Coordenadas contra el hambre

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Instituto Politécnico Mártir Cipriano de Nacuxa (Mozambique)

 

Texto y fotografías Javier Fariñas Martín y P. Jaume Calvera

 

El lema de la Campaña de Manos Unidas para 2017, “El mundo no necesita más comida, necesita más gente comprometida”, parece ideado en Nacuxa. Allí, en el Instituto Politécnico Mártir Cipriano, trabajan para frenar el hambre, pero también para formar a jóvenes que construyan una sociedad más justa.

 

Si jugáramos con la narración y arrancáramos con el final de la historia –o sea, que hiciéramos lo que los más aficionados a los anglicismos llaman un spoiler– los primeros pasos de estas páginas serían una pregunta –la última que hicimos al misionero vicentino Eugenio López García– y su respuesta. Ahí van.

–Eugenio, entonces estarás por aquí hasta que Dios o el general quieran…
–Sí, no hay prisa. No hay prisa por salir. Me parece que lo que estamos haciendo es interesante para este pueblo y yo soy feliz haciéndolo.

Si modeláramos la narración a partir de los dóndes, podríamos comenzar en un río, el Monapo, que cruzamos kilómetros antes de llegar a Nacuxa, y que hoy aparece repleto de gente que se baña, que juega, que lava la ropa o que da un fregado al coche. O también estaríamos legitimados para que el texto recorriera, con sus sustantivos, verbos y adjetivos, el camino que sale, a mano derecha, de la carretera que une Nampula con Nacala; un camino habitado por baches alternos, a juego con las casas que se suceden, con las mezquitas y madrasas que se propagan a diestro y siniestro, con los mangos repletos de frutos que cuelgan maduros y peligrosos desde lo alto, con algunas gentes esperando a quién sabe qué o quién, pero que no dudan en saludar el paso del viajero, el devenir del que se encuentra en tránsito. Si así fuera, una línea más arriba o abajo, da igual, debería aparecer el polvo tras las ruedas de nuestro coche como sujeto, objeto directo, indirecto y circunstancial de todo cuanto fuéramos a relatar.

 

Fotografía: Javier Fariñas Martín

 

O también podría aparecer un chico con un nombre que desconocemos y que pesca en una pequeña presa a pocos metros de la entrada del Instituto Politécnico Mártir Cipriano, en Nacuxa. El joven, metido hasta más allá de la cintura en el agua, utiliza una vara recta y flexible como mástil de una caña de pescar que carece de carrete, bovina o manivela. Solo una vara con sedal y cebo artesanales. Saluda con los utensilios de pesca y con la mano nuestro paso y nuestra fotografía. Y avanzamos hacia el Instituto, un sitio que los googles de turno no ­atinan a encontrar, pero que está y que, como cada lugar del planeta, tiene sus coordenadas. He aquí las suyas: 14° 46’ 14,09’’ Sur y 40° 43’ 33,46’’ Este. He aquí el centro. He aquí el lugar donde un grupo de profesores y alumnos procedentes de todas las partes de Mozambique, más un misionero asturiano, Eugenio López García, y algún que otro voluntario español, intentan levantar la frente ante el panorama que tienen delante.

Otra opción para el arranque de este texto, aunque ya hayamos consumido algunos párrafos: no poner el foco en el lugar, sino en las circunstancias, los qués y los porqués. Aquí el tono cambiaría, porque la realidad de Mozambique no es lo que se ve en el río Monapo, ni en las lujosamente decadentes calles de Ilha de Mozambique, o en la novedad del paseo marítimo de Maputo, la capital, construido por las omnipresentes empresas chinas. El país es mucho más que eso. Porque cuanto más al norte, más diferente, más dura y más recia es la realidad del país.
Nacuxa, el lugar donde se levanta el Instituto Politécnico Mártir Cipriano, está al norte, muy al norte, en el distrito de Mossuril, uno de los más empobrecidos y abandonados de todo el país.

