algunos viven de forma milagrosa como trabajadores domésticos en las casas de los musulmanes árabes. Sin embargo, desde la llegada de la Covid-19, estos empleos han disminuido debido a la crisis económica y la inflación.

La realidad de los sursudaneses nos afecta como Iglesia. En 2014, Mons. Adwok decidió abrir las puertas de los centros educativos de la parroquia de San Pablo para que los hijos de los sursudaneses y de las familias más desfavorecidas de la zona pudieran tener acceso a una buena educación. Desde que llegué, me ocupo del seguimiento de estas escuelas cuyas aulas están en lugares de culto de la parroquia.

Este curso acogemos a más de 1.600 estudiantes. El 90 % son hijos de los refugiados sursudaneses y el 10 % restante pertenecen a familias muy pobres de nacionalidad sudanesa. El 92 % son cristianos y el 8 % musulmanes. De nuestros 85 profesores, 50 son cristianos y 35 musulmanes. 

Los retos que afrontamos son complejos. Muchas familias no consiguen pagar las tasas escolares de sus hijos, a pesar de que son muy bajas. También es un continuo dolor de cabeza buscar profesores porque no podemos pagarles demasiado y no todos tienen un nivel formativo adecuado. Además, la movilidad de las personas es tan grande que de un día para otro te puedes quedar sin algún docente. Otro reto tiene que ver con varios de nuestros alumnos, cuyos padres han fallecido en enfrentamientos en Sudán del Sur. No es fácil ocuparse de estos niños. Desde la escuela intentamos cuidarlos y crear un entorno sereno a su alrededor que les permita socializar y adaptarse a la situación.

En Kosti y sus alrededores estamos viviendo otra situación que nos preocupa muchísimo. Se trata de la aparición de las llamadas negas (bandas), que se han convertido en un gran peligro para la gente. Están integradas por chicos y chicas sursudaneses de entre 13 y 35 años procedentes de familias muy pobres cuyos padres no suelen estar en casa para educarlos y enviarlos a la escuela. Estos chicos no tienen valores morales y son muy violentos. Utilizan cuchillos para atacar, herir o matar a la gente sin motivo alguno.

Los retos son grandes, pero el espíritu misionero nos anima y nos empuja a trabajar duro y a tener esperanza contra viento y marea.



En la imagen superior, una profesora con alumnos en una de las escuelas de la parroquia de San Pablo, en Kosti. Fotografía: Enrique Bayo / MN

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