 

 

Arrancar desde la última fila

Mozambique, que se aupó al último puesto del Índice de Desarrollo Humano (IDH) después de la guerra civil que enfrentó al gobernante FRELIMO con la opositora RENAMO –de cuyo final se cumplen 25 años en 2017–, mantiene todavía cifras preocupantes. La esperanza de vida apenas supera los 50 años. La mortalidad infantil es de 69 niños por cada 1.000 nacidos vivos. Más del 15 por ciento de los menores de cinco años padecen desnutrición. Cuentan con poco más de 3 médicos por cada 100.000 habitantes. Solo el 21 por ciento de la población dispone de un saneamiento adecuado. Y no llega a la mitad el número de mozambiqueños con acceso a agua potable. Entre 2002 y 2011 (últimos datos disponibles), casi el 60 por ciento de la población contaba con menos de 1,25 dólares al día, en un país en el que durante los primeros meses de 2016 la moneda se devaluó cerca del 40 por ciento. En definitiva, en el IDH de 2015 ocupaba el puesto 180 de un total de 188.

 

El misionero español P. Eugenio López García / Fotografía: Javier Fariñas Martín

 

Con una superficie de más de 800.000 kilómetros cuadrados, y un 68 por ciento de población rural, cuesta entender que no exista una economía de subsistencia que permita, al menos, garantizar los recursos mínimos indispensables para vivir no solo de mangos, de un plato de arroz o de lo que la pesca artesanal pueda ofrecer. El profesor universitario Joao Manuel Ferreira Mosca, del Observatorio del Medio Rural, apunta a varios factores: Mozambique puede estar experimentando un cambio en la estructura productiva, dejando en un segundo plano la producción de alimentos para el consumo y favoreciendo la exportación, situación agudizada por el acaparamiento de tierras por parte de multinacionales, junto a un éxodo significativo de la población rural hacia la ciudad en busca del maná de la economía informal. Así, las principales urbes generan nuevas bolsas de pobreza, con gente desarraigada y sin apenas recursos, mientras que el campo se va poco a poco despoblando, huérfano del factor humano que podía hacerlo producir. Un cóctel complejo y muy dañino para el país, a corto y largo plazo.

Casi 30 millones de habitantes. Una gran extensión de terreno pero pocos alimentos que echarse a la boca. Una ecuación con un resultado demoledor.

En ello incide alguien a quien ya hemos escuchado y a quien volveremos a hacerlo unos cuantos párrafos más abajo, el misionero Eugenio López: “Este país es inmenso, pero sin un maquinaria agrícola no se puede desarrollar la producción. Con una azada y algunas simientes, sin ninguna tecnología, sin un regadío, sin mecanismos de comercialización, no se consigue mucho”. Con cifras y sin ellas, más de lo mismo.

Con unos pocos interrogantes resueltos, queda intentar dar respuesta al quién y al qué. O enfocar el reportaje a través de las personas y de los hechos.

 

Alumnos del Instituto Politécnico Mártir Cipriano / Fotografía: Javier Fariñas Martín

Una década de historia

Recomenzaremos por aquí, por el proyecto con el que se quiere poner freno a dos de los problemas más graves de la zona: el hambre y la ausencia de formación. El Instituto Politécnico Mártir Cipriano es una iniciativa de la diócesis de Nacala que, de forma efectiva, se puso en marcha hace ahora diez años y que casi desde el comienzo ha necesitado de mucho apoyo de organizaciones como Manos Unidas. Con este proyecto, que se levanta sobre una misión que los Combonianos tuvieron que dejar en los tiempos de la independencia del país –y que posteriormente fue severamente dañada por el ciclón Nadia, que pasó por allí en marzo de 1994–, se pretendía dar respuesta a la crisis alimentaria que sufría la población de forma ­casi cíclica. De hecho, la zona de Cava –a unos 80 kilómetros de Nacuxa– durante años estuvo marcada por la FAO como una zona de hambruna.

Falta de alimentos mientras que los campos producían poco, muy poco, porque los agricultores no disponían ni de los medios ni de los conocimientos para hacerlos fructificar.

La solución, en teoría, parecía sencilla: formar a la gente para que los campos produzcan más y la gente tenga más alimentos para consumir y para comerciar con ellos.

“Así nació el Instituto Mártir Cipriano, pero la cosa se fue ‘complicando’, porque empezaron 100 alumnos y ahora son 1.100”. Quien así habla es una de las personas que dan color a esta historia: Eugenio López, un misionero vicentino asturiano del Sporting de Gijón –aunque sin forofismo–, que añora las manzanas y las montañas de su tierra y llegó a Mozambique en 2001. ‘En Nacala tenemos una necesidad, ¿por qué no vas?’, le dijo el superior general. “Y aquí estoy”, día tras día junto a esa chavalería que comenzó a llegar para cursar estudios agropecuarios hace ahora una década.

 

Necesidades y soluciones

El primer impulso fue atajar el hambre y la malnutrición. Con el tiempo, las necesidades se fueron ampliando, o se percibieron déficits que el Instituto podía cubrir. De este modo, los estudios se han abierto a Secretariado, Contabilidad o Laboratorio. Las camisas verdes, amarillas, naranjas o rojas que visten los jóvenes los identifican con la formación que está recibiendo: Secretariado, Contabilidad, Agricultura y Laboratorio, por ese orden. Este año, como decía el asturiano, más de un millar de ­encamisados.

Uno de los que terminó su formación en Nacuxa fue Óscar Purai Sumail. Nació, como otros muchos, lejos del centro –no es el único. Debido a la ausencia de centros de este tipo, el Mártir Cipriano se ha convertido en referencia para todo el país–. En su caso, a 400 kilómetros, en Cabo Delgado. Conocida la solvencia del Instituto, Purai se trasladó a Nampula donde realizó un curso de ingreso. En 2015 terminó sus estudios y ahora está aquí como responsable de la pequeña –o no tan pequeña: 2.600 patos, 49 vacas, 90 cerdos, 138 cabras…– cabaña ganadera que sirve para la formación de los alumnos. Reconoce, con orgullo, que tiene suerte de trabajar en un sitio como este. “Tenemos bastantes jóvenes que estudiaron aquí y que reconocen que la vida les ha cambiado y que han adquirido una responsabilidad social que, de otro modo, no tendrían”, reconoce Eugenio López.

 

Alumnos de Laboratorio / Fotografía: Jaume Calvera

 

Con un perfil más o menos similar están Cosme, natural de Tete y responsable de Laboratorio, con 220 alumnos; Buana Suafo, ingeniero agrónomo formado en la universidad de Nampula; o Clementina, de 28 años y con un hijo de solo cinco, responsable de Contabilidad y Secretariado, quien se siente interpelada por el alumnado, “en el que vas percibiendo que hay valores que se van perdiendo a causa de la globalización. Con eso, nos adherimos a una cultura que no es la nuestra”. Retos, en definitiva, como en cualquier aulario del mundo.

Lo que ha traído la globalización también es la práctica abusiva de las multinacionales, el acaparamiento de tierras, la imposición del capital frente a los derechos de las personas… Un proceso sobre el que el misionero vincentino Eugenio López pone voz a lo que dicen los habitantes de la zona: “¿Es esto un nuevo colonialismo? Es posible que lo sea, es posible que aquellos que han puesto su atención en las materias primas que hay aquí tengan tanto poder como para orientar la realidad como les interese a ellos, y no como interese al bien común. La gente sencilla piensa que eso les va a ayudar a mejorar y no son conscientes de las posibles implicaciones negativas, de la posible falta de libertad… Y algo de verdad hay en ello también”.

Así, con esta cascada de personas, lugares, historias, explicaciones, causas y efectos, dejamos el relato sobre el Politécnico Mártir Cipriano, cuyo principal reto –más allá de la formación y la lucha contra el hambre– “es moral. Con una sociedad con muchas tentaciones de corrupción, formar a los chicos para que se mantengan fieles a unos principios morales, de no dejarse corromper, de no trabajar bajo mínimos… El objetivo es formarlos bien en el desempeño de su trabajo”.

Si la narración hubiera seguido las pautas que marcan los relatos cronológicos, los últimos pasos de estas páginas serían una pregunta y su respuesta. Ahí van.

–Eugenio, entonces estarás por aquí hasta que Dios o el general quieran…
–Sí, no hay prisa. No hay prisa por salir. Me parece que lo que estamos haciendo es interesante para este pueblo y yo soy feliz haciéndolo.

 

Fotografía: Javier Fariñas Martín

 


 

 

Necesitamos Compromiso


Por Clara Pardo, presidenta de Manos Unidas

 

Manos Unidas acaba de comenzar su campaña anual “El mundo no necesita más comida, necesita más gente comprometida”, con la que, en 2017, seguirá haciendo hincapié en la lucha contra el hambre, contra todas esas hambres que afectan a un altísimo porcentaje de la población mundial. Esta es la primera vez que me asomo a esta ventana que cada año nos abre Mundo Negro.

Quisiera aprovechar este espacio para hacer una llamada a un compromiso firme y decidido en la lucha contra el hambre y la pobreza. Los datos vergonzantes del hambre en el mundo nos piden a voces denuncia, acción y cambios de actitud y en nuestros estilos de vida. En Manos Unidas llevamos casi 60 años rebelándonos contra la realidad del hambre; luchando contra una lacra que afecta a casi 800 millones de personas y condiciona su presente y futuro.

Es necesario un compromiso activo para lograr que el Derecho Humano a la Alimentación, reconocido y admitido como fundamental y de obligado cumplimiento por gran parte de la comunidad internacional, y vulnerado e ignorado por la mayoría, deje de ser una quimera para tantísimas personas. Manos Unidas apela a un compromiso firme con los más desfavorecidos, con los que pasan hambre, con los niños que sufren, con las mujeres emprendedoras, con los pequeños agricultores y ganaderos, con las poblaciones indígenas… Un compromiso que conlleve un cambio de estilos de vida y que tenga como opción preferente a los pobres. No podemos permitir eso que San Juan Pablo II llamó “paradoja de la abundancia”, que lleva a que un mundo en el que se producen alimentos para todos, millones de personas se acuesten cada noche pensando si comerán al día siguiente.

Nuestro modo de alimentarnos influye en las causas del hambre y puede, también, ser parte de la solución. Desde Manos Unidas buscamos un compromiso transformador, con un modo de producción y consumo que respete el medioambiente, que no caiga en manos del negocio especulativo y que se dirija a un mercado local e internacional justo. Tanto lo que consumimos como lo que desperdiciamos tiene un precio que va más allá del monetario.

El Papa Francisco nos anima a este cambio en la encíclica Laudato Si. “La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común. Deseo reconocer, alentar y dar las gracias a todos los que, en los más variados sectores de la actividad humana, están trabajando para garantizar la protección de la casa que compartimos. Merecen una gratitud especial quienes luchan con vigor para resolver las consecuencias dramáticas de la degradación ambiental en las vidas de los más pobres del mundo. Los jóvenes nos reclaman un cambio. Ellos se preguntan cómo es posible que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente y en los sufrimientos de los excluidos”.

Comparto espacio en estas páginas con uno de esos claros ejemplos del trabajo de lucha contra el hambre que apoya Manos Unidas: la ingente labor que lleva a cabo el misionero Eugenio López, en Nacala. Trabajos como el de Eugenio, unidos al empeño y compromiso de miles de personas, dentro y fuera de nuestras fronteras, son las que nos hacen avanzar, con determinación y esperanza, hacia el horizonte que marca el fin de las fronteras del hambre en el mundo.

 

 

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